miércoles, 30 de octubre de 2013


Así te recuerdo

Nunca me reprochaste nada. Nunca, que yo recuerde, me abordaste con actitudes avinagradas o descompuestas; nunca me echaste algo en cara. Y me pregunto: ¿es que me aceptabas tal como era? ¿Sin fomentar ninguna rebeldía, sin ninguna contrariedad hacia mis desquiciamientos, sin objetar mi personalidad ni mis afanes, sin ponerme pegas? ¿Qué estados de intranquilidad o inconformidad emocional te producía tu convivencia conmigo, con nosotros, con unos hijos no convencionales -y tan sumamente inteligentes- y con un marido como yo, con un pasado plagado de rebeldías, de enconos, de frustraciones; intelectualmente complicado y entregado fervientemente a la evolución del pensamiento? ¿Cuales eran las bases de nuestra unión? ¿Cómo arreglábamos los asuntos donde discordábamos? Cuando yo me enfurecía, recuerdo que me mirabas con esa expresión quieta pero medio felina, de aparente sometimiento, de total mansedumbre, pero también se advertía el afán que se concitaba en tus propósitos y en tu alma, con el mensaje telepático de "Ya nos veremos luego las caras, cuando la fiereza se te haya pasado, cuando vuelvas a ser un personaje civilizado, comprensivo, asequible, mesurado, condescendiente; cuando aprecies mi suavidad y no puedas prescindir de mi ternura, cuando implores mi perdón o te avengas de nuevo a mis modos, cuando no puedas soslayar mi mirada. ¿Piensas que soy sumisa y que con mi condescendencia lo tienes todo ganado, que eres tú el que manda aquí, sin consideración alguna hacia mi persona, mi voluntad y mi pensamiento? ¡Ay, amor, cuán equivocado estás!" 
Y es que tú naciste para entenderte con las personas, para dialogar con ellas, para emplear unos métodos basados en la suavidad, en el comedimiento, en el amor...

domingo, 20 de octubre de 2013


El regreso de Jedeoncito.



Hola Álvaro (y Amparo y amigos contertulios):

(Nota: Me refiero también a los «contertulios» por si te parece conveniente leer este mensaje en la Tertulia dominical. Mi idea es plantear una cuestión filosófica o artística cada vez que escriba —lo que haría con cierta periodicidad. La idea es estar presente ahí de alguna manera. Luego, que me conteste quien quiera…)

