jueves, 25 de febrero de 2010


El sexo y la formación de lo humano


Bueno, hoy voy en plan especulativo… Estoy a punto de meterme en un tremendo embrollo ya que he decidido referirme a la impositiva y primordial actividad sexual en los seres humanos… ¡Casi nada!

Comencé a sentir cosquillas en el cerebro al observar el «curioso caso de Tiger Woods», con todas las sugerencias complementarias que conlleva, y no pude evitar —¡es mi mente, que no descansa!— meterme a realizar ciertas consideraciones relacionadas con la tan engañosa expresión denominada «adicción al sexo», que se utiliza hoy para justificar el exceso o cuando se actúa fuera de control.

En el caso de Woods, todo comenzó con el descubrimiento de su vida amorosa clandestina por parte de su mujer, lo que originó una pelea entre ellos en medio de la vía pública; siguió la bochornosa aparición en escena de una serie de señoras manifestando —con fines de notoriedad o de lucro probablemente— que, supuestamente, habían mantenido relaciones con el «golfo» golfista. Vino después el retiro eventual de las competiciones del susodicho señor porque no se encontraba en las condiciones óptimas para concentrarse, y, finalmente, siguió su reaparición en rueda de prensa para «confesar» oficialmente sus «delitos»; allí manifestó su «arrepentimiento», solicitó el perdón a su esposa, besó a su mamá y prometió continuar con el «tratamiento psicológico» para disminuir su «adicción». Esto fue lo que hizo que me desternillara de risa… Pero el tema en su conjunto, además de risa, me produjo indignación y tristeza. ¡Qué mundo éste tan cargado de hipocresía, tan dado a desplegar el fingimiento necesario con tal de defender los propios intereses y fingir que hay unos sentimientos que en realidad no se tienen o se tienen solo mientras resuena el escándalo…

En la vida existe una singular coordinación de valores y comportamientos surgidos o moldeados con el paso del tiempo por ciertos imperativos sociales, algo que acaba por imponernos unos principios de los cuales carecíamos en origen. Pero también pienso que una gran parte de nuestras actitudes viene marcada originalmente por la Naturaleza para ser utilizada como norma de vida y así reafirmarnos en nuestra condición humana. Referente al sexo, ignoro cómo se aceptó y cómo se practicaba al principio de los tiempos, ni sé en qué sentido pronunciarme porque no soy capaz de adivinar los procedimientos originales dado que no existen documentos que los expongan debido a que los hombres-mono no sabían escribir. Ignoro si el sexo se realizaba en la intimidad de la cueva, o si era en privado, o en público, o si se ocultaba o no a la vista de los demás, ni si le daban la misma importancia que se le da ahora.

En realidad, si lo vemos bien, al acto sexual es algo que no pasa de ser el cumplimiento de una exigencia biológica. Muy gustoso, muy placentero, es cierto, pero solo se trata de eso. Es sin duda el más requerido por la Naturaleza (o exigido por Dios, para aquellos que son creyentes). Pero la pregunta es si al principio de los tiempos el asunto se ventilaba con la misma naturalidad de los animales, y significaba una función simple, como cuando se bebe agua o se come un muslo de pollo o una pata de bisonte. No tengo ninguna duda de que entonces el acto sexual tenía que efectuarse de forma intemporal, puesto que dependía de que la mujer entrara en celo y de ella se desprendiera un olor característico enervante. Entonces el macho se la tiraba siempre que tuviera alguna relación o poder sobre ella. Creo que debía pasarse a la acción en el momento, sin que importara la hora, el lugar, ni el modo.

Pero, fuera como fuera el asunto en aquellos días, con el transcurrir del tiempo el acto sexual se ha ido mixtificado, ha cobrando cada vez mayor importancia psicológica además de delirante y encantadora, pero también ha cobrado un sentido cada vez más irreal y nos ha ido creando cada vez mayor dependencia. Hoy se vive una etapa un tanto desmesurada, y se ha convertido en algo así como el lubricante de todos los estímulos, de todas las metas y conquistas en nuestra vida (y si no lo crees, pregúntaselo a Freud). El sexo se ha introducido en nuestra vida diaria, y si no lo traemos nosotros, nos lo sirven en bandeja mediante el cine, la televisión, la publicidad, las publicaciones y los medios electrónicos.

