lunes, 29 de septiembre de 2014















A vueltas con Mada 2
Pero Mada no significó para mí solamente el papel de «directora laboral» o de «encargada de la oficina de empleo», dado que ella fue la que me convirtió en periodista, traspasándome su experiencia y con sus sabios consejos, con su dirección intelectual, con la corrección de mis originales y su colocación en diferentes periódicos mexicanos. Una vez en México, Mada me propuso que, mientras me hacía un nombre como escritor, entrara a trabajar en una editorial aunque solo fuese por medio tiempo con el fin de generar algunos ingresos inmediatos, cosa que hice y que, a la larga, se convirtió en mi profesión para el resto de mi vida, tanto por cuenta propia (cuando creé una empresa) o por cuenta ajena (cuando fracasé como empresario), relegando el trabajo de periodista a una una actividad temporal o a una especie de pasatiempo… Ella fue también la que eliminó o intentó eliminar de mi corazón la mala conciencia que había almacenado contra mi padre, pintándolo como un ser sensible, cariñoso, y buen «amante de sus hijos» (claro, esta afirmación habría que comprobarla en otro terreno…) y contándome algunos detalles suyos que solo me producían lástima dado que veo a mi padre como un ser pasado de moda, débil de carácter y fracasado como escritor por culpa de sus numerosos complejos. Mada fue la que me ayudó a despojarme de mi sensación de hijo abandonado y a estar consciente de mi propia valía (a veces me decía con su voz muy femenina al mismo tiempo que profunda: «¡Tú eres más buen mozo que tu padre, y escribes mejor que él y no has pasado por sus mismas tragedias!»). Ella, cuando se fue al exilio acompañada de mi progenitor, tenía 20 años (y yo 6) y con eso y los trastornos propios de la guerra justificaba su falta de sensibilidad hacia los problemas familiares que, aunque fuera indirectamente, estaba creando. Trabajaba como periodista en el periódico La verdad (el mismo órgano donde mi padre era jefe de redacción), estaba aprendiendo ballet y comenzaba a tener cierto éxito como poeta (de ahí su admiración por mi padre que entonces estaba en su mayor apogeo). Durante nuestros numerosos encuentros en los primeros cinco años que vivimos en México, en muchas ocasiones me pidió disculpas por «haber raptado» a mi progenitor.  Y consideraba que ayudarme a mí era una especie de compromiso moral ineludible. Llegó un momento que Angelines comenzó a tener celos de esa dependencia mía de otra mujer por muy madre putativa que fuera…

