miércoles, 29 de diciembre de 2010


Especulaciones sobre la vida


Si lo analizamos bien, con la suficiente serenidad y sin convencionalismos o sin ese complejo vanidoso y cerril de creernos «progres», acabaremos asumiendo que el mundo, la vida, nosotros los seres llamados humanos, nos desarrollamos, esencialmente, sometidos a una doble influencia: una, la que procede del hecho maquinal, de las reacciones instintivas o biológicamente programadas; otra, la que procede de todo aquello que proyectamos en nuestra mente. O sea, por un lado nuestro desarrollo es inconsciente, proveniente del impulso reflejo, o nos viene, tal vez, programado por la propia Naturaleza como una acción afín a su razón de ser: «esto es así y así tiene que ser», nos dice refiriéndose a tantas situaciones fijas e imprescindibles, por ejemplo a nuestro condicionamiento de seres reproductivos, o a los sentimientos de ambición, engreimiento y orgullo…, y hasta cuando tenemos esas necesidades fisiológicas tan perentorias como comer y cagar… («Una rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa…», decía Gertrude Stein, y, claro, es que realmente una rosa es una rosa y no puede dejar de serlo, y ella lo repetía hasta el infinito como una especie de advertencia filosófica irrefutable, dando a entender que no hay que buscarle «tres pies al gato»). Para sostener esta tesis, habría que decir que la vida se desarrolla dentro de un propósito determinado que no ha podido ser entendido ni manipulado por los mortales por más esfuerzos que se han hecho.

Pero, después o antes, está la otra condición relacionada con las confabulaciones y creacionismo de nuestra mente, apoyadas tanto en acciones razonadas como en los desvaríos, y en la determinación de subirnos a este tren o subirnos al otro. Y éste —y, dada mi personalidad, de ninguna manera podía ser otra— es el lado del comportamiento humano que más me atrae porque lo considero el verdadero rector o instigador de nuestras acciones, el que establece las adecuadas o ingratas circunstancias, el que nos convierte en buenas o malas personas, el que nos hace llorar y el que nos hace reír. En pocas palabras: es el que nos convierte en humanos y el que establece la calidad de mi pensamiento. Y, sobre todo, el que me ayuda a escribir y decir auténticas verdades o puras «chorradas»… Es el que introduce mi curiosidad en el misterio, en la duda, y el que pone mi imaginación a mi servicio. Surge, probablemente, del hemisferio derecho (ojo, sin que esto signifique que tenga que ser forzosamente un pensamientos de «derechas»…). En este lado maravilloso de libertades y represiones a un tiempo, exclusivo de los seres humanos y planteadas por ellos, todo tiene cabida: lo misterioso y lo evidente; lo imaginativo y lo cerril; la ficción y el realismo; la verdad y la mentira; el deseo y la renuncia; el odio y el amor… Aquí, en este sector es donde vive la certeza junto a la duda, lo lícito junto a lo ilícito; es donde nos está permitido ejercer nuestra actividad selectiva, y la de dioses creadores, adaptando nuestro mundo a nuestros deseos y a nuestros impulsos. Y fabricando nuestros sueños…

viernes, 24 de diciembre de 2010





Un ferviente deseo de mí para ti de que alcances la máxima paz en tu alma, la conveniente prosperidad en tu bolsillo y la más profunda felicidad en tu corazón. jedeon

domingo, 12 de diciembre de 2010


Más allá de la vida


Una de las sensaciones más concluyentes y que más me afectan en esta etapa de la «edad tardía», es llegar al convencimiento de que los seres humanos, además de desenvolvernos en la incertidumbre e, incluso —aunque no en todos los casos ni en la misma proporción—, en el descontrol, hacemos de nuestra vida una permanente paradoja. Sí, ya sé: antes de continuar escribiendo tendría que aclarar qué entiendo por «paradoja», o sea, más bien qué entiende la Real Academia de la Lengua acerca de este término:

1. Aserción inverosímil o absurda, que se presenta con apariencias de verdadera (sobre todo ésta).

2. Figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que envuelven contradicción.

Pero, otra definición que me llama mucho la atención y que, hasta cierto punto, coincide con mi propia opinión, es la siguiente:

«Se utiliza, generalmente este término para referirse a las contradicciones lógicas que van contra el sentido común y causan confusión».