Pero eso sí: ahora se realiza en la intimidad…

Respecto a Tiger Woods, cualquiera que tenga la fama, el dinero, las oportunidades y el mismo o parecido género de vida que tiene él, le ocurrirán iguales «descalabros», solo que unos tienen más habilidad que otros para mantenerlos ocultos, y hay algunos a los que no les importa que el asunto sea guardado en secreto. Pero, ¿qué hombre será capaz de rehusar una relación que se le sirve tan fácilmente, por muy clandestina que se considere, cuando decenas de mujeres se le ofrecen bien por amor, o bien por dinero o por diversión ocasional?

Ahora veamos la «eficacia» del tratamiento:

Considerando que el tratamiento «antisexo» sea efectuado solo a base de herramientas psicológicas, ¿quiere decir que cuando lo concluya, Tiger Woods le gritará ¡¡fuchi!! a toda mujer que se le acerque y que solo reserve sus apetitos para desfogarlos exclusivamente con su esposa? ¡¡Mira!! (en este momento he levantado mi mano derecha, he encogido mis cuatro dedos y he dejado plantado solamente el dedo corazón. Es decir: he hecho una «peineta» como la que hizo Aznar recientemente). Pero hay que considerar que si el tratamiento es bueno, también podría quedar inhibido para realizarlo con su esposa… En realidad, la pregunta que me hago con más ahínco es si la enseñanza consistirá en un lavando el cerebro o solo le están enseñando a ocultar mejor sus asuntos de relaciones clandestinas…

viernes, 19 de febrero de 2010




Esta gelatina llamada Tierra, donde vivimos…


Si uno se dedica a analizar la vida profundamente, y trata de penetrarla, de poseerla, de engullirla y saborearla, puede caer en un éxtasis delirante, pero también en un desconcertante desaliento, o puede llegar a sentirse frustrado, o exaltado de amor, o decepcionado… Sobre todo si se la relaciona con uno y su aventura propia. Claro, reconozco que depende del momento elegido para encarar la tarea y también de quien la asuma, porque, a veces, el resultado consiste en la oportunidad y el momento. Puede depender, incluso, del día y la hora en que se vea el asunto… ¡Ah! se me olvidaba: y sobre todo de la edad… Porque si se es mayor, como yo, todo se ve con la vista cansada…

Normalmente, no encuentro ninguna ventaja en la vejez, pero si me apuran, una de las pocas positivas (¡hummmmm…!) es que se puede hablar porque se ha pasado por todo y se tiene experiencia (aunque, como le planteó a Margaret Mead un alumno, «Sí, tú eres mayor y sabes mucho de la vida, pero nunca has sido joven en una época como ésta…»). Además, se sabe que cuando se es joven y uno anda embebido en el tráfago de la vida, en sacar adelante un proyecto, en trabajar con ánimo de progresar y casarse, en salir a pasear con la novia o con el novio, en el brillo que debemos destilar en nuestra intervención en la junta, en ir a la discoteca por la noche o en preparar nuestro viaje a Polinesia o a la isla de Chimbombá, entonces no hay tiempo para consideraciones abstractas: la vida es como es, es decir, algo loca, divertida, revolucionada y llena de puertas mágicas detrás de las cuales se esconde el éxito y la felicidad, y nada va a cambiar en el mundo por mucho que meta yo mi asquerosa nariz en su mezcla gelatinosa, ya que la vida la hacemos todos en el día a día, los sabios y los tontos; los ricos y los pobres (en este caso, más los primeros que los segundos), las guapas y los feos, los morenos y las rubias, las altas y los bajitos…. Pero cuando se es mayor —así como yo soy ahora— y no se tiene otra cosa que hacer sino estudiar el comportamiento de los escarabajos y las hormigas y la importancia en su papel de horadar y ventilar la tierra, o cuando lo único que se hace es estar pendiente de si ya llegó el cartero, o tratando uno de hacerse el gracioso contando un chiste con el cual casi nadie se ríe porque ya no se tiene gracia, entonces se suele acrecentar el pesimismo, y el fisgoneo, si es profundo, lo acentúa. Porque, hay que reconocerlo: todo es según el cristal con que se mire o depende de si se ha dormido bien, o se ha dormido mal o no se ha dormido…

El otro día, cuando iba yo con mi hijo en su automóvil —conduciendo él—, hice un comentario en relación a las dificultades que enfrentan los seres humanos de hoy (la crisis económica, la polución, el clima, la caída de principios, y todo eso que parece amenazarnos hoy en día). Y entonces él, muy ufano, con una seguridad pasmosa, me dijo, Estás equivocado: hoy se vive la mejor época de toda la historia de la humanidad. Sí, pero… Ahora es cuando la gente viaja y tiene dinero. Sí, pero… Ya no existen los dictadores sanguinarios porque la ONU no lo permite. Sí, pero… Hay trenes que desarrollan una gran velocidad. Sí, pero… La tecnología está a un nivel como no estuvo nunca. Sí, pero… Hay teléfonos celulares, Internet. Sí, pero… Ya no hay guerras y hay computadoras. Sí, pero… Aunque hay dificultades momentáneas, todo tendrá arreglo porque no existe nada que se le escape a la Ciencia, o acabaremos por adaptarnos. Sí, pero… Total, que no salí del «sí, pero».

