martes, 28 de enero de 2014

De padre y muy señor mío (3)
Cuando salió de la Aduana nos abrazamos, como era de ley, pero fue un abrazo blando, falto de intensidad, sin emoción. Eduardo pronunció fríos cumplidos como qué alto estás, qué tal te va en el cole, estás hecho un hombrecito… Y hasta ahí. Después puso su atención en Carmelina y, al instante, se generó entre ellos una corriente de simpatía, un tono de compenetración, y un abrazo sostenido. Recuerdo que en ese momento mi hermana me miraba transportada, riéndose como una boba.  
 Con los dos o tres amigos allí presentes hubo abundantes y efusivos abrazos, y palmadas en la espalda.
—¡Bueno, bueno, bueno con el amigo Ontañón! ¡Otra vez entre nosotros! ¡Vaya, vaya, vaya…! Tenemos que celebrarlo, ¿eh? ¿Qué piensas hacer ahora, Eduardo? ¿Te vas a quedar por mucho tiempo o volverás pronto para México?
—No lo sé. Decidiré qué hacer según como se desarrollen los acontecimientos. Por lo pronto, me han ordenado que me presente quincenalmente en la Dirección General de Seguridad y que procure no meter la nariz en asuntos sociales y mucho menos en políticos. Norma que pienso acatar. En realidad, mi propósito al venir a España es buscar un editor para mi último libro: Larra, el español desesperado. Pero, ¿cómo andan por aquí las cosas?
—Se atraviesan tiempos difíciles…
—Pues en México se dice que hay una recuperación…
—¡Pero qué va! ¡Si cada día estamos peor! Vivimos vigilados y aislados del mundo. Fíjate que aún continuamos con la cartilla de racionamiento… Con eso está dicho todo. ¿Recuperación? No sé a quién se le ha podido ocurrir tamaño disparate. Aquí, en la España de hoy, sólo viven bien los sinvergüenzas y la gente del régimen. Los demás, salimos adelante como podemos. Unos peor que otros. Eduardo, perdona que me meta en tu vida, pero ¿cómo se te ha ocurrido regresar? No es que quiera desanimarte pero, como amigo tuyo que soy, debo ponerte en antecedentes: si has venido por unos días, no hay reparo; pero si vienes de forma definitiva, creo que has cometido el gran error de tu vida… Figúrate que el que más y el que menos estamos pensando en marcharnos de aquí… Claro, esto no quiere decir que no nos alegremos de verte.
—No, no, de forma definitiva no. Yo tengo formada mi vida allí. Tengo una empresa editorial, tengo mi casa y tengo mis trabajos periodísticos… Y está Mada, mi mujer… —dice mientras me mira con disimulo—. Mi venida para acá sólo es exploratoria: ver si puedo colocar mi último libro dedicado a Larra… Y quitarme de encima la añoranza que, inevitablemente, se va acumulando. Después, volveré a marcharme…     
Mientras él conversa con los amigos, tengo la impresión de que lo que está diciendo tiene como finalidad que yo lo escuche, porque siempre, al terminar una frase, me mira como si tuviera curiosidad por ver cómo reacciono. 
Y yo, ante la afirmación de que su mujer lo espera en México, me siento vacío, descompuesto. Miro a mi hermana con idea de establecer con ella un sentimiento común, algo así como un plan de censura, pero ella está tan tranquila, tan embebida mirando a mi padre con cara de alelada. El hecho de corresponder mis maneras con las de un ser más bien retraído, acentúa mi gesto displicente y distanciado propio del eterno disgustado que hay en mí. 
Compruebo de forma irrefutable que cada vez es mayor la distancia entre nosotros… 
Se supone que Eduardo conoce o intuye la posición asumida por mí en relación a su fuga y su posterior unión a Mada. Incluso, puede que lo advierta al sopesar sus desconcertantes actuaciones: hacia 1938, cuando todavía no había huído de España, ya nos tenía casi abandonados. A veces se nos presentaba con algo de comida, pero poca cosa. Y, después, nos tuvo cerca de diez años sin prestarnos la mínima atención: ni moral ni financiera.  Y no hay forma de compaginar estos hechos con un sentimiento verdadero de amor filial. Ambos no caben en el mismo saco porque no se soportan. Se trata de lo uno o lo otro. Y si he de aceptarlo, si deseo suavizar los impedimentos que se oponen a mi relación con mi padre, debo admitirlo así, sin encono. Además, si deseo estar en paz conmigo mismo y reconstruirme, debo eliminar esa actitud ceñuda y agria hacia él… 
Cuando llegamos a la terminal en la Plaza de Neptuno, era muy tarde. Eduardo se fue a dormir a casa de uno de sus amigos y se despidió de nosotros sin pronunciar para nada el nombre de nuestra madre. Ni tan siquiera nos encargó que le demos un saludo a Soledad, o un decidla que la llamaré en cualquier momento para saludarla. 
Absolutamente nada que me hiciera acariciar una pequeña esperanza. 
—Ya nos veremos —dijo. 
Mi hermana y yo regresamos a casa en el metro. 

