viernes, 31 de julio de 2015


Mujer y hombre 
Me pregunto si en verdad nos complementamos. Si existe una compensación moral, un tejemaneje de la Naturaleza para temporizar los conceptos entre hombres y mujeres o entre mujeres y hombres, y juntarlos cuando es necesaria su mezcla. Es decir, la mujer que convivió conmigo durante 40 años, la que fue mía y yo suyo, o sea, la madre de mis seis hijos (entienda: me estoy refiriendo a Angelina, mi esposa), pienso que me complementaba a mí en aquello de lo que yo, como hombre, carecía: por ejemplo, traspasarme unas gotas de suavidad desde su componente femenino así como la sensibilidad para interpretar el orden, la capacidad de organización y la belleza de los momentos; los criterios intuitivos y compulsivos ante determinados hechos de la vida; mi moderación ante esa obcecación relacionada con determinadas disposiciones o alardes «propios del macho» que todos los hombres llevamos dentro; rebajar el complejo de superioridad producido por la idea de que poseemos más fuerza física nosotros que ellas; rebajar el tono de algunos criterios refrendados mediante un puñetazo sobre la mesa; ella influía en mí con esos giros filosóficos y sociales considerados propios de la mujer, muy sutiles y nunca dictatoriales; me imbuía los sentimientos de afecto paterno que se requerían para sentirme realizado y entender que los hijos habidos en nuestro matrimonio eran tan míos como de ella; hacerme asimilar la dulzura y adoptarla como un componente masculino en nuestro trato diario con la vida y con las personas; asimilar de una vez por todas que la práctica del sexo supone un placer compartido, o sea, por partes iguales... y otras especificaciones que sería muy largo de reseñar. Y, en ese caso, ¿yo la complementaría a ella en algunas de sus carencias como mujer? Por ejemplo, el complejo de sentirse protegida en exceso; no perder el control ni la calma cuando el nene se cae al suelo y se abre una brecha en la frente; atemperar el sentimiento acerca de que todo es delicado y dulce; masculinizar con cierta dosis el sentido de la belleza y del arte; acondicionarla, imbuirla para que asumiera que la vida es cultura y pensamiento, no solo instinto; dejar de considerar que el orden y el aseo de la casa y los asuntos de cocina solo son competencia de mujeres; hacerle pensar que existen códigos para imponer las leyes y no todo es intuición o corazonada; destruir el mito de que la necesidad sexual es solo debilidad de los hombres, etc., etc.. Y eso que, al repasar mi vida junto a ella sí lo podría confirmar, y, sobre todo, grabármelo en mi cerebro: con Angelina yo, personalmente, me complementaba en una serie de hechos que se deben juntar con los reseñados más arriba. Sobre todo, porque ella cambiaba, atenuaba o corregía mis delirios, me ayudaba a poner los pies en la tierra, y me convertía en un ser más entregado a la familia (aunque no todo lo que hubiera sido conveniente); también me enseñó a respetar las opiniones de otros especialmente las relacionadas con creencias religiosas y políticas; aplacaba mis iras frecuentes, o ese deseo de discutir con todo aquel que se oponía a mis criterios, digo deseos, digo opiniones... ¡Ah! y también me enseñó que no era yo solo en el mundo, que los otros 6.999 millones de personas también contaban... 