De todos modos, en este momento, investigar de qué sabor es este flan de gelatina temblorosa que supone nuestro hábitat, puede traerme consecuencias graves. Para mí, y a mi edad, eso está bien claro.

¿Por qué no me daría por coleccionar insectos o gallinas tuertas, digo yo?

Pero, de todos modos, lo diré aunque usted no lo crea: me gusta la vida y la amo a pesar de las jaquecas que me dan cuando pienso en ella… Pero, sí, la amo, eso está fuera de toda duda, y me siento feliz de haber tenido la oportunidad de vivir en esta época. Lo que pasa es que cuando la miramos con intensidad para tratar de ver cómo es ella, nos asombramos de contemplarlo todo tan gigantesco, tan abrumador, tan inabarcable y que roza roza el absurdo de una manera tan evidente… Y es entonces cuando notamos que se nos nubla la vista y nuestro corazón se encoge…

martes, 16 de febrero de 2010


Peculiaridades de la vejez


Aunque mi amiga María Dolores suele regañarme —con dulzura, no con aspereza— cada vez que me refiero a la vejez como objetivo de humillación por parte de la Naturaleza, hoy no tengo más remedio que evitar su mirada de reproche y volver sobre el asunto inspirado por las escenas que presencio aquí, en el edificio donde vivo, un lugar que parece como si hubiera sido designado como asilo para albergar a todos los ancianos del mundo… Los veo abajo, en la entrada, sentados en los bancales del parque, o en los aledaños del edificio, o paseando al perro, o renqueando apoyados en su bastón y hablando solos. En el semblante de todos ellos —por más que lo disimulen— se aprecia la angustia de la soledad, la falta de esperanza en la vida, el dolor de la incapacidad y la dependencia, así como la restricción de movimientos… y resulta patético ver que la vida termina de esa forma, porque, incluso, muchos de ellos no está en sus cabales. Algunos hablan hasta por los codos, y discuten con una terquedad enfermiza, sin dar su brazo a torcer por más razones que se les presente. En general, no ceden ante nada ni ante nadie. Con ellos, con la mayoría, no existe la posibilidad alguna de comentar un suceso cualquiera. A uno, de origen cubano, con el que yo antes solía bajar a hablar como un acto de piedad y solidaridad por mi parte, y lo hacía siempre dispuesto a aguantar estoicamente la narración de su vida así como las barbaridades que tuvo que soportar en Cuba, he acabado por no bajar más y le he retirado el saludo. He ido descubriendo que se trata de un individuo envidioso, chismoso y absurdo. Ignoro la razón, pero me enteré de que él me estaba socavando el terreno, trataba de desacreditarme, diciendo de mí todas las falsedades que se le ocurrían.

¡Por dios, por dios! Cómo me cuesta hacer un retrato tan negativo de los viejos… Porque a esa clase pertenezco yo ahora y me da por pensar si también acabaré así, como una cabra, desvalido, terco, discutiendo con todo el mundo sin fundamento alguno o permaneciendo silencioso, sin querer tomar la pastilla de cada día o tomándolas en exceso, como intentando agarrarme angustiosamente a una vida que ya ni me pertenece ni puedo esperar nada de ella. ¿Este es el fin de todo? ¿Así termina la vida? ¿Y no podía haber sido de otra manera, algo más digna, más armoniosa, más dulce?

¿Por qué esa disminución de las facultades mentales, esa inutilidad? ¿A qué se debe que unos tengamos los cinco sentidos —creo— más o menos intactos y a otros solo se les quedan en las mente cuatro cosas, cuatro hechos desfigurados de su vida que los repiten constantemente, todo el día y a todas horas?

Bien, ahora viene una historia más tierna. También de viejos, pero más tierna.