jueves, 25 de septiembre de 2014














A vueltas con Mada
Hoy, mientras ojeaba un libro bajado de Internet (¿Cómo percibimos la realidad?, de la autora mexicana Miriam Leticia Ruvalcaba), vi que se citaba a Mada Carreño, la segunda esposa de mi padre y mi, digamos, «segunda mamá». La cita consistía en unas palabras de esta autora extraídas de su libro Los diablos sueltos, donde se dice: «Las palabras tienen fuerza mágica, pero todo es relativo. Si no se apoyan en un mínimo de verdad acaban por perder su virtud». Pero no fueron estas palabras en sí lo que llamó mi atención, porque de Mada conozco muchas expresiones y hasta tengo en mi poder un libro suyo con sus frases más profundas, sino que fue la propia figura de ella la que vino a mi mente: fue cuando me puse a pensar de nuevo en el significado tan hondo que esta mujer tuvo en mi vida, y el que pudo haber tenido si yo hubiera decidido seguir escuchándola, pidiéndole consejo, exponiéndole mis planes; pero decidí interrumpir nuestras conversaciones porque para mí acabaron significando demasiado: llegó un momento que no podía moverme ni hacer nada importante sin consultarlo con ella. Fue como un vicio. Mada forma parte de esos personajes significativos que se cruzan en la vida de uno, e influyen poderosamente en tu historia, y moldean tu personalidad y te incitan a tener un concepto diferente de la vida. Y si son escritores, te conviertes en un personaje de ellos, de sus historias, de sus dichos, de sus anécdotas. Son esos seres que aparecen y desaparecen de tu vida como por ensalmo, pero que siempre te dejan huella. Mada, como hace unos pocos días aseguraba, fue una de las tres mujeres que mayor importancia tuvo en mi vida: Angeline, mi mujer, por encima de todo y como una referencia muy superior a las demás; Astrid, que me hizo pensar en aquello tan poético de que «la vida empieza ahora», y Mada, quien pudo ser la que mayor trascendencia dejó en mis conceptos filosóficos, en mis inquietudes, en mis interpretaciones sacramentales, en mis vivencias. 
Cuando Angeline y yo llegamos a México, ella nos recibió, nos esperó en el puerto de Veracruz. Hicimos el viaje hasta la ciudad de México en el auto de ella y nos trasladó directamente al apartamento amueblado que había alquilado para nosotros en la calle Xochicalco, de la colonia Narvarte. Después, con mucha suavidad, con su voz cantarina, sensata, y algo autoritaria, con la inteligencia propia de un ser excepcional, tomó las riendas de mí… En principio lo hizo como una responsabilidad histórica (se sentía responsable por haberme privado de mi padre), pero después derivó hacia el tema de un autor y su personaje. Cinco años después Angeline y yo nos trasladamos a Venezuela y estuvimos una larga temporada sin vernos. Yo me «fugaba» a este país respaldado por un buen contrato, pero la razón principal de mi escapada, era que no quería estar dependiendo moralmente de Mada. Como joven que era, quería ser el responsable de mi destino, decidirlo yo… Y puede que me equivocara, porque unir otro cerebro al mío (y más si se  trataba de un cerebro como el de Mada) podría haber dado grandes resultados… 

domingo, 21 de septiembre de 2014

En tu aniversario
De todos modos, mi encuentro con Angeline y la presencia de ella en mi vida, fue algo así como la gran retribución que me proporcionó el Destino. Significó para mí un gran premio, una concesión excepcional: me sirvió para asentarme, para tener una nueva interpretación de la vida y renovar mis sentimientos, para sentirme amado por encima de todo, y para saber lo que es el amor: eso sobre todo. Y afirmo tal cosa sin un ápice de romanticismo ni literatura «rosa». ¿Qué puedo decir de una mujer que se unió a mí, que lo dejó todo (una vida próspera y convencional, sin problemas filosóficos ni complicaciones metafísicas)  para seguirme, para vivir su vida con un hombre como yo, un tanto inestable, muy quimérico y bastante aventurero? Y que se dedicó a cuidarme, a enseñarme otros caminos, a deleitarme, a acompañarme siempre, a darme su perdón, y trazar su vida a mi lado con esmero, sin echarme nunca nada en cara, con sensata pasión, con un amor superlativo, exclusivo, por encima de todo, que no admitía discusiones ni objeciones externas. Su presencia a mi lado, ¿hasta qué grado compuso mi vida, la formalizó, la dio cuerpo, la realizó, la declaró competente desde el punto de vista moral? Me acostumbré a Angeline de tal manera que ahora, cuando ella me falta, no sé vivir sin ella y la añoro constantemente. Es ella misma, su espíritu sobre mí, quien me impone un esfuerzo para vivir y su presencia en mi corazón o en mi alma o en mí es lo que me sostiene. Yo nunca supuse la trascendencia que podría tener en mi vida, el significado que representaría para mí. Las fotografías que poseo de ella son mi mayor tesoro, y aunque no las separo de mí y las tengo siempre enfrente, las miro a todas horas y, además de embelesarme, todos los días me parecen nuevas. La veo sonreír, con esa sonrisa tan bella que era una de sus características. Me mira con esa mirada suya que aprobaba y nunca me pedía explicaciones, que me daba calma, me bajaba a la tierra o me elevaba a la Luna, según, y que me invitaba sin palabras a aceptar la vida como era. ¡Qué misterio hay en todo esto! ¡Qué misterio tan grande encierra nuestra relación! Primero está el asunto de aquella fotografía de ella que estuvo en mi poder un año antes de conocerla y que cayó en mis manos sin una razón lógica, ni supe que la tenía hasta después de conocerla. Segundo, que yo era de los que decía que de novia nada, que eso ocurriría después de que cumpliera cuarenta años; que no quería complicarme la vida ni echarme encima responsabilidades. Tercero, que ella, siendo bonita y con agradable personalidad, no era mi mujer ideal, mi tipo, mi mujer soñada (tal vez, siendo yo como era, mi tipo de mujer era una más frívola, menos de familia, más alocada, más de cine). Incluso, yo no me creía capaz de albergar un sentimiento como el que ella me produce, incluso o sobre todo ahora, después de muerta. Ahora, cuando no sé qué creer, ella está conmigo permanentemente. La he resucitado para mí, para vivir por ella, y para que ella siga viviendo en mí. (Aproveché que era el cumpleaños de Angeline para dedicarla este blog.)

