lunes, 28 de abril de 2014

Escritor de sí mismo
¡Escribir, escribir, escribir…! Pasarme la vida escribiendo. ¿Ese será mi elixir de vida durante los días de mis últimos afanes? Porque parece que esas jornadas que me las paso sin escribir –bien por falta de inspiración, o por un compromiso social, o que ese día (por ejemplo, hoy, lunes) me levanto de la cama poco dispuesto y me dedico a la contemplación o a deambular por mi apartamento sin un propósito fijo– es como si se me viniera el mundo abajo. Pero, ¿qué busco en el escribir? ¿Y a qué vendrá tanta angustia, o esa sensación de traicionarme el día que no lo hago? Será que cuando escribo, mi único, mi mayor compromiso se realiza conmigo mismo, con mi ego, con mi persona. En realidad se podría decir que me dirijo a mí, bien para intentar descubrirme mis propios delirios o para encontrarme y tratar de dilucidar en cierta medida las cosas que más me afectan, o analizar los temas que me preocupan y que siempre me salen al paso. Y no quiero decir con esto que descubra nada definitivo, pero sí, después de haber escrito cualquier severidad filosófica, me encuentro como si acabara de salir de la clínica del psiquiatra o del psicoanalista. En principio, obtengo la sensación de que mi mente sigue viva y con buen funcionamiento, y que he perfilado en alguna medida ciertas cosas de este mundo. Y respecto a mí, pienso que me he convertido en mejor persona, más consciente, más amoroso, más amplio de sentimientos. ¿Por qué será que al final de la vida vas descubriendo unas inclinaciones o unas virtudes de las que careciste cuando joven? Yo, a veces, pienso en mi versión del pasado y me veo como un ser un tanto desorientado… Muy activo, sí, y muy apreciado en mi trabajo por mi acción de colaborador efectivo, pero dando palos de ciego y considerando siempre que llegaría lejos en mis propósitos aunque no sabiendo bien cuáles eran. Aunque si esos deseos de hacer cosas y abrir camino para los demás, los hacía bien, sostenía cierta inseguridad respecto las ventajas espirituales que me proporcionaban. Y ahora, al final de mi vida, ¿habré descubierto la piedra filosofal? No tanto, pero sí me acerco a un sentimiento de vida y de mis estructuras espirituales mejor compensadas y saneadas. Si hoy tuviera por delante otra vida y tuviera que decidirla recordando la anterior, lo haría de otra forma. Mantendría algunas inamovibles, como mi unión a Angelines (no me comprendo amando a otra, solo a ella) y a los mismos hijos (a los que no cambiaría por nada), pero determinaría otros caminos. Que serían los que siempre he idealizado. Pero esta vez los buscaría, trataría de hacerlos realidad con más afán que antes. (La fotografía que encabeza este texto es de un niño hijo de unos amigos de mi nieta que asistieron al cumpleaños –el primero– de mi bisnieta Ágata. Cuando le vi pensativo sentado bajo esa farola mirando como los otros niños jugaban pero sin intervenir él, me recordó a mí en mi época de niño. Yo siempre era un poco distante… Por esa razón le tomé esta fotografía y la inserté aquí.)