Y, conste, no me refiero a ese impulso producido por exigencia de intereses que nos incita a traicionar o modificar nuestro pensamiento —lo que, a veces, puede ocurrirnos sin que casi lo advirtamos—, sino debido a que la vida está plagada de circunstancias o imposiciones sociales, a reacciones del subconsciente, y hasta de determinadas claudicaciones morales obligadas por la evolución de la razón, lo cual nos invita a ver las cosas desde un ángulo diferente, o a actuar, a veces, en desacuerdo con nosotros mismos. Estos cambios de opinión, esta falsedad de los juicios, pueden darse tanto en temas religiosos como filosóficos o científicos. Y yo me pregunto: ¿Pero será que la vida tiene unas reglas definidas de comportamiento de las cuales —o de algunas de ellas— nos hemos ido desviando? ¿O que todo el proceso de evolución y desarrollo funciona así, inconscientemente, según vamos viviendo los momentos y mezclando el sí con el no y con el ya veremos?

Y eso que no hay la menor duda de que existen determinadas leyes e imposiciones de la Naturaleza, que son fijas y no es posible desvirtuarlas ni ignorarlas. Por ejemplo, la inclinación «obligada» que tenemos los seres vivos de producir descendencia, lo mismo si son plantas, animales o personas. De lo contrario, ¿para qué hemos sido dotados del deseo sexual? ¿Puede tener otro explicación que el de permanecer y crecer las especies y expandirnos hasta el infinito? Esta tendencia es la principal, desde luego, pero también están —referidas, en este caso, exclusivamente a los seres humanos— la creatividad y el sentido de lo bello; la curiosidad y el deseo de saber; el poder de imaginar y pensar; la facultad de comunicarnos con los demás y traspasarles nuestras ideas y nuestros sentimientos; la capacidad y el deseo de aprender y construir; la memoria y la función de recordar; la facultad de hablar y comunicarnos, sin dejar a un lado las llamadas de la conciencia —que trae tan de cabeza a los científicos y filósofos materialistas porque no la encuentran una explicación—, la creatividad y el llanto… Eso es lo que nos define y nos da «sentido», pero por más allá que vaya nuestro conocimiento, por más que lo intente nuestro afán de saber y descubrir, no podemos traspasar el límite representado por aquello que denominan los budistas el «velo de maya». Ese es el límite del conocimiento. A partir de ahí solo existen elucubraciones disparatadas. La Naturaleza nos ha negado la facultad de penetrar en el conocimiento del mundo trascendente. ¿Ese puede ser una decisión firme con algún propósito?

Aquí no importa que las leyes físicas hablen por sí mismas y nos digan por qué las cosas actúan como lo hacen; no importa que la biología nos exponga sus leyes, o que la genética demuestre sus razones. Eso simplemente nos explica su funcionamiento o las bases de sus estructuras y de ninguna manera eliminan a Dios. Incluso, ese funcionamiento —que es otro de los grandes misterios— está más cerca de la presencia de un Dios que de la nada… y, en el mejor de los casos, no discuten para nada la presencia de un ser creador. ¿Qué sabemos nosotros, en realidad, cuáles son nuestros límites y si en la escala universal somos grandes y poderosos o ínfimos e insignificantes? ¿No hubiera sido estúpido que la Biblia explicara la creación recurriendo a métodos científicos? O sea, que Dios hubiera manifestado a través de la Biblia: «Creé el mundo formando dos moléculas, el DNA, que contiene el código, y el RNA que lo transcribe y reproduce. Antes de esto habilité la Tierra para que fuera capaz de generar las primeras macromoléculas, los ácidos nucleicos y las proteínas; luego creé organismos vivos más y más complejos hasta que, mediante la evolución, logré la aparición del ser humano… Los seres humanos no lo hubieran entendido bien, o con más dificultades que manifestándoles que dije: Hágase la luz… ».