miércoles, 17 de septiembre de 2014


La Naturaleza nos ha hecho así
Me pregunto si en verdad nos complementamos. Si existe una compensación moral, un tejemaneje de la vida para catalogar los conceptos entre hombres y mujeres o entre mujeres y hombres y combinarlos en el momento oportuno. Es decir, la mujer que convivió durante 40 años conmigo, o sea, la madre de mis seis hijos, o, para hablar con más propiedad, Angelines, mi difunta esposa, me complementaba a mí en aquello de lo que yo, como hombre, carecía: traspasarme algunas gotas de suavidad desde su componente femenino así como la sensibilidad para interpretar el orden, la capacidad de organización y la belleza; los criterios intuitivos y compulsivos ante algunos hechos de la vida; la moderación ante esa obcecación relacionada con determinadas disposiciones «propias del macho» que todos los hombres llevamos dentro; el complejo de superioridad producido por la idea de que poseemos más fuerza física que ellas; algunos criterios mantenidos a duras penas pero confirmados mediante un puñetazo sobre la mesa; los estímulos de afecto paterno que se requieren para sentirnos realizados y entender que los hijos habidos en nuestro matrimonio también son de nosotros, los hombres; asimilar la dulzura como un componente masculino en nuestro trato con la vida y con las personas; asimilar de una vez por todas que la práctica del sexo supone un placer compartido por ambos a partes iguales... y otras especificaciones que sería muy largo de reseñar. Y, en ese caso, ¿yo la complementaría a ella en algunas de sus carencias como mujer? Por ejemplo, sentirse protegida en exceso; aclararle que determinados giros filosóficos y sociales considerados ajenos al criterio de la mujer o carentes de interés para ella, son válidos y ordenan el pensamiento; gritar o encaramarse en una silla cuando se ve a un minúsculo ratón por el piso (es solo un símbolo); no perder el control cuando el nene se cae al suelo y se abre una brecha en la frente; atemperar el sentimiento acerca de que todo es delicado y dulce; masculinizar en cierta dosis el sentido de la belleza y el arte; dejar de considerar que el orden y la limpieza de la casa y los asuntos de cocina solo son cuestiones de la mujer; hacerle aceptar que existen códigos para imponer las leyes y no todo es intuición o corazonada; destruir el mito de que la necesidad sexual es solo debilidad de los hombres, y algunos «mitos» más.
«¡Pero si Angelines no tenía ninguna tara como las que tú mencionas!», me digo indignado conmigo cuando acabo de hacer esta enumeración de defectos atribuidos al género. Bueno, eso habría que verlo, me respondo al instante, y paso a preguntarme —siempre de buena fe— si esa actitud de complementarse es necesaria y útil para el funcionamiento del matrimonio.
Al repasar mi vida con ella sí lo podría confirmar, y, sobre todo, infundírselo a mi cerebro: con Angelines yo, personalmente, me complementaba en una serie de hechos que están fuera de esta reseña. Sobre todo, porque ella cambiaba, atenuaba o corregía mis delirios, me bajaba de las nubes y me convertía en un ser más entregado a la familia; aplacaba mis iras frecuentes, ese deseo de pelearme con todo aquel que se oponía a mis criterios, digo deseos, digo opiniones... ¡Ah! y también me enseñó que no era yo solo en el mundo, que los otros 6.999 millones de personas también existen...