jueves, 23 de julio de 2015


¿De dónde venimos y adónde vamos?
Pensándolo bien, y si somos capaces de analizarlo sin prejuicios y contemplarlo en su verdadera dimensión, este mundo es asombroso, increíble, fantástico, hasta parece de mentira; pero, lo mires por donde lo mires, carece de utilidad, y no tiene explicación sobre todo cuando se considera a niveles universales. Si asumimos haber sido creados por Dios, nos viene a la mente enseguida la primera pregunta: ¿Para qué un Dios nos necesita? ¿Qué puede representar para un creador que aquí, en un planeta perdido en un lugar poco significativo, situado en el extremo de una galaxia, alejado de un posible tránsito espacial, existan unos seres tan extraños como nosotros: despendolados, perdidos, que solo pensamos en nuestro bienestar físico, y es lo que viene a ser nuestro concepto de la felicidad, la cual, como consecuencia, hace que todo lo ciframos en la obtención de dinero. Pero, lo más crucial, lo más importante, es preguntarnos: ¿Y para qué nos necesitaría un ser supremo? Porque, que seamos el resultado de un acto de amor, como dice la Biblia, tampoco concuerda dado que esa es una acción un tanto trompicada, carente de sentido, obtenida del concepto terrenal e impropia de quien lo tiene todo. ¿Cómo se pueden ligar la presencia del hombre con los actos de amor celestiales? Además, decir lo que un supuesto Dios entendería por un acto de amor, es muy aventurado. El mundo, este mundo donde vivimos nosotros, no se mueve por amor, se mueve por otros factores como la ambición, el deseo de triunfar, el deseo de progresar en el conocimiento, el deseo de huir de la desdicha… Y debido al sexo, claro… Si no fuera por el sexo todo se habría acabado antes de comenzar. Por otra parte, intentar explicar lo que puede representar el amor considerado desde las esferas celestiales, no tiene sentido. Allí por lo pronto (y perdone que eche a volar mi imaginación), entre los espíritus, no puede existir la sexualidad dado que no hay procreación, y afirmar lo contrario sería enfocar las acciones desde un punto de vista absolutamente terreno. Por otra parte, ¿como solventaba Dios sus requerimientos o sus necesidades de amor antes de crearnos a nosotros si consideramos que él es eterno? 
Podríamos aceptar que somos el resultado de un experimento químico-físico-biológico realizado por «alguien ajeno a nosotros», con mucha fuerza, eso sí, pero sometido a las leyes presentadas por estos elementos. Todo en el Universo se atiene a una ley de equilibrio. Todo depende de todo, tanto en lo físico como en lo emocional. Referente a los seres vivos, el otro día leía en un fantástico libro (Incógnito, de David Eagleman) que un mínimo desequilibrio en el cerebro, puede ocasionar actitudes agresivas, o de pasividad, o de depresión. Cuando nace un pequeño tumor llamado glioblastoma (cuyo tamaño es inferior a una moneda de un céntimo) debajo de una estructura conocida por tálamo, y presiona sobre el hipotálamo, éste ejerce una fuerza sobre la amígdala. La amígdala participa en la regulación emocional, sobre todo en lo que se refiere al miedo y a la agresión. Una alteración de ésta, hace que cambie o elimine drásticamente la función de los sentimientos y que provoque alteraciones emocionales y sociales en el individuo que lo padece.
Y yo me pregunto: ¿Cómo un Dios con todos los poderes habidos y por haber y que es capaz de crear seres de la nada, como nos asegura la Biblia, se vio obligado a crear unos seres con unos organismos tan complicados, donde unos elementos dependen de otros y la disfunción de uno elimina la función del otro hasta ocasionar la muerte o la locura?