Ellos, cogieron un taxi…

lunes, 20 de enero de 2014

De padre y muy señor mío (2)
Esas miradas recelosas que nos lanzaba desde el otro lado del cristal se deberían probablemente a sus dudas relacionadas con mi madre. ¿Se encontraría por allí camuflada Soledad fisgoneando las extrañas condiciones de su llegada?
Como quiera, desde que Eduardo (en aquel momento todavía me resistía a denominarle «padre») salió para el exilio hasta el momento de su regreso habían transcurrido nueve años y cinco meses, y yo solo lo recordaba desde la perspectiva de un niño de cinco años, que era mi edad entonces, cuando me veía obligado a levantar la cabeza para mirarle; mientras que ahora, tendría que inclinarla, porque, de los dos, el más alto era yo. 
Decepcionado, sentía que estaba muy lejos de poseer la figura clásica del padre físicamente desarrollado, o sea, me refiero al desarrollo que tanto enorgullece a los niños. Si se analizaba su aspecto como intelectual, podría pasar: actitud vivaz y desenvuelta, frente amplia, ojos penetrantes y una leve sonrisa de tolerante comprensión… Pero en lo físico, en su glamour, dejaba mucho que desear. 
Ahora, mientras escribo estas líneas, cuando me detengo a considerar los hechos acontecidos aquel día, pienso —no sin cierto remordimiento—, que aunque su aspecto pudo haber representado, de entrada, mi primer gran desencanto, también considero que con un poco de buena voluntad por mi parte, podría haberlo juzgado con mejores ojos, o sea, hacerle un juicio de valor más constructivo. Pero, en aquel momento los prejuicios me cegaban.   
Desde el día que Eduardo nos anunciara su regreso a España hasta su arribo habían transcurrido aproximadamente cinco meses. Y dentro de la natural conmoción surgida en el seno familiar, todos hacíamos conjeturas respecto a sus motivaciones. Nuestras dudas principales giraban en torno a si su regreso se debería a un sentimiento de añoranza o a un arrepentimiento tardío, puesto que se sabía de antemano lo tensa y angustiosa que podía resultar, por un lado, la expatriación, y, por otro, la separación de los hijos; pudiendo llegar, incluso, a ser un hecho desgarrador y difícil de superar, sobre todo, como en este caso, cuando la separación física se debía, básicamente, a un tecnicismo representado por el exilio, es decir, a un destierro forzoso no elegido por uno mismo, sino impuesto por un tercero. Aunque, claro, en el caso específico de Eduardo no dejaban de aparecer dudas razonables.
Dentro de esta variedad de circunstancias, mi madre, Soledad, primera y legítima —todavía— mujer de Eduardo, no supo a qué atenerse puesto que no habíamos sido informados acerca de sus planes en ningún momento. Probablemente, en su fuero interno, ella abrigaba ilusiones acerca de la posibilidad de que se normalizara la relación entre ambos. A fin de cuentas, en aquel momento sólo tenía 47 años y, aunque los sufrimientos la habían desmejorado, todavía se veía físicamente atractiva y se suponía que sentía deseos de ser abrazada otra vez por el marido, único hombre que había pasado por su vida, único que había compartido su cama, y a quien ella —durante su ausencia— había sido absolutamente fiel. Bajo ningún concepto, ni aún en los momentos más acuciosos, le hubiera permitido a hombre alguno el menor galanteo. No obstante, no quiso tomar la iniciativa y, ante la duda, mantuvo una postura digna: optó por no presentarse en el aeropuerto y confiarnos a Carmelina y a mí la misión de recibirle. Eran muchas las incógnitas que flotaban en el ambiente y, cuando llegó el momento de zanjarlas, faltaron palabras y, sobre todo, buenas intenciones. 
Yo, acuciado por el instinto —ignoro si también por el deseo—, sospechaba que en aquel ser que se movía nervioso al otro lado del cristal, no había un asomo de celo paterno, ni de amor, ni de solidaridad. Y eso vino a resolver el problema que había sobrellevado como podía y que tanto me mortificaba: no tenía por qué preocuparme… Lo mismo que había vivido diez años sin un padre, podría vivir el resto de mi vida. Y presentí algo más: si algo estaba claro, era que Eduardo no había regresado a España impulsado por la idea de volver a construir la familia…  