viernes, 12 de septiembre de 2014

Las perfecciones
Es muy difícil, incluso, hasta podría decirse que improcedente, o una lucha ciega e inútil, intentar cambiar la vida propia, administrarla mejor, orientarla por diferentes caminos o encauzarla en otras formas o como se piensa que uno, su personalidad y sus maneras, hubieran debido ser. No se puede ser piadoso cuando se es descreído; ni caritativo si se es duro de corazón; ni ordenado cuando tu método de vida es el desorden. Ni administrar los tiempos o los discursos si se padece diarrea mental; ni atemperar las pasiones solo cuando se retiene uno ante el temor a la justicia, o dominarse a uno mismo si se posee una actitud excesivamente efusiva y apasionada; no se pueden mantener los amores cuando tu aliento es malo y al hablar sueltas toda clase de perdigones, o eres descarado o desconsiderado por naturaleza. Es casi imposible imponerse unas leyes morales cuando no se cree en la humanidad ni se cree en uno mismo, o adoptar una fe cuando tu creencia es nula o difusa. No se puede pensar de manera distinta o de una manera más pura cuando en tu cerebro es tosco y mantiene una burla hacia la Ley. No es posible ser simpático cuando se es antipático de personalidad, o encantar a las personas que nos rodean cuando somos excesivamente reservados y tímidos. Así como tampoco podemos tener una verborrea relevante cuando eres un tartamudo cerebral. ¡Cuántas reformas haríamos con tal de pensar mejor, corregir nuestro desentonación moral o espiritual, tener ideas más brillantes y ser atrayentes…! Y hablo de la gente común, porque los artistas de cine y los políticos aparentan ser de una manera y son, en realidad, de otra, pero ellos viven del fingimiento, de la digresión verbal, de la gratificación económica y física, de los papeles aprendidos. Esa es su profesión. Téngase en cuenta que la mayor parte de los puntos que he tocado se refieren a la gente común, a los que dependen de los cromosomas heredados, de la educación recibida, del interés o no por las cosas de la vida, en sus funciones, en su esplendor, de las circunstancias que se van viviendo o de las que nos han permitido vivir, del conocimiento, de la lectura y el cine que contemplamos y fijamos como modelo, del ambiente donde nos desenvolvemos, y ¡hasta de nuestra apariencia física que tantas limitaciones nos impone…! No es lo mismo ser alto o alta y hermosa o hermoso que ser rechoncho y obcecado… Existen multiplicidad de libros que, en engañosa pretensión, dicen ser formativos y presumen de contener fórmulas mágicas para «perfeccionarnos», y para «convertirnos» en esa persona que nos gustaría ser. ¿Existirán formas de controlar la propia vida, de dirigir la personalidad, de reformar los impulsos, de detener las pasiones? ¡Lo dudo! Se puede ser menos histérico, o menos embustero, o cambiar la dieta para no engordar demasiado. Pero si no eres gracioso por naturaleza, nadie se reirá cuando cuentas un chiste, o pensará que es una simpleza cuando gastes una broma.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Una niñez desarticulada