martes, 22 de abril de 2014

Confesiones (4ª y última parte)
Recuerdo también el regreso, al día siguiente, cuando pasamos por el exuberante parque de El Guatopo, con los amarillos intensos de los araguaneyes en flor, los pájaros volando a ras de tierra, delante del coche, los helechos gigantes, más verdes, más asombrosos después de la lluvia, la frondosa vegetación, los luminosos flamboyanes, que tal parecía que estuviéramos cruzando por el paraíso terrenal… Íbamos despacio y nos deteníamos de cuando en cuando para contemplar el paisaje, y yo no me cansaba de admirar tu expresión extasiada, con tus ojos llenos de lágrimas por la intensa emoción que te infundían estas visiones casi sobrenaturales… Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti: tu capacidad para sentir intensamente la vida y la belleza.     
Desde luego, algo tenías: una fuerza interior, una proyección personal, una ingenuidad y una fragilidad física —solo aparente—, que hacía que nadie, ni tan siquiera la naturaleza, fuera capaz de herirte o de hacerte daño.
Puede que mis pensamientos difieran entre sí; es posible que choquen, que presenten contradicción, que se conviertan en antagonistas, pero no puedo evitar las dudas acerca de si en nuestro primer encuentro y posterior unión existieron alientos de trascendencia, de seres de otros mundos empeñados en convertirnos en socios amorosos de la misma gestión. Cuanto más analizo el proceso que seguimos, más convencido estoy de que tuvo que intervenir una deidad llámese como se llame y proceda de donde proceda. Al analizar nuestra relación ahora, en este momento, siento un estado de excitación, y no puedo evitar considerar que existió una fuerza externa, un ente poderoso, o sea, como si alguien ajeno a mí decidiera nuestra fusión, rimara nuestros objetivos y los sentimientos que pondríamos en ello. Por ejemplo, se puede ver con facilidad que en nuestro enlace sucedieron varios hechos significativos. Tenemos el viaje en aquel tren de Medina donde se verificó mi encuentro con Félix gracias a la cual nació nuestra relación. Percibo que éste fue un acto dispuesto por una deidad. Los dos salimos de aquel pueblo expulsados por nuestros respectivos padres (debido a nuestro mal comportamiento), pero en mi caso, era la  segunda vez que, en pocos días, me mandaban para afuera. De haber prosperado la primera ocasión, jamás me hubiera encontrado con Félix y nuestro enlace no se hubiera efectuado nunca, porque, como ya digo, de aquella amistad casual, surgió mi relación contigo. Pero siguió toda una serie de hechos inexplicables que son ampliamente expuestos en esta novela. 
Reproduzcamos tan importante momento, abramos nuestros respectivos cofres de la razón en relación con aquel instante cuando se cruzaron por primera vez nuestras miradas y nuestros corazones latieron por un momento impulsados por un recíproco sentimiento…  ¿Fuimos nosotros los que lo provocamos o fueron los dioses del Olimpo? Porque, debo decirte, cuando mi interés se posó sobre ti, mi cercanía espiritual no se efectuó como una acción premeditada, sino que surgió de un enigmático centro de control llamado subconsciente. Aunque me agrada la adorable relación, te lo aseguro: no fue algo determinado por mí. Provino de un impulso interior indescriptible. Yo solo pulsé las teclas de mi ordenador interior, pero las órdenes, los propósitos, la permanencia, accedieron a mí desde bases de control más interna. Quiero decir que nada de esto estuvo bajo mis capacidades de decisión… Parece como alguien decidió que tú fueras para mí, y yo fuera para ti y no hubiésemos sido nosotros quienes lo determinaron. 
Tengo la sensación de que nuestra unión estaba decidida por encima de nosotros mismos.
Porque el albur, la casualidad, no puede convertirse en un hecho creativo de tal trascendencia. 
¿Seremos las piezas de un ajedrez universal?

viernes, 18 de abril de 2014

Confesiones (3º parte)
Porque no voy a negar mi complacencia de haber estado contigo en la cama, y haber sentido tus caricias al tiempo que me deleitaba con tus gestos de pasión y felicidad, y recrearme ante tus sensaciones de gozo… Pero no solamente era eso. El verdadero placer que tú me traías, la auténtica satisfacción, era el hecho de compartir mi vida contigo y desarrollarla en las dulces abluciones de nuestros diálogos, de nuestras aventuras, o en la dimensión envolvente del entendimiento y en la unión de nuestras almas, y alimentarnos de expresiones sobre nosotros y sobre nuestra conducta en relación con la vida, sobre los hijos y los sentimientos que nos despertaban, así como me embelesaba al contemplar tu dedicación a la familia, tu enorme respeto por cada uno de nosotros y por nuestro pensamiento. Me encantaba tu temperamento, tu propósito de que a tu lado nos sintiéramos felices. Simplemente me proporcionabas un gran disfrute cuando te veía dialogar con tus amigas (en aquellos momentos hasta me parecías otra mujer, no la misma que yo trataba a diario); a veces hasta me daba envidia ver como te expresabas ante ellas, con tanta espontaneidad y simpatía, y me encantaba escuchar tus risas y los jocosos comentarios que les hacías acerca de mis peculiaridades y mis frecuentes despistes, así como del inmenso amor que me tenías…
«En la vida no se puede obtener todo lo que se desea», te oía decirles. «Solo hay que saber aceptar y, en lo posible, agrandar lo que se te está ofreciendo y sacarle el mayor partido. Y entregarte con toda tu alma a aquello que se ama de verdad…».
Y te admiraba en la medida que me lo consentía esa pedantería que sufría de intelectual difuso y plagado de exigencias y confusiones filosóficas. Me agradaba ese temperamento doméstico-práctico tuyo, que era el mismo que aplicabas a la vida y lo hacías sin aspavientos, con naturalidad, así como tu comportamiento ante las contrariedades, y tus «sueños realizables» que siempre los llevabas adelante con firmeza y con ilusión.
A veces miro nuestras fotografías de cuando ambos teníamos 12 años y no nos conocíamos aún. Y me digo: ¿Cómo el destino se las arreglará para unir a dos personas que viven ajenas la una a la otra y que unos años después se conocen, se enamoran y crean otro mundo a partir de ellos? ¿Estará previsto todo? ¿Estará escrito en alguna parte? ¿O será el mero azar, el albur, la suerte o la contrariedad que tanto influyen en nosotros y en el grado de desarrollo de nuestras vidas? 
En realidad, con tu forma de pensar, con tu forma de ser, estabas haciendo una clara alusión a lo que han de ser los métodos apropiados para el perfecto funcionamiento del mundo: amor, ternura, mesura, compasión, entrega, bondad, emoción ante la belleza, embeleso ante las flores y el paisaje, lealtad y compromiso… 
Recuerdo un día, cuando vivía en Valencia, que no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos los dos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio medio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia.