Un día de estos me encontré abajo a una anciana muy bien arreglada, muy compuesta, con un aspecto muy pinturero, como si se fuera de fiesta. Estaba sentada en uno de los bancos que hay a la entrada del edificio. Eran las 7:30 de la tarde, ya de noche. Tenía junto a ella un carrito de alambre, de esos que se utilizan para ir al marcado, y en el carrito una imagen de una Virgen de unos 50 centímetros de altura. Cuando yo le pregunté que a dónde iba con esa Virgen ahí metida, como si fuera enjaulada, me dijo con cierta solemnidad que se trataba de la patrona de Puerto Rico, es decir la Virgen de la Divina Providencia. Que estaba esperando a unas amigas para luego ir con ellas a casa de otra donde se reunirían para rezar el rosario ante la Virgen. ¿Es una conmemoración especial? le pregunté. No, lo hacemos todos los días; unas veces en casa de una y otras en casa de otra… ¿Es usted cubana? le pregunté al oír su acento. Sí, me dijo y, acto seguido, pasó a narrarme todas las vicisitudes por las que pasaron ella y su difunto marido cuando salieron de Cuba hace más de 50 años. Llevaba unos 20 minutos exponiéndome toda su historia —que era más que conocida por mí debido a las veces que me han contado eso mismo o algo semejante— cuando llegaron otras tres amigas. Se saludaron, me saludaron a mí, y las cuatro salieron en procesión hacia el edificio contiguo. La última iba arrastrando el carrito con la Virgen, que daba leves tumbos debido a la desigualdad del terreno. Viéndolas ir me recordaban esas películas extrañas de mi admirado Fellini, como Julieta de los Espíritus o Amarcord

sábado, 13 de febrero de 2010


Somos peones de la Naturaleza 2


En mi blog anterior me dejé algo en el talego… Por ejemplo, me faltó decir que cada vez estoy más convencido de que la Naturaleza nos utiliza con el fin de que se cumplan y desarrollen ciertos fines para los cuales se requieren manos y brazos aliados con la capacidad de pensar, razonar y actuar, instrumentos de los que ella carece. En este afán de construir, es muy posible que en algunas ocasiones nos hayamos pasado —destruyendo en lugar de "construyendo"—, pero es de esperar que la ciencia lo ataje de alguna forma. De cualquier manera, este es un tema que pertenece a otro blog.

Posiblemente, la misma naturaleza desea ser domesticada y urbanizada en algunas de sus representaciones. Y verse valorada y convertida en grandes y bellos jardines, o que aumenten sus plantas y flores con otras no previstas por ella; desea, tal vez, que se construyan puentes y carreteras que permitan transitar, o que haya gente que navega ríos y mares, o sube montañas o explora profundas cuevas. Cuando se nos ha dado esta facultad de entendimiento, y habilidad para reformar las cosas, y la función de admirarlas, por algo será. Yo, que pertenezco a los que no aceptan que la vida sea fruto de un hecho fortuito, es decir, que estoy lejos de los que proponen que estamos aquí sin ningún propósito determinado, y que considero que empecinarse en la función aleatoria de la existencia es, además de poco imaginativa, tan audaz y deslavada —o más— que la recurrencia al dios creador descrito por la Biblia…, en mi cabeza no entra que este enjambre de células, neuronas, ojos y nervios ópticos, corazones que laten y producen el riego sanguíneo en nuestro organismo, sentimientos, ambiciones de progreso, amor, sensibilidad para el arte —principalmente y de acuerdo con mis gustos, para la música— estemos aquí para nada… No, no lo puedo concebir y me lleva a pensar que, precisamente, lo absurdo de todos estos atributos de la vida son los que, paradójicamente, me conducen a la idea de que ha de existir alguna razón para nuestra presencia aquí cuyo conocimiento, por la razón que sea, la propia Naturaleza nos oculta.

Algunos científicos se han atrevido, incluso, a pronosticar que los verdaderos dueños de la creación y la vida son los genes, los cuales utilizan nuestro organismo como vehículo o como hábitat para ellos evolucionar, alimentarse, crecer y subsistir, algo que sin nosotros no podría realizarse (aunque, tal vez, nosotros sí podríamos vivir sin genes, pero los genes sin nosotros, no). Tal vez… Hay tantas ideas sobre la vida circulando por ahí… Algunas, por cierto, desastrosas y ya desechadas. Yo ésta concretamente no me la creo. Me parece muy apegada a la ciencia-ficción. Además, nunca podría llegar a demostrarse.