Cuando se es niño y, más tarde, adolescente, o sea, me refiero a los primeros catorce o quince años de vida, se lo pasa uno entre rabieta y rabieta. ¿Quién nos puede venir a asegurar en ese momento que la vida es bella y deliciosa, que lo que nos espera en el futuro son cientos de aventuras y momentos gratos…? Bueno, me refiero a otra época, cuando a los niños y adolescentes les estaba todo prohibido. Además, en esos días había que estudiar, no dejaban a los chicos intervenir en las conversaciones, y si no sacaban buenas notas te la habías cargado… Claro, había excepciones. Y, además, no soy quién para asegurar tal cosa, porque mi niñez fue poco clásica: cuando terminó la guerra en España tenía siete años y todavía no había comenzado a ir a la escuela. Y cuando terminó ésta, nos fuimos por los tres años siguientes a casa de los abuelos, en el Crucero de Montija, Burgos, y, por lo que a mí respecta, solo oía sermones, «¡eso no se hace!» y «¡niño, estáte quieto!», y «qué pena, con lo listo que es, pero es un trasto»; y me venían con que si me gustaba mucho andar por ahí, entre las vacas, los corderos y las gallinas, que si me metía demasiado en casa de los pasiegos, los criados labradores de mi abuelo, que no eran gentes como para echárselos de amigo porque hay que mantener las distancias… Claro, cómo no me iba a meter en esta casa si me invitaban a comer y se trataba de una comida decente, a base de embutidos, huevos fritos y tocino crudo, que me encantaba, todo sin platos ni tenedores, puesto sobre una torta de pan ácimo, fabricada allí mismo, a la parrilla y algo tostada, y sin mesa ni cubiertos, solo se usaba una navaja y, ya sabes: corta y come; sentados en banquetas bajas alrededor del fogón. Mientras que en mi casa había que esperar que se diera el acción gracias, y después se comían muchas sopas de leche, tortilla francesa, cocidos de garbanzos con carne de conejo, conejo estofado con patatas, conejo asado con patatas. Ya estaba de conejo y de patatas hasta el gorro… Y nadie me hablaba de mi porvenir, de mi futuro, o sobre qué pensaba hacer con mi vida (claro, si me lo hubieran preguntado, no habría sabido qué decir): no les interesaba ni se preocupaban de ello. A los pocos días de llegar al Crucero, mi abuela decidió que fuésemos a Loma, un pueblo cercano, a oír misa. «Seguro que durante los días de la guerra no habéis pisado un iglesia. Así que vamos. Que el niño Jesús os está esperando.» Y yo pensaba: «¿Quién podrá ser ese niño Jesús? ¡Será el hijo de algún familiar o de algunos amigos! ¡O el hijo del alcalde de Loma! ¡A mí no me sonaba ningún Jesús! Hasta ahora nadie me había hablado de él…». A mí tampoco se me ocurría pensar en mi futuro. ¡Qué futuro ni qué nada! ¡Pues buena estaba la situación! Mi padre exiliado en México que no nos mandaba ni una gorda. Mi madre todo el tiempo llorando. Mi abuelo todo el día refunfuñando como si fuésemos una carga indeseada. Mi tía Aurita a veces me miraba y se ponía a llorar, como si yo tuviera la lepra. Aún así, yo no estaba triste. Sabía arreglármelas para divertirme y para resultar gracioso y dicharachero. Las niñas de mi edad, o sea, las paletillas del lugar, estaban enamoradas de mí. Me veían que era un niño casi rubio, con los ojos claros y modales finos, y eso las volvía locas. Pero yo huía de ellas como si me persiguiera el mismo diablo. Claro, hasta que llegó un día que dejé de huir. ¡La Naturaleza es la Naturaleza!

