miércoles, 21 de octubre de 2009


Mujer y hombre al fin…


Antes de decidirme a conversar con ella, nos habíamos cruzado en tres o cuatro ocasiones. El primer día, al vernos, nos miramos y sonreímos; el segundo, yo le dije Buenos días… y ella respondió con unas palabras ininteligibles en voz muy queda; la tercera vez, cuando se encontraba a unos diez pasos de mí, Carla se detuvo, me miró e hizo un ademán como si intentara decirme algo, pero después lo pensó mejor y continuó su camino con la cabeza baja, sin mirar ni sonreír. El cuarto día, al llegar a la rotonda donde yo hacía meditación, la vi mientras practicaba una especie de tai-chí… Ahora no te me escapas, pensé. Me situé a cierta distancia de ella, junto al rompeolas, haciendo que miraba hacia el horizonte lejano donde el mar se mezcla con el cielo, esperando a que acabara sus ejercicios. Tres o cuatro minutos después, ella los dio por terminados: levantó los brazos, los cruzó sobre su frente, e hizo una ligera reverencia al vacío. Después giró con actitud marcial e inició su retirada: espalda recta, abiertas zancadas y amplio balanceo de brazos. Esa fue mi oportunidad. Le salí al paso dirigiéndome en diagonal hacia ella, y la abordé sin más: Hola. Buenos días. Perdone que me cruce en su camino de una manera tan brusca, pero, según veo, usted es una experta en estos ejercicios orientales, y yo apenas me estoy iniciando. ¿Me puede decir qué frutos espirituales se obtienen con esos movimientos rítmicos pero extraños que acaba de hacer?” Se detuvo y me observó con un gesto de desconfianza; después, al contemplar este aspecto algo cándido y bonachón que yo tengo, sonrió y calculó por un breve instante su respuesta. Bueno, espiritual ninguna. El fruto que se obtiene es físico. En el tai-chi todas las articulaciones entran en juego y eso hace que el cuerpo funcione de una forma armoniosa. Claro, indirectamente, lo espiritual, al encontrase el organismo en buenas condiciones físicas, también se armoniza… Aaaaah, acerté a decir anonadado. Yo siempre creí que tanto en el yoga, como en el tai-chí y los demás ejercicios de raíz oriental, se buscaba como resultado principal el equilibrio de la mente y el bienestar del espíritu. Más que lo físico. No, es al contrario…, dijo ella. Aaaah, volví a exclamar en otro momento de inspiración verbal, comportándome igual que un pavisoso desconcertado. Y es que ella sonreía y, de cerca, su sonrisa resultaba tan atractiva y acogedora… Su mirada no tanto: era más bien fría (azul-gris como el acero son sus ojos), y no me llegaba ni muy directa ni muy penetrante, sino más bien apagada y desprovista de significados… Estaba claro que, por el momento, no había correspondencia.

Pero, ¿qué digo? ¿Qué correspondencia puede haber entre dos seres que acaban de conocerse? Además, yo tampoco buscaba nada en especial si exceptuamos esa constante sexual que el señor Freud —para justificar sus propias debilidades— nos asignó a sus congéneres. Ahora, me pregunto, ¿qué fue lo que me atrajo de Carla? ¿Era realmente su atractivo de mujer? Debía de andar por los 60 años y, para su edad —y en comparación con las otras mujeres que acudían a aquel lugar a hacer ejercicio y tratar de bajar unos kilos— sí destacaba. Claro, también pudiera ocurrir que al hambriento, como era mi caso, todo le parecen solomillos… Su cuerpo bien pudiera corresponder con el de una chica de 40 años o menos. Pero de cerca, vista de frente, se apreciaba enseguida su verdadera edad: pecho caído, piel gastada, falta de iluminación en la mirada… Nos fuimos caminando juntos y, mientras, nos comunicamos para conocernos a fondo, explicando nuestras respectivas circunstancias y nuestros mutuos conceptos de la vida (risas nerviosas, desviaciones de la mirada, toses inoportunas…). Y es que ese es, teóricamente, el engranaje, el enlace entre los seres, lo que va formando la vida. ¿Hay afinidad? ¿Hablamos el mismo lenguaje? Nuestro pensamiento, aunque no siempre coincida, ¿está al mismo nivel de entendimiento? ¡Pues perfecto! ¡Adelante! ¿Qué importa que tu seas mujer y yo hombre? ¡Somos dos seres y en nuestros respectivos cerebros hierve el mismo potingue dulce, ácido, amargo, duro, picante, salado, soso, evanescente, mierdero, corrosivo! ¡Ah!, ¿que tu eres casada? ¿Y eso qué, si nosotros no consideramos para nada el género al que pertenecemos…? Además, ya ambos hemos cumplido con la exigencia de la Naturaleza: hemos traído hijos al mundo. Ahora el sexo no es el objeto. ¿Disfrutar? ¡Por favor, ambos tenemos el concepto de que el disfrute de la amistad es superior! El amor ahora, sin intervención de la libídine, es puro, inmaculado, limpio. El agujero negro del cosmos por donde se van nuestros pensamientos se henchirá de placer con nuestras respectivas emociones y con nuestros sentimientos no adulterados… Carla y yo nos fuimos conociendo en los días sucesivos. Nuestros lazos cada vez eran más firmes. Ya no nos limitábamos a pasear juntos cuando «casualmente» nos encontrábamos, sino que al llegar lo primero que hacíamos era buscarnos, ansiosos por desembuchar cuanto teníamos dentro: intimidades, pasiones, desconsuelos, reniegos, creencias y dudas, amor al mar, amor al sol, amor a la vida y a la poesía, y al arte. Allá en el Escambrón la gente nos sonreía, nos saludaba, nos miraba con cierta envidia. Algunos murmuraban… (¿A ti te importa?, me decía ella, ¡Porque a mí no…!)

Sí, parecía que éramos dioses…

Un día que yo le conté la razón por la que mi amistad con otra amiga había terminado, ella me dijo: ¿Y tú crees que ésa es razón suficiente para terminar con una amistad? Con lo que me dio a entender que para ella la amistad tenía un alto significado. Carla tenía esa tendencia propia de las almas buenas: todo lo disculpaba; nunca —o casi nunca— censuraba a nadie. Para ella los seres somos así, con nuestras virtudes y nuestros defectos, y así tenemos que ser aceptados y así debemos aceptar a los demás. Y yo me sentía orgulloso. Hasta llegué a pensar que mi amistad con ella justificaba mi presencia en Puerto Rico. A veces me leía algunos de sus poemas, o me mostraba sus pinturas. Hasta me hacía partícipe de sus sentimientos más íntimos leyéndome bellísimas partes de sus diarios ilustrados. Pero no sé qué paso. De repente todo empezó a declinar a nuestro alrededor. Carla parecía tener más interés en rebobinar la cinta, en convertir algo profundo en algo superficial, en ir borrando las huellas que habíamos dejado marcadas.

Así es la vida, hay que reconocerlo. Al final se vio claro que no éramos dioses: sólo éramos una mujer y un hombre. Con los defectos, la tragedia y las imposiciones convencionales que eso conlleva…

1 comentario:

  1. Hola, Jacinto, ya he podido acceder a tu blog. Me he tenido que crear una cuenta en gmail porque de lo contrario no me dejaba publicar. tranquilamente ya te daré mi opinión sobre algunos de tus textos.

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