jueves, 16 de enero de 2014

De padre y muy señor mío (1)
Yo, de mi padre, Eduardo de Ontañón, no recibí nada: no recibí ni amor, ni obsequios, ni caricias. Lo único, el semen que infiltró en mi madre uno de aquellos días que se dieron un revolcón, depositando en ella el espermatozoide que la  fertilizó de mí, pero él, aparte del regusto que le produjo la acción, no es probable que llevara la intención de crearme, de traerme a la vida. Yo fui el accidente, la contrariedad, el fastidio, el lado desagradable de la ley biológica. Claro, eso no quita que piense en él, en sus obsesiones, en sus desbarajustes mentales, en el desorden de sus neuronas, en sus fracasos espirituales y emocionales. Y que no acabe de  explicármelo del todo.
El recuerdo más vivo que tengo suyo ocurre el día que regresó de México, casi 10 años después de haber salido pitando para aquel país en calidad de exiliado. Yo tenía 15 años y acudí con mi hermana Carmelina al aeropuerto de Barajas a recibirlo. Y al verlo me quedé atónito. Nunca hubiera sospechado que aquel hombre bajito y un tanto amanerado, que se mostraba nervioso y vacilante al otro lado del cristal, fuera mi padre. Medio calvo, de corta estatura, cabeza grande, algo desproporcionada en relación a su cuerpo, el párpado de su ojo izquierdo caído, vestido con cierta afectación, metido en un traje que parecía corresponder a una talla mayor, y con unos movimientos y una sonrisa estereotipada que producía la impresión de haber sido ensayada previamente. En realidad, en aquel momento se construía una escena que, por irreal y fantástica, parecía más propia del cine mudo. El asunto es que él, en esta tardía aparición suya en la escena de mi memoria, comenzó cayéndome mal desde un principio, y a partir de ese mismo momento comenzó a formarse en mí una gran decepción dado que la realidad contemplada por mis ojos era totalmente diferente de la que calculaba que contemplaría. 
Hablaba con un policía y trataba de afirmar su charla con reiterados ademanes hiperbólicos que me recordaban a los de un director de orquesta. Intentaba convencer al funcionario de turno —que le observaba con una mirada ceñuda, que se podría clasificar entre la severidad y el desafecto— acerca de la finalidad y la legitimidad de su regreso, mientras, con mano algo temblorosa, exhibía un documento en el intento de dar veracidad a su discurso, documento que muy bien podía tratarse del mismo que Soledad, mi madre y todavía su legítima mujer (según las leyes de España de aquel momento, el divorcio no estaba permitido), le consiguió en el Ministerio de Justicia, en el cual se especificaba que no existían imputaciones en su contra ni por crímenes de guerra o por «delitos de sangre» y, por tanto, que estaba libre de cargos tanto en lo referente a hechos comunes como políticos. Es decir: que se le autorizaba a regresar sin mayores requisitos (aunque debía de presentarse quincenalmente en la Dirección General de Seguridad). 
De cuando en cuando, levantaba la vista y me observaba con temor y curiosidad. Y me lanzaba una sonrisa que, a todas luces, resultaba forzada. Había en ella más incertidumbre que amor. En realidad, me produjo la impresión de no estar seguro acerca de la actitud que debía mantener hacia nosotros, y nos miraba a los dos, a mi hermana y a mi, con disimulo, de reojo, tal vez sopesando la postura que mantendríamos nosotros hacia él. Cuando nuestras miradas se cruzaban, me daba la impresión de que con su sonrisa no trataba de ser ni tan siquiera amable. No sabía cómo le resultaría a mi hermana, pero yo me resistía a devolvérsela. Me producía la impresión de que tenía un dolor la barriga y lo aguantaba lo mejor que podía para que no se le notara.