¿Podría ser ésta la representación de una paradoja o se puede considerar como una verdad irrefutable…?

domingo, 5 de diciembre de 2010



Las creencias…


Según llego a mi apartamento ayer por la noche, me encuentro que mi vecina está colocando en su puerta un adorno navideño, consistente en una especie de corona hecha con papel aluminio de color verde. Y yo, a modo de saludo, le digo de una forma maquinal, «¡Qué bonito! ¿Ya se está preparando para la navidad?», «Sí —me dice—. Y usted ¿no piensa poner ningún adorno?». «Pues, ¿qué quiere que le diga? A mí no me gustan mucho estas cosas. Y menos ahora que vivo solo… Además, ¿usted cree que ese dios antropomorfo al que rinde culto, se sentirá complacido porque coloque una corona artificial en su puerta?». «Sí, yo lo siento así. Esto es una señal de júbilo por habernos enviado a su hijo para redimirnos del pecado…» «¿De qué hijo y qué pecado me habla», le digo yo poniendo una expresión de sorpresa exagerada. «Pues de Cristo y del pecado original cometido por Adán y Eva…». «¿Y qué tiene que ver con nosotros que aquellos dos seres, casi-monos o monos más que humanos —sin capacidad de discernimiento entre el bien y el mal—, se comieran una manzana sin el consentimiento de dios, que, entre nosotros, yo lo veo como una desobediencia leve, casi pueril, una travesura de carácter venial que no justifica que fuesen castigados (no solo ellos, sino la humanidad entera) con tanta severidad…? ¿Para qué los creó dios, entonces? ¿Para después ponerles una trampa?» «¡Huy! No lo vea así, con ese pensamiento tan crítico. A Dios no hay que pedirle cuentas de nada. Él sabe lo que hace y por qué lo hace… Y tampoco debe llamar monos a Adán y Eva, porque son nuestros primeros padres…» «Bueno, ya veo que usted no está muy al tanto de los últimos descubrimientos científicos. Acaban de presentar a una especie de mona peluda que dicen que es Lucy, la verdadera Eva, nuestra amorosa primera mamá…». «Yo no creo en esas cosas. A mí me han enseñado que nuestra primera madre fue Eva, una mujer como yo, y eso es lo que creo. Lo dice la Biblia, además, y la Biblia fue escrita por Dios –iluminó a los que la escribieron– para fijarnos el comportamiento…».

(Para fijarnos el comportamiento… O sea, esta señora cree que nuestro comportamiento es como es porque nos lo exige dios; ella no cree que exista una moral natural, o una ética, ni unas obligaciones hacia nuestro prójimo; todo ello solo obedece a una exigencia de dios. ¿Y por qué dios no nos hizo con el comportamiento incluido, me pregunto? Así se hubieran ahorrado muchos problemas). ¿Como está formada la mente de estas personas que son incapaces —en apariencia— de dudar ni un ápice, pero que evidencian la no utilización de su razonamiento ni su capacidad de discernir? ¿Será que no tienen desarrollada la facultad de pensar o que la mantienen sofocada? ¡Qué fácil es para ellos determinar la composición de la vida…!

¿O seré yo el equivocado? Tal vez todo lo que nos envuelve, en general, sea un error; tal vez la civilización, su composición filosófica, el progreso, el comportamiento, debiera haberse detenido en el límite de las creencias (en este lado del Velo de Maya). Posiblemente, la libertad plena solo sea una entelequia, una ilusión, un afán teórico, una deformación mental, algo que no puede existir en la práctica. ¿O será que no somos capaces de absorberla, desarrollarla, imponérnosla y mantenerla…?

Por otra parte, si alguien tiene una creencia religiosa firme, lo mismo que otra certeza filosófica —o un ideal social o político—, al abrazar con convencimiento cualquiera de estas doctrinas —y si las siente de verdad—, le exigen una actitud, una ética, un sometimiento moral y una forma determinada de proceder. En ese caso, me pregunto, ¿cumplirán estas personas en todo momento conforme a su fe o es sólo un simple paripé, un fingimiento? ¿Y cómo será la vida íntima para ellos? ¿También ahí, cuando nadie los ve, actúan conforme a sus creencias y según los preceptos que ésta les impone?


Fotografía reproducida del Museo de la Evolución Humana, de Burgos, España