miércoles, 30 de septiembre de 2009



El mundo es así


No caeré en el error de considerar que las numerosas teorías expuestas por la ciencia o que las especulaciones de la metafísica —la mecánica cuántica, la irrealidad de lo real, la materia-universo, la partículas y su extraño comportamiento, el improbable determinismo, la superposición de varios mundos, uno dentro del otro o en sucesión, la proyección de la luz en ondas o en corpúsculos así como su inmensa velocidad, la probabilidad de que nada sea como yo creo que es, las influencias de los espíritus, etc…— no van más allá de absurdas fantasías sin una significación determinante sobre la vida humana, animal y vegetal. No. De ninguna manera. Me hago cargo con toda honestidad de la validez y la importancia para la evolución cultural y, posiblemente, física de todas las teorías así como las propuestas —falsas o ciertas— que proliferan por el mundo, y de la enorme repercusión cultural que constituye el hecho de investigar la composición básica del ser, su origen y su destino, y estar consciente de aquella dualidad espiritual y física que nos hace respirar sin que nos lo propongamos, posibilitando la vida mediante la voluntad de que la sangre circule por nuestras venas y que nuestro corazón palpite sin descanso, concediéndonos la capacidad de ver, oír, gustar y tocar, y la facultad de pensar… Pero, oiga, por favor, no olvide que soy un ser humano, y estoy aquí, en este planeta, y aquí vivo y me deleito haciendo el amor, o comiendo una paella, o rodeado de mis familiares y amigos, o contemplando una puesta de sol o una montaña nevada, y considero que esa composición orgánica e inorgánica de la vida, esa actuación sorprendente de las moléculas, ese estar al mismo tiempo en todas partes y en ninguna de las partículas elementales que forman la materia y constituyen las bases de nuestro ser, funcionan como funcionan porque tienen el propósito final de que ambos, usted y yo, veamos las cosas como las vemos y las percibamos, y nos embelesemos con ellas sintiendo el placer de vivir a pesar de las trapisondas que nos suele deparar la vida. Es decir, me sustento en no ser el producto, portentoso y anodino a un tiempo, pero inútil, de un medio aleatorio y absurdo que me ha vomitado porque le sobraba en su estómago, sino que me siento obligado a considerar —ya que mis congéneres y yo somos los únicos con capacidad para hacerlo— que ese mundo maravilloso, todo él, tiene como objetivo final crearnos a usted y a mí, y lo ha hecho con el fin de que nosotros lo conquistemos y nos diluyamos en él, y lo reconozcamos, y lo disfrutemos, y para que nos sintamos bien acogidos nos ha obsequiado con el perfume de las flores, el portentoso azul del cielo, la magnitud de un árbol, el extraordinario sabor de una guayaba, la magnificencia del mar, la percepción de los colores o la facultad de captar la dulzura de una sonrisa. Y no me atrae para nada, no siento ningún interés en mirar por el microscopio de la ciencia para comprobar si mi conciencia, mi corazón y mis emociones, mi amor a la música, o el deleite que me produce comerme un helado de chocolate procede de los cuantum o proviene de un plan situado muy por encima de nuestras cabezas. No soporto ser una pieza más dentro del inmenso rompecabezas que no tendría sentido, y que sería maravilloso pero singularmente frío y desprovisto de propósitos, en el que se pretende convertir la vida. El camino de la felicidad no está por ahí. La vida, el amor, los sentimientos se encuentran en esa montaña, en ese mar azul, en ese bosque verde que contemplan mis ojos, en esos árboles que mudan su vestido en otoño, en mis semejantes que me aman y yo los amo, porque ahí habitamos nosotros, los humanos, protegidos por el sol y el viento, convertidos en seres perceptivos, deslumbrados por las estrellas. Y orgullosos de nuestros hijos y nuestros nietos, porque ellos portan nuestros genes y de alguna manera nos hacen eternos…

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