sábado, 18 de julio de 2015


Mirando por la rendija
Quiero comenzar el día ateniéndome a lo propuesto en mi último blog, es decir, vivir sin prestar oídos a lo convencional, a lo trillado, a lo que se da por sabido, a lo excesivamente retórico, a ese fenómeno sin sentido que muchos denominan casualidad, o sea: a esa descoyuntada propuesta de que provenimos de la hecatombe y sin que hubiera nadie que moviera la batuta, agitara las manos o chasqueara los dedos. No deseo participar en ese mundo anodino, algo desgañitado, comodón, desteñido, amorfo, desvirtuado. Me niego a prestar mi atención a todo aquello que se destaca por ser plano, descompuesto, ruidoso, bullanguero, sincopado y chabacano. Simplemente quiero embelesarme en el fervor producido por una sonrisa, o en la dulzura desprendida de una mirada, o en la nostalgia y la pureza de un espíritu hechizado por la música y por la poesía, o por la imaginación espiritualizada y ambiciosa situada en mi propio jardín, que es en realidad uno de tantos dones excelsos recibidos, y que se pueden referir como sentimientos sobre animados, alientos para esa alma que muchos niegan, empeñándose en no constatar que es inherente a la persona, ensamblada con el ser y elaboradora de su estructura. Debe entenderse que el ser humano es una pieza de toque e inspiración; el retoño de un pensamiento audaz, un boceto no acabado del todo de insistencias y amplitudes, de ambiciones y disconformidades. ¿Qué hubiera ocurrido en nuestro mundo si nos hubiéramos quedado en la fase animal, donde todo opera por instinto, por exigencias de la Naturaleza y no por función cerebral? ¿Y quién y con qué fin nos donó ese sistema operativo, que enciende y transforma al mundo y lo hace más doméstico, más elaborado, más terrible, más feliz, más enconado, puede que más malvado o más descompuesto pero colmado de esplendores? El mundo, para que funcione, tiene que alentar todas esas fases paradójicas e incoherentes, porque la uniformidad es ajena a la competencia. ¿Quién nos puede asegurar que no seamos una especie de neurona, o una agrupación de ellas, alineados en un cerebro gigantesco, en el cual nuestros pensamientos, nuestras acciones, nuestras proposiciones ante la vida construyen otro mundo, quedan reflejadas y modifican las normas viajando por el éter usando  las mismas vías de las ondas, o a través de la luz o de sus coordenadas, y lo hace hacia otros espacios remotos, inconmensurables? En realidad, de las características y las condiciones trascendentales que reflejan nuestras acciones y nuestros pensamientos no sabemos nada o sabemos muy poco, pero pueden construir otros parajes. Por lo pronto, construyen el nuestro, que ya es algo… Sobre todo, hemos de considerar que no es natural que estemos aquí para nada…

miércoles, 15 de julio de 2015


¿Mi testamento?
Puede parecer un signo de chochez aguda, pero, después de cumplir mis primeros 83 años, estoy tratando de autenticar mi vida, de ponerme en paz conmigo mismo, de comprenderme a mí y entender mi entorno. ¿Y en qué consistirá eso de autentificarse?, preguntarán los más distendidos. 
He aquí lo que dice la Real Academia:
Autenticar (o autentificar): 
1 Acreditar o dar fe de que un hecho o un documento es verdadero o auténtico.
2 Autorizar o dar carácter legal a una cosa.
3 Convertir algo en auténtico o verdadero: autentificar una relación.»
El punto 3 es el que tiene más sentido para aplicármelo. 
Me explico: durante los días, semanas, meses, años que me puedan quedar de vida, he decidido ser yo, buscarme a mí mismo, autenticarme de cara a mi composición espiritual, desechar mi atavismo y poner en aprietos a mis cromosomas mientras le grito no a mis sensaciones externas, a mis convencionalismos (llegado a este punto, habrá quien diga: «¡Este, por lo que se ve, está a punto de salir del armario…!» Y yo digo que nada de eso: he estado fuera del armario toda mi vida. Soy un heterosexual acérrimo, convencido, sin titubeos. Admito la existencia de la homosexualidad como preferencia de algunos, pero eso no quiere decir que la comprenda. Mi naturaleza me inclina exclusivamente a amar a una mujer: lo que está fuera de eso me parece una rareza, una deformación mental, podría hasta decir que me produce cierta repugnancia —bueno, cuando el amor se efectúa entre hombres; porque cuando es entre mujeres, no tanto), no a mi educación deformada, no a los conceptos erróneos que me transmitieron mis mayores, no a los que me dicen lo que está bien y lo que esta mal, porque el bien y el mal me lo dicta mi conciencia… Hay quien ha escrito que esta gran cuestión se plantea con más y más fuerza a medida que aumenta la edad, que es entonces cuando el ser humano intuye que el universo «aparece» ante él por el ejercicio de sus sentidos, de su conciencia, de su razón, de sus emociones, sin dejar de estimar la verdad última y el final que tenemos asignado, porque morir y desaparecer definitivamente no está en concordancia con la valía del ser ni con la categoría ornamental de su presencia. Es posible también que en esta fase de despedida uno exija con más ahínco descubrir su destino aunque no deje de ser una causa perdida. Por otra parte, no hay duda de que existe un fondo metafísico que representa el gran enigma al que debe enfrentarse el ser humano durante toda su vida, a pesar de que lucha contra inconvenientes naturales debidos a una estructura que no nos permite ir demasiado lejos. Pero, aún así, quiero concentrarme en ese afán, en su sentido, en su significación. Intentar llegar hasta dónde sea capaz, sin dejar de lado ese sentimiento que me atribuyo: poseo un compuesto físico y biológico, de acuerdo, pero además existe en mí una composición formada por mi alma, por mi espíritu y por mi cerebro, amplia y determinante, exigente, que me distingue de mi lado animal, es decir, hay en mí un ser que impulsa su entorno y se emociona o se enternece; que padece las desventuras propias y ajenas, que tiene ansiedades liberadoras, y que aspira a sentirse una pieza fundamental en el conjunto. Un ser que se exige a sí mismo ir detrás de las simbólicas y poéticas estrellas del firmamento.