lunes, 14 de abril de 2014

Confesiones, 2ª parte
Y refiriéndome a ti, pienso: ¿eras así en verdad, como yo te contemplo ahora, o te estoy convirtiendo en una diosa-mujer imaginada, convenida a mis anhelos? Es decir, ¿estoy componiendo unas disposiciones tuyas que concuerden con mis deseos más que como fueron en la realidad? Tal vez, asociándome con Kafka, debería asegurar que para escribir sobre la amada, tienes que distanciarte de ella, y así deshacerte de inclinaciones artificiales y domar los fervores amorosos que influyan en tu discurso. 
De cualquier manera, ahora, al meditar sobre nuestra relación, me consterno, me reprocho, me maldigo: ¿Cómo es posible que nunca te dijera «Me encanta tu forma de ser, tu personalidad afable, esa vida interior delicada y conciliadora que se aprecia en tus modos...»? 
¿Viviste para nosotros y por nosotros? ¿En verdad, concordábamos con tus metas? A veces te veías silenciosa, concentrada en tu trabajo, envuelta en el hermetismo de tu vida interior... ¿Forzabas a tu ser con tus silencios o te gustabas así, tal como eras? Pero, dime, ¿a quién pertenecías? ¿De dónde provenía tu dulzura? ¿Quién o qué te impulsó a formar parte de mí y tratar de domesticar mis delirios, mis angustias y mis sueños surrealistas? ¿Quién me obsequió tan inmerecido premio?
Nuestra unión hubiese resultado perfecta si yo, tonto de mí, hubiese reparado más intensamente en ti; si a mí mismo me hubiese otorgado menos valor, y a ti te hubiera dado uno más elevado y más justo, tal como te merecías. 
Será como dice Álvaro: «No me di perfecta cuenta de la mujer que tenía delante». 
Pero, ¿por qué tanto desacierto? ¿Por qué la vida presente no se nos manifiesta con absoluta claridad, o nos es más advertida, más conjugada espiritualmente con los momentos que se viven? No hay duda de que, dentro de los múltiples deleites que nos proporcionó el Constructor de nuestro mundo, llámese Naturaleza, o se trate de una Deidad indescriptible, también nos «obsequió» con infinidad de tretas, de cuestionamientos, de misterios impenetrables e insólitos, algunos de carácter dañino para el alma, y de innumerables inclinaciones hacia anhelos falsos, hacia sueños irrealizables.
Aunque, vayamos al grano, y seamos como hemos de ser o como debiéramos, o como nos exigen las leyes universales sometiéndonos al simple y riguroso funcionamiento biológico y físico de la vida: ¿qué relación tienen los sentimientos y la existencia? ¿Son aquellos necesarios para que se efectúe ésta, es decir, para que ésta evolucione? ¿No son precisamente los sentimientos los que más nos perturban? ¿No debiéramos ser como propuso Rousseau, más decantados hacia la especie animal y menos seres, o sea, menos seres pensantes y atribulados? 
Dejamos bien claro que nosotros, es decir, tú y yo, cumplimos con creces nuestro compromiso de procrear, de traer descendientes al mundo tal y como parece exigir la Vida. Entonces, ¿qué pretendemos con estos miramientos incriminatorios y desmoralizantes, y, hasta cierto punto, absurdos? ¿A santo de qué hemos de agobiarnos por las exigencias de nuestro espíritu o de nuestra alma, o de nuestro subconsciente, y permitir que las pasiones agiten nuestro mundo cuando el comportamiento de nuestro ser no parece tener un destino, un aprovechamiento o una aplicación determinada o relativa a la composición universal?
Pero yo no puedo ni debo clamar contra semejantes movimientos lúdicos considerando que soy el primero en adherirme a ellos y hago lo posible por sostenerlos de forma permanente en mi corazón, ya que tanta enjundia le dan a mi vida al mismo tiempo que permiten recrearme en mí mismo y felicitarme de poseer un tono sensible de alto calibre convertido en signo de amor.