(La foto que aparece en la cabecera, es la casa de los abuelos hoy, que está medio abandonada. En la época de la que hablo, era una belleza…)

viernes, 5 de septiembre de 2014

El día que aparecieron las gallinas
Claro, la vida podría haber aparecido así porque sí, sin ningún plan concebido previamente por alguien con supremos poderes. Podría haber partido de una célula (aunque no sé con seguridad de dónde saldría la tal célula) la cual se desarrolló dentro de un plan biológico «natural», que «estaba ahí», metido en la rutina, esperando a ver qué pasaba. Entonces ésta se ayudó de una partícula loca perteneciente a otra materia: la de la física. O también pudiera ser que la mencionada célula llegara a la Tierra montada en un meteorito cargado con óvulos de diversas hechuras, buscando sus espermatozoides para fertilizarse (y por lo visto, sí los encontró); después aprovecharon una alteración radiactiva —posterior al bing-bang, desde luego— para comenzar la confección de la vida. Y así, cuando todavía no existían los cromosomas, principiaron a combinarse unas células con otras (debió de ser porque experimentaron un placer sexual, porque de lo contrario no se hubieran «unido» y, en ese caso, no hubiera existido la multiplicación de las especies), con el fin de ir creciendo con el paso de los días. Gracias a lo cual se creó un ser con vida que, probablemente, había comenzado en el mar (y cuando asomó su cabeza a la Tierra, que, por cierto, todavía no se llamaba así, miró a los lados y se dijo: «¡Oye, esto está magnífico! Mejor me quedo aquí. Por lo menos no hay tanta humedad como ahí abajo.»). Posiblemente este ser ignoraba que había sido elegido por la Naturaleza para iniciar la evolución (que trabajaría para llegar a crear unos seres con dos «patas» y una nariz –más pronunciada en unos que en otros–, o sea unos individuos un tanto monstruosos que acabaron trabajando en oficinas, haciendo puentes levadizos, alimentándose a base de pizzas y hamburguesas, y apretando su cuello con unas sogas extrañas que llamaron corbatas…). Mucho antes, así como por casualidad, comenzó a fluir agua potable procedente de la lluvia, a lo que siguió el nacimiento de las plantas… (difícil entender tanta armonía y trabajo para llegar a crear unos seres tan atribulados y asediados como nosotros). Pero, así fue: por un lado aparecía el oxígeno para que pudiéramos respirar a pleno pulmón; por otro se diversificaban los seres: estaban las tortugas que asomaban asombradas sus cabezas fuera de sus caparazones, la tarántulas, los calamares con su sangre negra, y otras especies (algunas muy rebuscadas). Antes habían venido los dinosaurios que posteriormente, según las ciencias naturales, fueron exterminados por un meteorito (¡¡menos mal!!) y nos libramos de ellos; después, llegaron los tigres con colmillos afilados al mismo tiempo que las plantas carnívoras, pero todo se fue «civilizando» lentamente. Unos millones de años antes, no sé cuántos, se desarrollaba la gravedad para que pudiéramos poner nuestros pies sobre la tierra y no nos quedáramos flotando en el aire como pánfilos. Hubo otro momento grandioso: fue cuando la Naturaleza comenzó a hacer lo posible para que la biología y los aparatos digestivos se pusieran de acuerdo con el fin de posibilitar la digestión de los alimentos que teníamos a nuestro alcance… ¡Y entonces la clorofila se fue tiñendo de verde y se desarrollaron las diferentes sustancias nutritivas! ¡Bieeeeen! Mientras, el sistema de aguas se domesticaba cada día más y, debido a la presión atmosférica, se regularizaba la circulación del viento, la frecuencia de la lluvia y el vuelo de las aves. Además, se desarrolló el afán instintivo y altruista de algunos insectos para polinizar las plantas y con ello comenzaron a surgir las rosas, las alcachofas, las margaritas… ¡Ah! y llegaron también las transformaciones zoológicas, de forma que muchos de los feroces animales primitivos fueron desapareciendo para para dar entrada a las mansas iguanas y a las gallinas y sus huevos para facilitar la tortilla. Por otro lado, se indujo la necesidad del sueño con el fin de fomentar el descanso, y, agarrándose a propiedades de la física, se produjo la apreciación de los colores (¡que fea hubiera sido la vida si solo la viéramos en tonos grises!). Después fue llegando el llanto y la risa, los sentimientos, los rencores, las guerras, y, lo más importante: llegaron los equipos de fútbol y el atractivo sexual, porque, de lo contrario, la vida no hubiera tenido mucho incentivo… 
Bueno, ya sé que ustedes estarán diciendo que soy una especie de sacrílego imbécil, que me pitorreo de todo y comento con ironía unos detalles tan significativos y necesarios para nuestra vida. Pero, ¿qué quieren? Existen tantas y tantas teorías que es difícil tomárselo en serio. Una vez leí en no sé donde que la formación aleatoria de la vida era más imposible que atribuírsela a un Dios creador. Expresaba dicha crónica que si se juntaran todas las piezas de un automóvil y se elevara uno con ellas a varios kilómetros de altura, y se dejaran caer a barullo con la esperanza de que se formara un vehículo por sí solo, tal cosa nunca podría ocurrir aunque la operación se hiciera cien mil millones de veces… Pues con la creación de la vida pasa lo mismo. 