sábado, 11 de julio de 2015


Los sin sentidos de la vida
La vida tiene varias vertientes, varios significados, varios caminos. Yo, ahora que soy viudo, vivo solo y estoy en una edad avanzada, la veo, la experimento de una forma muy diferente a como la veía antes, cuando era más joven y estaba en plena actividad. Para mí en este momento la vida es mágica, misteriosa, embriagante, a veces dulce, a veces amarga, que introduce las promesas en la imaginación, pero nunca va mucho más allá de ser una incógnita… Aunque sí, lo reconozco, es muy digna de pensarse, de amoldarse a ella, de inventarla si es necesario. Soy agnóstico, desde luego, porque mi función de razonar siempre me sale al paso cuando echo mi fantasía a volar, y me patea la barriga, me da golpes con el puño cerrado en la coronilla, me suelta algún sopapo que otro, me mira con ironía y en son de burla. No me ocurre como a Angelina, mi mujer, a quien yo consideraba que ella era el prototipo del ser humano, la representante por excelencia: creía en Dios sin complicaciones metafísicas y sin estridencias; era compasiva, amable y dulce; disfrutaba de las pequeñas cosas, de la naturaleza, de la efervescencia de las flores; se interesaba por el estado de ánimo y el estado físico de los demás, amaba a los animales y le gustaba caminar descalza por la playa… Y, sobre todo, no tenía complicaciones con su intelecto. Yo creo que ese es el punto fiel de la vida y de las personas, el intermedio, el tranquilizante: trabajas, te llevas bien con el vecino, cuidas a tus hijos, regulas tu comportamiento, limitas tus pequeñas perversiones y no te devanas la sesera queriendo penetrar en lo imposible. ¡Ah, si yo fuera así! Pero, qué va… Soy un tanto complicado, disconforme, embarrado por ideas contrapuestas. Menos mal que conté con ella, que supo soportar mis veleidades, mis cambios de dirección, mi búsqueda de imposibles. ¡Cómo la echo de menos ahora! Cómo añoro sus «¡Pero cariño…!» suaves y conciliadores, envolventes, que me dejaban pensando y me reconciliaban con los momentos rebeldes y las situaciones amargas. ¿Cómo una mujer como ella pudo soportar a un hombre como yo, me pregunto? Para ella la vida era un premio, mientras que para mí es casi un castigo (bueno, mi único premio fue contar con ella). A mí me atosigan las nostalgias de lo imposible, de lo que no puede llagar; añoro una vida más amable, desde luego, más compensada, más motivadora, no ésta tan pasajera, tan cambiante, tan instantánea, tan llena de promesas que no se cumplen o que cuando se cumplen te decepcionan. Yo, ahora, al hace recuento de mi vida pasada, veo muchos momentos que no los supe disfrutar a plenitud porque no era consciente de la felicidad que producían. Y es que el sentido de la felicidad siempre se recibe con retraso. Hay muchas veces que me gustaría vivir otra vida igual a esta, pero aplicando en la de ahora todas las sensaciones buenas que no advertí o que no supe asimilar. Y me digo: ¿Se tratará de una treta para indicarnos que la vida es como una pompa de jabón, pasajera y carente de importancia?