viernes, 11 de abril de 2014


Confesiones (1)
Creo que hoy, 14 aniversario del fallecimiento de Angy, reproducir este texto es lo más apropiado: Se trata del tercer capítulo de Orquitis, que fue el que escribí durante los días de Valencia. Aquí va la primera parte (estará dividido en 4 partes):

3/Confesiones
Nunca, amor, nunca me reprochaste nada. Por más que trato de recordar, nunca te veo saliéndome al paso con modos avinagrados o con exigencias de naturaleza airada; jamás me echaste en cara una acción indigna mía. Eso hace que me pregunte: ¿es que me aceptabas así, tal como soy? ¿Asumías que todos tenemos defectos intrincados difíciles de curar? ¿Eras así, sin mostrar ninguna rebeldía, sin ninguna contrariedad hacia mis desquiciamientos, sin una queja de mí, sin objetar mi personalidad ni mis afanes, sin ponerme pegas? Dime, con la mano en el corazón: ¿qué estados de intranquilidad o desconformidad íntima o psicológica te reprimiste durante tu convivencia conmigo, o con nosotros, con esos hijos tuyos en lo absoluto convencionales –altamente inteligentes y, por lo cual, un tanto complicados– y con un marido como yo, con un pasado plagado de rebeldías, de frustraciones, de enconos, de acciones inconformistas, de búsquedas afanosas de sí mismo, de inquietudes aventureras; con un intelecto enrevesado y herido por tantos y tantos desaires paternos —que todo hay que decirlo—, y con un cerebro abarcador pero en ocasiones incoherente; un tanto desperdigado, si se quiere, aunque afanosamente entregado al estímulo y dominio del pensamiento siempre atento a la evolución de la ciencia? 
¿Cuales eran las bases de nuestra unión? ¿Cómo arreglábamos los asuntos donde discordábamos? Cuando yo me enfurecía, recuerdo que me mirabas con esa expresión tan tuya, quieta pero casi felina, de aparente sometimiento, de fingida mansedumbre, aunque también se advertía el afán que se concitaba en tus propósitos y en tu alma, con el mensaje telepático de «Más tarde nos veremos las caras, cuando la fiereza se te haya pasado, cuando vuelvas a ser un personaje civilizado, asequible, mesurado,  comprensivo, condescendiente tal y como me agradas; cuando aprecies de nuevo mi suavidad y no puedas prescindir de mi ternura; cuando implores mi perdón y te avengas a mis modos; cuando no puedas soslayar mi mirada. ¿Piensas que soy sumisa y que con mi condescendencia lo tienes todo ganado; que eres tú quien manda aquí, sin consideración hacia mi persona, o hacia mi voluntad y mi pensamiento? ¡Ay, amor, cuán equivocado estás!».
Y es que tú naciste para hacerte entender utilizando otros modos diferentes de los míos, para dialogar con mesura, para comprender, para usar unos métodos razonados, basados en la suavidad, en el comedimiento, en el amor...
Cuando tú y yo nos casamos éramos como dos niños inexpertos que esperaban obtener del matrimonio un sentido de sí-mismos superior, independiente, propio. Quizás esperábamos algo más de lo que éste podía ofrecer, pero, no obstante, la permanencia de una vida juntos, la procreación de seis hijos, las preocupaciones por nuestro futuro y el de ellos, el conocimiento mutuo de nosotros mismos, de forma recíproca, era más que suficiente para encontrar un sentido a la convivencia…

