martes, 20 de septiembre de 2016










El sobrecogimiento de la vida
Por más que se insista en negar; por más que algunos científicos se empeñen en ignorarlo o lo atribuyan a una imposible casualidad, el mundo, el universo, la vida de los seres está envuelta en el misterio y parece desarrollarse con un propósito. Esa deslumbrante sintonía entre los elementos que forman el orbe; esa armonía de las piezas, esa solvencia en una convención para producir vida y hacer que la advirtamos, la pensemos, la disfrutemos y que, en muchos casos, la cambiemos o la distraigamos de su función natural, mi mente se niega a admitir que pueda ser un producto casual. En este sector que habitamos nosotros y que denominamos Tierra, pueden surgir algunos contratiempos, varias descalificaciones, pero no es culpa de la Naturaleza, sino del ser humano que, dentro de sus funciones, ha sido dotado de libertad de acción, con algunas dosis de intrepidez y, con ello, hemos ocasionado la polución, el desconcierto estructural, la desertización de los suelos, la modificación de las leyes universales… Pero, aún así, contra viento y marea, nos hemos ido adaptando y creo que la Naturaleza misma se ha ido adaptando a nosotros, soportándonos con con resignación. Estas conclusiones me llevan a pensar que, por encima de nuestras cabezas, sí parece haber una intención, una especie de disposición general, una razón de ser. Ignoro si se trata de la recreación de un dios o de unos seres muy superiores a nosotros porque solo tenemos noción de lo que está a nuestro alcance, de nuestro círculo más inmediato, pero ¿qué habrá después, en esos ámbitos del infinito que ni tan siquiera podemos imaginar? Atribuirlo todo a la acción de un Dios, es una idea que se escapa de mi entendimiento. Yo a Dios no puedo concebirlo ni razonarlo. Pertenece a una dimensión demasiado inmensa que mi cerebro no es capaz de asimilar (y a mí siempre me es urgente buscarle una explicación a todo) y, si se trata de un dios, no logro captar sus motivaciones, ni entiendo sus objetivos, y ni tan siquiera capto la razón de su presencia. Es más, si creyera en él me sentiría sobrecogido porque –como dijo Clarice Lispector– «él es demasiado total para mi tamaño; es un silencio tan enorme que me sobrecoge». 
Porque, dígame: ¿sabrán nuestras neuronas que trabajan para nosotros y que organizan nuestro pensamiento y nuestra acción o actuarán instintivamente, como una acción impulsada porque la Naturaleza así lo tiene dispuesto? ¿Sabe mi corazón que con sus latidos me activa la vida? ¿Sabe mi hígado que cuando limpia mi sangre me está proporcionando la existencia? ¿Conoce a quien sirve y por qué lo hace? ¿Sabe que regula los niveles de mis sustancias químicas y que si no fuera por esa regulación, me sería negada la posibilidad de vivir? ¿Sabe que descompone o asimila las sustancias nocivas que circulan por mi corriente sanguínea? ¿Quién le ha insuflado ese poder, quién le ha dado la orden de que cumpla con semejante misión? Y, sin embargo, dada la complicada formación de todos los elementos que componen nuestro ser así como la sintonía que hay entre unos y otros, es negado que seamos el producto de un milagro. Un milagro no requeriría de tantas piezas ni de la cantidad de estructuras vitales que parecen como «parches» superpuestos para facilitarnos la vida y el funcionamiento general habilitado en una sucesión de dependencias. Pero, nos acogemos a lo que decía Pascal: «El hombre es por igual incapaz de ver la nada de la que surge y el infinito que lo engulle».
Qué incierto es todo y, sin embargo, ¿de donde nos viene ese orden, esa conjunción de elementos que, al profundizar en ellos, hacen que uno no pueda evitar sentirse pletórico y al mismo tiempo aterrado?