Mada, mi amiga Mada —de la cual ya hablé en blogs anteriores—, en su última carta-testamento (escrita pocos días después de la muerte de mi mujer y unos días antes de que ella misma muriera), me da una deliciosa y serena interpretación de la vida. Dice: «Tú y Angelines tuvisteis la enorme suerte de quererse y comprenderse durante muchos años. No creo que pueda aspirar uno a más; por eso me parece imposible que aquellos a quienes amamos desaparezcan para siempre; algún arreglo debe haber por ahí para que nos encontremos cuando pasemos al otro lado. Ni el amor ni el espíritu son cosas que puedan disolverse… Ahora tú Jacinto tienes que vivir del modo más sano posible, apoyándote en su recuerdo y en la calidad humana que tuvo, gustando las pequeñas cosas amables de la vida y siguiendo tu aprendizaje hasta los últimos días… ¿Y después? Nada sabemos, pero es imposible que esta inmensa lógica en que estamos inmersos no tenga sentido. Angelines sigue contigo, Jacinto, está en el centro de ti mismo, y de algún modo te ayudará a seguir adelante los días que te quedan.» ¡Qué maravillosa y sencilla forma de interpretar la vida, sin necesidad de recurrir a Biblias, dogmas ni letanías…!

viernes, 12 de febrero de 2010


Somos peones de la Naturaleza


En la vida, lo que de verdad se nos impone, requerido instintivamente pero también inducido por nuestra conciencia y por los apremios sociales, es la postura que mantenemos hacia los otros, es decir, nuestra predisposición a observar una conducta solidaria y participativa. Aunque, si contemplamos el asunto con la suficiente amplitud de intenciones —o sea, sin prejuicios ni actitudes egoístas—, veremos que a semejante acción todavía le falta mucho trecho —muchísimo, más bien— por recorrer y que, incluso, en algunos aspectos, se transita en sentido contrario. Pero, aún así, no hay duda de que este es uno de los signos más imperiosos requeridos por la Naturaleza. Y, quiero insistir, esta exigencia no se debe a cuestiones religiosas ni éticas, sino a uno de los principios básicos de la vida. Si nos fijamos bien, sin meternos a considerar si las leyes morales proceden de Dios, de las religiones o de la Naturaleza misma, hay un principio básico en torno a dichos requerimientos: procurar mantenernos con vida y hacer lo posible por procrear y multiplicarnos. El cebo de la atracción sexual y su ejecución no tendría otro fin: nos ha sido dado a los seres vivos para que la humanidad, los animales y las plantas nos desarrollemos, evolucionemos y no desaparezcamos. Sí, ya sé, la razón de todo esto es inexplicable, y un tanto absurda si se quiere, y ese es uno de los eternos enigmas que nos envuelven, pero no hay duda de que es una verdad relacionada con la exigencia de existir: el día, por ejemplo, que yo observé a quien más tarde sería mi mujer, y vi cómo movía las caderas al bailar —desde luego, no lo hacía como Beyoncé, sino con una dulzura y un mimo muy femenino y en consonancia con los gustos a los que yo me atengo—, la Naturaleza me estaba poniendo un cebo en el que, muy gustosamente —que quede bien claro—, caí. Después, respondiendo a esa exigencia, entre ella y yo trajimos al mundo seis hijos, y si no hubiera sido porque esos no son sus métodos, la Naturaleza nos hubiera dado una medalla y un diploma y nos habría dicho: «tú y tú ya habéis cumplido». Luego, después de ese primer contacto nacido de la libídine, a medida que nos íbamos conociendo nuestro amor iría creciendo, o sea, iría desarrollándose un entendimiento entre nosotros más espiritual y profundo, algo que intensificaría nuestros lazos y nos mantendría unidos. Pero esta situación, me atrevo a decir, aunque también puede tratarse de un requerimiento natural, es algo secundario: lo principal, traer hijos al mundo, estaba cumplido como principal objetivo.