jueves, 10 de abril de 2014

Chasquear los dedos
Lo que impera en el Universo es la fuerza física, es decir, la gravedad, el electromagnetismo, la energía, el átomo y su desintegración, los blosones, la velocidad de la luz, etc. Añadido a esta fuerza física, en determinados cuerpos localizados, como la Tierra, impera la Biología. Estas dos fuerzas contenidas en el Universo son las que producen y ocasionan nuestra vida, la de las plantas, la de los animales y las de nuestro mundo todo. O sea, podemos decir que nosotros vivimos gracias a ella. Ante tal magnitud, tal energía, ante la composición producida por estas fuerzas, no hay Biblia que nos explique, ni catecismos de Ripalda, ni  vírgenes milagrosas o resurrección de muertos; no, no hay Adanes ni Evas, ni Arcas de Noe, ni Santos Job, ni ballenas que se meriendan a un ciudadano y éste sale de sus entrañas vivo. La Ciencia, los átomos, el electromagnetismo, la biología, la física cuántica, la velocidad de la luz son demasiado imponentes, y tan necesarios para la vida, que no se pueden explicar con la Biblia en la mano, o tratar de apoyarse en historias tan pueriles como  «¡Hágase la luz!», a base de chasquear los dedos, o la de aquel Abraham que intentaba sacrificar a su hijo Isaac para contentar a  Dios exigente, para mostrar su obediencia. Es como contarle a un niño el cuento de Blancanieves y tratar de que se lo crea como un fundamento de la existencia… No voy a negar que toda esta composición física, química y biológica que nos da la vida tiene su misterio, su inexplicable sentido, y genera sus dudas acerca de su procedencia y razón. Estamos conscientes, lo vemos, lo palpamos y lo disfrutamos, nos admiramos de que haya tanta armonía como para considerar que todo es obra del azar y de una química desordenada. Y no deja de ser audaz creer que un día sucedió un bing-bang y a partir de allí comenzó a desarrollarse una cadena de casualidades estrambóticas que acabó proporcionándonos el ser, y la maravillosa vida que contemplamos, o los sentimientos, la poesía y el alma, la bondad, la inventiva, la sonrisa conciliadora… Pero eso «es harina de otro costal». Hay que admitir que esas creencias pueriles de ballenas y tablas de la ley podrían haber sido necesarias en un pasado remoto, cuando la gente era más sencilla, cuando las mentes operaban bajo el signo del mito y la superstición y no se le podía venir con noticias de físicas cuánticas ni fuerzas de gravedad, ni blosones, pero hoy, cuando la vida se nos muestra tal cual es, cuando el ser humano ha sobrepasado todos los vaticinios bíblicos, cuando se utiliza la computadora para escribir y comunicarse (como yo ahora), esas historias están fuera de lugar. Simplemente, no encajan. La vida, el milagro, debe ocurrir de otra manera.

sábado, 5 de abril de 2014

No pasamos de ser 
unos robots imperfectos
No es raro que cuando se llega a mi edad se empiecen a ver las cosas desde nuevos ángulos. Y es que, desde que sobrepasas los 70, tu espíritu se va volviendo más pulcro, más crítico, más exigente, aunque podríamos decir también que más humano. Y es cuando se ven las imperfecciones, y los requerimientos sobre la vida se amontonan en la caja de «reclamaciones», y, aunque te hagas el desentendido, te asedian y te exigen. Tal vez provenga de la añoranza de un mundo que pudo haber sido y no fue, o es posible que uno se vuelve más purista, más necesitado de que en la vida las cosas sean más sinceras, más naturales, menos materiales, menos míticas, y más dadas a lo espiritual. También es probable que en estos comienzos del siglo 21, ante tantas generaciones que pasaron sobre nosotros, uno se vea más evolucionado en su pensamiento y en su papel como persona (con todas los significados que esta acepción conlleva y a pesar de los múltiples desprecios y exclusiones que la vejez soporta hoy en día). Te produce una gran tristeza que, en el fondo, este mundo, dentro de sus maravillosos instrumentos, de su magnificencia natural, no sirva para nada concreto (si nos atenemos, claro, a las predicaciones de los sabios, a nuestro razonamiento, y a esos «pedruscos» vacíos que giran sobre nosotros y nos rodean sin necesidad de salir de nuestro universo inmediato: planetas y sus satélites que están ahí, inertes, inútiles, gracias a la gravedad y a la fuerza centrífuga, y lo hacen sin ningún motivo aparente). O que, tratándose de un cuerpo relacionado por igual con la materia y el espíritu, tendamos más a la forma que a su eminencia y, en persecución de ella, sucedan tantas acciones sin sentido a impulsos de la ambición. También te entristece que haya falta de amor o que éste se confunda y se aplique mal o de forma equivocada… Pero, seamos sinceros: lo más probable es que si acabado este mundo, sucediera otro big-bang, volverían a ocurrir las mismas cosas, los mismos defectos, semejantes encantos, porque hay tendencias humanas que son inherentes y no se pueden erradicar. A no ser que en vez de ser construidos en China fuésemos fabricados en Alemania (pongo por caso y sin ánimo de ofender a nadie).  No obstante, y aceptándolo con el mayor dolor de nuestro corazón, estas anomalías son necesarias para que el mundo funcione. O sea: somos una especie de robots que hemos sido construidos de una forma imperfecta con un propósito determinado…