¿Cuál sería la forma ideal de transmitirles mi estado de satisfacción en el día de hoy? Pues describiendo mi entorno y las impresiones del momento que estoy viviendo. Como ven, ya estoy aquí, en San Juan, Puerto Rico (Isla verde, Carolina), mi residencia de ahora; es el lugar que más me enfrenta a mí mismo, el que más me acerca a mí, el que me permite verme y sentirme en mí y en el espíritu de mi mujer, que es la mejor aleación para mi vida. 
O sea, me veo como quería verme: estar solo con mi pensamiento, frente a mi computadora, rodeado de mis libros, de las fotografías de Angelines que adornan mi mesa, mis paredes y mi estantería, y esa extraordinaria vista al mar que se aprecia desde los amplios miradores del apartamento donde vivo. Ahí afuera, cerca y de frente, casi al pie de mi ventana, veo un grupo de ornamentales palmeras, y delante de ellas está la playa. A continuación, el misterioso mar —ahora azul-turquesa—, que es como una especie de antídoto para las tribulaciones del alma. Hoy ha hecho un día espléndido pero ya comienza a atardecer: todo afuera se va tiñendo de ese tono dorado que solo se puede apreciar en el Trópico; poco después, todo se irá tornando en un azul-morado —incluso el mar—para pasar un poco más tarde al azul-negro misterioso de la noche (ya saben que por aquí por el trópico los atardeceres son muy cortos). Desde mi mirador vislumbro en la playa a un matrimonio joven con un niño de unos dos años que corretea por la arena y suele caerse de panza, lo que causa su regocijo más escandaloso mientras mueve la arena con sus diminutos brazos en abanico como si quisiera echarse a volar. No hay nadie más. Son las cinco y media de la tarde. Como verán, la escena no puede ser más bucólica. Si no fuera por el movimiento de las olas y las torpes correrías del niño, parecería una fotografía fija o una postal para el recuerdo. 
Esto ocurre 20 días después de haber salido de Valencia, que se han pasado rápido. 
Mi grata permanencia en esa ciudad concluyó en la estación de Joaquín Sorolla, cuando abordé el AVE que me llevaría a Madrid; continuaría con el traslado en taxi desde Atocha al hotel Ibis —cercano al aeropuerto—, donde pasé la noche y, al día siguiente, temprano, debería salir rumbo a Nueva York. 
El avión donde viajo pertenece a la línea de American Airlines (un servicio que hace —en teoría— en nombre o en colaboración con Iberia, pero donde se da la incongruencia de que las aeromozas —americanas— ni tan siquiera saben un español elemental (al menos una de ellas), pues a solicitud mía de que me sirviera un «jugo de naranja», no entendió bien de qué se trataba y tuve que aclararle en mi inglés chapurreado que lo que quería era «one orange juice»). Pero, bueno, anécdotas aparte, tuve la suerte de que me tocara un compañero español muy culto y con altos conocimientos de filosofía; teísta convencido él, para más señas, y defensor convencido de sus creencias mientras me exponía unas ideas y unos argumentos sólidos —y muy convincentes, si me apuran—, lo cual produjo que el viaje resultara ameno y entretenido por el intercambio de reflexiones, dudas y profunda aclaración de conceptos. Así, casi sin darnos cuenta, tras 7 horas, llegamos a NY (recogí mi maleta y una bolsa con los libros comprados en España –unos 12 en edición tradicional, o sea impresos en papel, porque además llevaba otros seis o siete títulos cargados en el sistema digital en el iPad, pero éstos no pesan). Una vez en el aeropuerto de NY me vinieron a buscar mi hijo Dani y mi «norinha» (diminutivo de nuera en portugués) Roberta. Y después, todo se convirtió en unas actividades apretadas y previamente planificadas: durante los cuatro días que permanecí en la ciudad de los rascacielos, los dediqué a las imprescindible visitas a los museos: Moma, Guggenheim, y el inmenso Metropolitan Museum of  Art (al cual se requerirían sucesivas visitas para poder verlo del todo, pero donde tuve la oportunidad de comparar el arte griego y el romano —en las dos primeras salas—, y apreciar que aquel, es decir el arte griego, pese a ser menos extenso, es mucho más sensible, más sensual, más delicado, más expresivo y espiritual si se compara con el romano, tan presuntuoso él además de extenso, y mucho más ambicioso desde el punto de vista material, pero que no pasa de ser una imitación y por eso resulta más frío, más sin vida, y hasta más impersonal, es decir, con menos contenido emocional. En el griego se aprecia una sensibilidad exquisita por minúscula que sea la pieza, una perfección espiritual, un misticismo que el romano no supo captar ni plasmar en sus obras porque los romanos eran más duros y representaban a la fuerza más que al espíritu. En ellos se aprecia la grandilocuencia, la presunción del poderoso, la expresión a a voces de que el suyo es un centro dominador, que es él quien manda, el imperialista, el que sojuzga, el que somete. Se ve claramente que es una imitación pero con altas pretensiones de supremacía y un exceso de vanagloria, pero sin tanto tono místico como el griego. Al menos yo así lo veo. Y bueno, ¿en qué no imitaron los romanos a los griegos?). 
Fuimos una noche a un concierto de jazz; otra, estuvimos en Broadway (cerca de Times Square) para ver una obra musical llamada Chicago. También me llevaron a las imprescindibles cenas en restaurantes señalados (italianos, franceses…). Total, que fueron 4 días bien aprovechados aunque un tanto agotadores.
Y ahora ya estoy aquí, donde quiero estar (aunque me vea obligado a adaptarme de nuevo a esta tierra, porque España, a pesar de las crisis y la inutilidad demostrada tanto por los políticos como por ciertos sectores, es mucha España y cinco meses de estancia ahí es tiempo suficiente para que recalen en uno las costumbres, los alimentos, las amistades, y el fragor de la vida, y que te vuelva a atrapar antes de que te hayas dado cuenta…). Aunque ni yo mismo pueda dar una respuesta clara a qué se debe esta preferencia mía. Tal vez sea porque Puerto Rico era el lugar preferido de mi mujer, el sitio donde la encuentro más a ella, y quien un día, mientras caminaba descalza por una bonita playa denominada El último troly, me manifestó que sentía como si aquel momento fuera el más feliz de su vida. Puede ser también porque aquí me encuentro de forma más frecuente con ella, que su espíritu vive de una forma palpable en mí, y que mantenemos mayor comunicación (aunque todo sea producto de mi imaginación, claro). De cualquier manera, en Puerto Rico vivo más conmigo, me hablo más, estoy más consciente de mí y del misterio que me envuelve (el mismo que nos envuelve a todas y a todos), y me siento con más vocación de ser, es decir, soy más yo que en ningún otro sitio; comprendo mejor el mundo y acepto las cosas con más resignación, y no a regañadientes como me ocurre por aquellos pagos. Pudiera ser también que me estoy convirtiendo en una especie de Rousseau a pequeña escala…
Y sobre todo escribo. Que es lo que quiero hacer y lo que me hace sentir que mi mente permanece en condiciones de pensar y trabajar, lo que a mi edad, es algo muy positivo. Además —claro— de involucrarme intensamente en el misterio y el don de la palabra. 
Saludos y abrazos para todas y todos.