domingo, 5 de julio de 2015















La edad de la duda
Pertenezco a esa edad estrecha de miras cuando el traje de baño (en la mujer) solamente podía ser de una pieza y, por lo general, la brigada de decencia y buenas costumbres exigía que se ocultaran las formas insinuantes con una faldita bastante cursi. Eso era lo más atrevido que se permitía entonces. A propósito de esto, recuerdo que cuando tenía unos 15 años salió al mercado una serie de cromos metidos de tres en tres en pequeños sobres, que los vendían en los quioscos como cualquier otro artículo para coleccionistas. Consistían en artistas de cine americanas en traje de baño (de una pieza) y se trataba de pequeñas fotografías de 4x5 cms. El que lo editó (creo que se trataba de la Editorial Bruguera), perfiló su intención provocativa eliminando a los hombre de la colección: allí solo se admitían mujeres. Y a mí se me ocurrió la peregrina idea de coleccionarlos sin recordar que vivíamos en la edad de la prohibición. Pero lo hice y llegué más lejos: seleccioné los cromos de las artistas más bonitas (que, por cierto, ninguna estaba en actitud provocativa), y los deposité en mi cartera como un tesoro preciado o como un recuerdo perenne que, de cuando en cuando, las miraba embelesado o se las mostraba a mis amigos. Un día, al regresar a mi casa, me encontré a mi madre con los cromos en la mano y llorando a lágrima viva y murmurando entre sollozos «¡Qué pecado, qué pecado!». Traté de explicarle que eso no significaba nada; que no era pornografía. Pero no hubo manera de convencerla. Así que no pude recuperar mis estampitas y ya desde aquel momento me convertí en candidato al infierno con todos los agravantes. Creo que el final de dichas estampitas fue el fuego. Ella, mi madre, las sentenció al infierno condenadas sin darles la extremaunción. Esto era, según ella, lo que les esperaba a las protagonistas (incluido yo) en el futuro. O sea: las debió de quemar igual que se castigaba a las «brujas» en la Edad Media… El caso es que mi madre por aquellos días casi ni me dirigió la palabra. Solo lo hacía para preguntarme si ya me había confesado… ¡Qué tiempos aquellos! ¡Qué interpretación de la vida! La España de entonces era como un estado confesional, donde había que confesarse todas las semanas de lo contrario te convertías un candidato a quemarte en el Averno junto a Mefistófeles. ¡Y, encima, como ya desde pequeño yo tenía esa maldita costumbre de buscar explicación para todo, no me dejaban levantar cabeza…! Ella, mi curiosidad, fue lo que me acarreó un sin fin de contratiempos y mala fama. Algunas cuestiones que rondaban por mi cabeza y no me dejaban en paz, las comentaba con mis primos y con mis primas y luego ellos lo regaban por el mundo de los mayores. «¿Cómo uno se puede quemar en el Infierno o en el Purgatorio si solo se es un alma? ¡Un espíritu no se puede quemar!», les decía. O «¡No entiendo que Jesucristo y la Virgen ascendieran al Cielo en cuerpo y alma, como cuenta la historia! ¿Qué hacen allí ellos dos solos, teniéndose que vestir, ir al baño y obligados a usar gafas de sol, si todos los demás son espíritus y no necesitan esas cosas?». Claro, esto fue lo que me creó una fama de fantasioso e irreverente. Es decir, que tanto para ellos, como para Franco y su gente, lo mejor era que sus «acólitos» no desarrollaran el pensamiento: que mejor se pasaran la vida encerrados en sus mitos y, por supuesto, en su ignorancia.