sábado, 24 de octubre de 2009




Vicisitudes de un aspirante a escritor

Veamos —me cuestiono un día 24 de octubre de 2009, a las 3 de la mañana, mientras padezco una demoledora crisis de identidad y un dolor en la mano izquierda (me partí la muñeca tras una caída) que no me deja dormir—, aclarémoslo de una puñetera vez: ¿Soy escritor o no lo soy? ¿Pertenezco a esa secta de individuos extraños que lo miran todo con el mismo espíritu con que un científico observa el movimiento de las bacterias o las particularidades de las partículas elementales? ¿Poseo las condiciones requeridas, es decir, creatividad, imaginación, soltura, conocimiento, espíritu de sacrificio, deseo ferviente de contar una historia, personalidad, instinto, inteligencia, ambición, desdén por la vida convencional, cierto sentimiento de superioridad sobre el resto de los mortales, afán de construir el mundo a mi manera…? ¡Ah! y algo de primerísima importancia: ¿es posible abrirse camino y llegar a ser leido y, por lo tanto, que los editores sientan el suficiente interés por mis escritos como para arriesgarse a publicarlos, sólo cubriendo —aún con creces— los tres requisitos fundamentales, que son escribir bien, tener la inclinación a descomponer y volver a reconstruir la vida y saber contar las historias de una manera bella y original? ¡No! Sé que estos requisitos, aún siendo imprescindible, no son decisorios. Y presumo de tal conocimiento por la autoridad que me da el hecho de haberme pasado la vida trabajando en el negocio editorial, y, además, ejercer esta profesión en cuatro países de dos continentes, lo cual me permite conocer la extraña composición mental del editor, siempre anteponiendo sus intereses económicos a la obra literaria… Claro, al asegurar tal cosa, no trato de desilusionar a los principiantes: siempre les queda alguna puerta adonde llamar (si son jóvenes, claro), pero a mí, ahora, a mis 77 años, la verdad es que no me preocupa demasiado que me publiquen. Eso no me quita el sueño. Para mí, el ejercicio de escribir, siendo casi una terapia, no pertenece a los editores —no sé si afirmo tal cosa tratando de buscar un consuelo— o a que un editor viole sus materialistas principios deslumbrado ante la calidad de mis trabajos. Lo que me quita el sueño es la incógnita de si soy capaz de hallar lo que en verdad se esconde en las entrañas de la literatura y en el afán de escribir.
Puedo asegurar que no soy un improvisado: apenas aprendí a garabatear dos letras, comencé a escribir como un obsesionado, y desde entonces no ha habido quien me pare: diarios personales, cuentos nunca publicados, ilustrados con dibujos propios, poesías, cartas de amor y desamor, o solicitudes de empleo, opiniones y quejas en "cartas al director", y muchos artículos de prensa… Esta inquietud mía por utilizar las palabras, por envolverme en la letra escrita, nació en España cuando ocurría una guerra. En aquel entonces yo solo tenía cinco años, pero esa desgraciada guerra me abrió el entendimiento y me dio un aldabonazo para que mi escritura se volviera queja, porque aquella contienda destruyó a mi familia: mi padre, al exilio; mi madre con el corazón roto porque mi padre no se fue al exilio solo, sino con su secretaria; mis dos hermanas y yo internos en colegios de caridad. Utilicé el periodismo como desahogo y siempre fue mi lado más fuerte: contar lo que veían mis ojos o lo que sentía mi corazón, me chiflaba y se convirtió en una especie de necesidad emocional. Si no escribía, para no morirme, contaba mis historias a los amigos o denunciaba verbalmente todas las injusticias que acontecían hasta donde alcanzaba mi vista. Pero, además de todo, lo de escribir lo llevo en mis venas: mi padre fue poeta, periodista y escritor. Y mi abuelo también. Ambos nacieron en Burgos. Igual que yo.

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