Entonces, y esto es a lo que voy, si la principal exigencia de la Madre Naturaleza es que haya seres vivos en el mundo, y que éstos no solo sobrevivan, sino que aumente su número, es lógico que se imponga una norma de convivencia, y no con una finalidad moral —porque yo creo que con la moral o la ética, la Naturaleza no tiene nada que ver: para ella solo existen las leyes, los reglamentos—, sino con unos fines más bien prácticos: no podemos estar exterminándonos todo el tiempo porque eso no concuerda con sus fines. Las guerras son una de tantas desviaciones de los humanos que, generalmente, obedecen a ambiciones desmedidas personales o de un grupo. Porque, cuando la Naturaleza se quiera deshacer de nosotros, ya nos lo dirá… (¿No habrá comenzado ya a decírnoslo…?)

martes, 9 de febrero de 2010



En Palmas del Mar, la tierra nueva

Es una mañana espléndida: a un cielo intensamente azul hay que agregar la suavidad de la atmósfera, el lento balanceo del mar, sin rugidos ni fierezas; sólo la calma. Y está la dinámica reflectora y al mismo tiempo mortecina con las distintas tonalidades del verde de las plantas, los árboles y las palmeras, que es lo que más se impone, salpicado por el rojo y el amarillo de algunas flores. En los edificios, en el agua del mar, en las pocas nubes lejanas, hay un tono levemente dorado y una quietud serena, es como si el director de la orquesta sinfónica hubiera bajado la batuta y todos los músicos entraran en reposo… En la playa, todo es lentitud, armonía, serenidad; hasta las personas que hacen footing parecen moverse a cámara lenta. Un pelícano planea sobre el mar armado de una paciencia digna y cautelosa, que es lo que se requiere para localizar la presa. Apenas mueve las alas y da a entender que flotara en el aire sigilosamente, tratando de no llamar la atención o simulando que no va de cacería, sino aparentando que ha salido a volar sin otro propósito que sentir la vida o ser feliz mecido por las corrientes de aire; pero llega un momento que encuentra algo —un pez, una almeja, una estrella de mar— y se estimula su apetito. Y en un reflejo portentoso, en un instante de pasión, todo él se convierte en flecha, y de la calma y la lentitud perezosa, pasa a una velocidad inusitada, y se zambulle casi sin hacer ruido al penetrar en el agua, ni salpicar. Cuando reaparece, trae en el pico un pez que, a juzgar por sus movimientos, es evidente que intenta recuperar su libertad, pero el pelícano, de una sola tacada, se lo engulle.
El sol, todavía casi al ras en el horizonte, tonifica mi cuerpo y da vigor a mi alma, infundiéndome una gran sensación de infinitud y de vida plena, cifrada en la paz y la libertad. Parece como si hoy todo fuera de estreno o como si la vida, el mundo, la naturaleza, hubiesen comenzado en este momento, es decir, como si todo lo que contemplan mis ojos ocurriera un día después de la creación. Hay una trasparencia singular en el ambiente, un olor limpio e inefable, lleno de sugerencias. Allí en el fondo resalta la isla de Vieques, y un poco más al norte, la de Culebra. Se cruza conmigo un pareja –hombre y mujer– de mediana edad: él me mira y se sonríe, y es que en un día como este no hay otra opción: está bien claro que la naturaleza se ha propuesto que para hoy la consigna, la clave de entendimiento, la señal de amistad entre los seres, sea la sonrisa…

sábado, 6 de febrero de 2010



La duda

Este embrollo filosófico que está albergado en mi mente; este sentimiento ambiguo de la vida, que perturba de forma constante mi pensamiento; esta imagen dudosa abocada a no creer en nada, pero sin dejar —sin poderlo dejar— de admitir, sin dejar de percibir, incluso, aunque sea un solo ápice, la eventualidad de que exista un ente superior, es como una débil ilusión, una idea arrimada levemente a mi entendimiento por mi conciencia o por mi subconsciencia, pero que al tratar de profundizar en ella, se me fuga, o me incordia, o ciega y despierta al mismo tiempo mi lado sensible… Pero es como un apremio constante, un soplo combinado de esperanza y decepción, un reto a mi vida mediante una vivencia desconcertante. Es un gemido disperso, semejante —en el tono, no en la intención—, al «vivo sin vivir en mí», proclamado por la docta Teresa de Ávila en un rapto de amor y un canto a la tristeza, a la pasión y a la felicidad…
Aunque estas extrañas vehemencias de mi pensamiento también me traen un consuelo, una esperanza, porque ellas mismas, en su doble sentido de negatividad y asentimiento, convierten la paradoja en el incentivo que mi subconsciente busca y me produce la idea de que si los seres humanos hubiésemos sido creados para vivir sin la facultad —o la virtud— de la duda, se convertiría nuestra vida en una orfandad estéril.
¿Se puede vivir sin anhelos, sin esperanzas ni ilusiones? Cada fase de la vida requiere unos apoyos, unos apuntalamientos y unas interpretaciones diferentes y efectivas. ¿Cómo aminoraríamos si no nuestro profundo desamparo?