viernes, 2 de octubre de 2009


Amada soledad


«Quien no ama la soledad, tampoco ama la libertad; cuando uno no está solo y no tiene tranquilidad, no es libre.», escribió Schopenhauer en El mundo como voluntad y representación. Y en este mismo libro aseguraba que «lo que uno tiene por sí mismo, lo que le acompaña en la soledad sin que nadie se lo pueda dar o quitar, esto es mucho más importante que todo lo que posee o lo que es a los ojos de los otros». Existen muchas expresiones acerca de la soledad, pero pocas hay que tengan un significado de alabanza. Generalmente se cree que el ser que escoge el ascetismo es un tipo huraño, un solitario por definición y costumbre, un inadaptado social, un individuo más bien raro, un retrógrado o un misántropo, alguien que, por encima de todo, desea estar solo, desea rumiar sus propias desventuras o sus desacuerdos con el mundo. Yo, en mi vida pasada, salvo algunas épocas muy específicas y cortas, nunca me gustó la soledad. Era un individuo siempre pensando en cambiar de automóvil, en conocer otros mundos, otras filosofías, en darme una buena comida sin que me importara el colesterol o las calorías. O sea, era un hombre muy dado a lo material, a la vida que se ve, se oye, se toca, se olfatea, y se paladea. Pero ahora gusto mucho de la soledad. Disfruto de ella y de la inspiración que me produce. Además, la he provocado yo mismo de forma voluntaria. He entrado en una etapa donde prefiero alcanzar el mayor conocimiento posible de mí mismo y de la vida, una etapa donde trato de auscultarme, de descubrirme tal cual soy, de desarrollar mis sentimientos, sin simulacros ni presunciones falsas. Deseo que todos aquellos que me rodean me conozcan profundamente y me entiendan. En realidad, me estoy identificando con la vida, haciendo repaso de los días perdidos y los momentos negados, y considerando los que fueron verdaderamente felices en aquella etapa cuando me comportaba como un ser llamémosle «normal». Trato de lograr el renacimiento de mis sentimientos más puros y darles la mayor intensidad. Es decir, trato de sentir que estoy vivo. Soy viudo desde hace nueve años, y el golpe, el trauma que aquel suceso me ocasionó, la muerte tan repentina de mi mujer, he podido sobrellevarlo gracias a ella misma —a su espíritu, que nunca se han separado de mí— y a este género de vida que elegí después de meditarlo un tiempo. Cuento con una pequeña pensión y, con la ayuda de mis hijos en casos de emergencia, y puedo vivir sin procurarme un salario. Claro, siempre que me limite a llevar una vida sobria y sin alharaca, lo cual ahora me es fácil, pues en la soledad se encuentran compensaciones de tipo espiritual o emocional, y eso no cuesta dinero… La verdad es que yo antes, cuando vivía mi mujer, era un escéptico, o digamos mejor, un agnóstico. Ella no, ella tenía sentimientos de carácter religioso, y sabía apartar con gran habilidad todas las dudas que llegaban a su mente. «Yo no me complico la vida», me solía decir. «¿Quién soy yo para negar a Dios cuando mucha gente, infinitamente más sabia que yo, creen en él…?» De cualquier manera, nosotros nunca discutíamos por asuntos del pensamiento. Ambos respetábamos nuestras respectivas creencias. Bueno, en realidad, con Angelines —así se llamaba— no se sentía uno inclinado a discutir por nada. Nunca en mi vida me he encontrado con nadie que respetara tan firmemente el pensamiento ajeno como lo hacía ella. «Tú piensas así y yo pienso de otra manera. ¿Quién puede venir a decirme cual de los dos tiene razón en un mundo tan misterioso y complejo como es éste?» Era una bonita forma de pensar y de no complicarse la vida intelectualmente. Pero es que Angelines era una mujer adorable, tierna, dulce, cariñosa, muy femenina y siempre enamorada de la vida y de la gente. Yo, ahora, trato de inculcar en mi ser su mismo «sistema operativo», su sentido y actitud hacia la vida. Ella basaba su felicidad en manifestaciones sencillas: en el amor a su marido y a sus hijos; en contemplar la naturaleza con arrobo y emoción —la vi más de una vez emocionarse con una puesta de sol—, o caminando descalza por la playa. Y es que tenía una gran sensibilidad para captar el lado maravilloso y sensual de la naturaleza. En estos días de soledad disfruto mucho recordando lo maravillosa que fue mi vida junto a ella. Es más, a pesar de ser un recalcitrante inconforme, si se me diera una segunda oportunidad, volvería a repetirlo todo: la misma esposa; los mismos hijos; el mismo género de vida, la misma tormenta existencial en mi mente que me inyecta el suficiente gas para sentir la vida en todos sus significados.

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