martes, 2 de septiembre de 2014

Hablando de espíritus…
Pues sí, no me sorprendería que la Tierra, el Universo, todo, fuese gobernado, dirigido, manejado por alguna deidad. De acuerdo con las apariencias, sería lógico. Al menos todo parece indicar que por encima de nuestras cabezas existiera un súper poder que nos exige y nos cuida, nos provee de alimentos materiales y espirituales. Incluso, da la impresión de que fuese ese ser indescriptible quien difunde y mantiene unas leyes que, según parece, están hechas para darnos la vida, para que nos sintamos protegidos o, en algunos casos, amenazados. Hasta hay ocasiones que parece como si el Universo hubiese sido creado exclusivamente para nosotros, para nuestro placer y para nuestra contemplación, para nuestro gozo, para hacernos felices y amenizarnos la vida. Si observamos bien, veremos que existen unos principios vivificantes, protectores de los cuales carece la inmensa mayoría de los otros cuerpos que pueblan el Cosmos. Se podría asegurar que se trata de funciones que no le son propias a otros cuerpos si exceptuamos la Tierra. Fíjense que, apenas salimos unos kilómetros de nuestro planeta, hacia el espacio exterior, tan pronto como nos alejamos de nuestra estratosfera o de nuestra zona «de seguridad», nos encontramos metidos en una inmensa, nociva, inhabitable e inhóspita aunque bella y teatral representación, donde la vida según la concebimos en la Tierra, es inexistente, imposible de llevar a cabo. Solo hay que situar nuestros conocimientos en los planetas más cercanos, y en sus satélites. Inclusive, tomar como ejemplo el Sol, que nos da la vida, pero con sus radiaciones nos podría exterminar si no fuera porque existe un escudo que nos da protección. En fin, en el Cosmos todo es inhóspito, desolador, desapacible, pero, volviendo nuestra mirada a esta esfera llamada Tierra donde vivimos, es donde existe un conjunto de funciones benefactoras que nos permiten la vida, nos proporcionan oxígeno para respirar, mientras nos envuelve una atmósfera apropiada para vivir. Y no solo es el plan atmosférico, también es la gravedad, la existencia de agua, la producción de alimentos animales y vegetales, que contienen los nutrientes necesarios, con sus vitaminas, proteínas, y carbohidratos estimulantes de la vida y de una serie de principios morales necesarios para sentirnos, para vivirnos, y unos principios espirituales como el amor, la caridad, el afecto, la sonrisa, las lágrimas, la pasión, la admiración, y el encanto… ¿No son todos estos nutrientes, biológicos y morales, físicos y espirituales, necesarios para que nos conservemos y, en muchos aspectos, para aliviar nuestras penas? Y es curioso que sea yo, un descreído empecinado, quien describa tal cosa. Cuando me meto en este terreno teológico —que ocurre a cada rato—, veo que desde el punto de vista físico y espiritual estamos atendidos por quien nos ha puesto delante los elementos para que crezcamos física y espiritualmente. El problema es que mi mente, cuando piensa en el tema de un Dios puro, como el que describe la Biblia, inmediatamente se me reproduce la pregunta de cuál puede ser nuestra utilidad, cuál la necesidad que pudiera tener el Creador de nosotros. Y no te quiero decir la reacción que se opera en mi mente cuando escucho decir que, después de la muerte, nos convertiremos en espíritu… Porque de forma inmediata me pregunto: ¿para qué puede servir un ente que solo está formado por gas, o por aire, o por una sustancia transparente inconcreta; que no tiene forma, que es inorgánico y carece de biología, que no trabaja, que no necesita meterse en un cine para solazarse con una película de terror, que no tiene que invitar a su novia a bailar y no come perros calientes, ni pollo con habichuelas, que no va al fútbol y no se desespera porque su equipo pierde, que no siente la felicidad de entrar en una tienda a comprarse un vestido, que no aprecia los colores porque los rayos ultravioletas no operan sobare él? ¡Dios nos coja confesados!, como decía mi abuela.