sábado, 4 de enero de 2014

¿Existirá un método de vida?
¿Cómo se habrá construido la vida? ¿Cómo se habrán ido imponiendo las costumbres a medida que pasaba el tiempo? ¿Habremos sido portadores de un método trazado desde el principio de los tiempos por algún omnipotente o colosal organizador celestial o habrá ido surgiendo así porque sí, debido a los imposiciones sociales o a los mitos que se fueron desarrollando según se vivían? Por ejemplo, pudiera ser que el sentimiento del pudor, a medida que algunos actos realizados en público (tomemos como ejemplo la actividad sexual) comenzaron a producir cierta vergüenza, obligaron a los humanos a acometerlos en la intimidad o en la parte más oscura y retirada de la cueva. Posiblemente eso fue lo que les animó a vivir en parejas, para mantener una vida íntima sin críticas por parte del vecino. O también pudo deberse al reparto del trabajo, o a las imposiciones de los más fuertes sobre los más débiles, o por el ejercicio de la guerra y de la caza que obligaba a los hombres a agruparse en bandas o ejércitos y, entonces, las mujeres, para evitar participar en actos violentos, simulaban limpiar la cueva mientras el marido se partía la cara con el vecino. ¿O sería porque fue pactado así desde los primeros días (es decir, imponiéndose el método de «oye: mientras yo voy a cazar o a pelear con las otras tribus, tú cuidas de la casa, pasas la aspiradora y tienes cuidado de los hijos, ¿vale?»)? ¿Se agruparían los primeros seres en familias? ¿Se casarían entre ellos? ¿Existirían ya desde un principio los homosexuales y las lesbianas o eso vendría después creado por la «civilización» subsiguiente? Yo hay veces que me pregunto, ¿pero cómo ha podido formarse este tinglado y cuál ha sido su finalidad? Porque a mí ese asunto del «azar y la necesidad» que pregonan los científicos no me convence nada. Y menos aún la idea de un Dios chasqueando los dedos y diciendo: «¡Hágase la luz!». Porque además de la imposibilidad física que representa ser poseedor de tal poder (nadie saca nada de la nada), ¿para qué iba a malgastar su tiempo un ser tan grandioso construyendo este mundo sin una finalidad tangible?
A pesar de ello, no hay duda que la creación tiene cierta magia y parece como si detrás de todo haya un  inventor, una mente compleja, un personaje con unos poderes sobrenaturales, o un creador especializado en convertir en realidad sus fantasías o sus sueños. Pero, aún así, no acabo de ver la causa de hacer algo tan complicado y costoso, pero que produzca un rédito tan bajo y más si luego carece de utilidad y aprovechamiento. 
Bueno, será que en el más allá no existen los banqueros…