lunes, 23 de junio de 2014

¿Dónde encontraremos a Dios?
Para descubrir a Dios tendríamos que ver de qué es capaz el ser humano, qué siente, qué pretende hacer con su vida, a qué aspira, qué órdenes detecta y obedece de la Naturaleza, qué piensa en cuanto a su organización colectiva, qué significa la vida para él. Para emplazar nuestro cerebro, supongamos que una persona de hace un millón de años que hubiese estado en hibernación, abriera los ojos de repente: ¿No pensaría que los seres de ahora somos sus dioses? Vería que conducimos veloces y brillantes automóviles, que volamos en aviones supersónicos, que utilizamos teléfonos y diversos medios para comunicarnos, que construimos edificios de 200 pisos, que usamos las computadoras para expresarnos y descubrirnos, que tenemos unos aparatos de televisión fantásticos, que cubren casi la pared de una habitación, que viajamos en metro, que subimos a los pisos en velocísimos ascensores, que vamos al supermercado a comprar nuestros alimentos, que viajamos a la luna y que nos vestimos con unos ropajes muy diferentes a como se vestía él, que usa aún la misma piel del animal que cazó poco antes de quedar atrapado entre dos hielos. Pero ese ser que vemos frente a nosotros nos miraría al mismo tiempo con desconfianza y reverencia, con temor y admiración…
¿Y qué se puede esperar todavía del hombre? ¿A donde se llegará? ¿Qué nos impulsa a fomentar sin saberlo una evolución permanente? ¿Somos nosotros mismos los que progresamos o es la vida quien nos impulsa? ¿Llegará un día que digamos, «Bueno, ya esta bien: basta. Ya tenemos lo que queríamos»? ¡Nada! ¡Eso ni pensarlo! Aunque puede decaer nuestra cultura por anomalías sociales y vicios inapropiados de las costumbres, seguiremos y seguiremos, porque para eso no hay final. El progreso no tiene límites. Si lo pensamos bien, podríamos ser nosotros el resultado de una cultura muy avanzada, su creación, su juego, su entretenimiento. O sea, una cultura que somos nosotros mismos pero en un estado superlativo de evolución.
Y eso que en nosotros persisten muchos fallos. Fallos sobre todo en nuestras filosofías, en nuestras concepciones, en nuestros deberes como ciudadanos, en respeto a la Naturaleza, en nuestros sentimientos, en nuestra responsabilidad ante la vida y ante nuestros semejantes. Hemos progresado en técnica y en ciencia, mientras damos pasos atrás en conciencia, en metafísica, en concepciones morales con relación al mundo. Hemos permitido la desigualdad exagerada, el oprobio hacia otros seres humanos que son como nosotros pero que viven bajo la angustia y el terror. Hemos creado un Dios convencional a nuestro gusto. Hemos talado y quemado bosques. Hemos cometido guerras para estimular nuestra ambición. Nos engañamos tergiversando los conceptos, disfrazándolos, pensando que todo tiene cabida, que la mejor ley es la que nos beneficia aunque cometa prevaricación. 
¿En qué acabará todo?

domingo, 22 de junio de 2014

En mi aniversario
Hoy cumplo 82 años y no puedo dejar pasar la jornada sin hacer un repaso de mis andanzas, de mis discursos, de mis amores durante los casi 30.000 días vividos. Pienso, sobre todo, en mi mujer. Ella encarnaba todas las atribuciones que yo le aplico al género femenino.
Para mí la mujer, la verdadera mujer, la que acelera mi corazón y me hace vibrar, es la que por su constitución, su femineidad, su ternura, es la más opuesto a mí, que pertenezco al género de los hombres. Es decir, me gustan, me atraen, me enternecen, me apasionan las mujeres cuanto más femeninas son: no me agrada la mujer hombruna, musculosa y con actitudes varoniles. Y no estoy diciendo que desprecio a los hombres, ni que somos superiores los hombres a las mujeres (como pregonan algunas culturas). Tampoco soy homófono, pero no entiendo, no puedo explicarme mi relación íntima y sexual con otro hombre. Me parece deleznable, me repugna, no es natural. Yo he nacido para admirar a la mujer, para compartir y tener mi relación con ella; para verla sonreír, para admirar su cuerpo, para detectar su mirada, para extasiarme con su sonrisa y con sus gestos, para embelesarme con su personalidad. Con mi Angelines muchas veces le decía que ella podría ser muda, que no necesitaba hablar para hacerse entender. Que con una mirada suya era suficiente para interpretar su necesidad, o su requerimiento, o su amor, o su sentimiento, o su emoción. 
Por mi parte, aquí, en nuestro planeta, mi vida se ha desarrollado gracias a la mujer. Una mujer me trajo al mundo (como a todos los mortales), pero mi primera mujer del alma fue Mada, la segunda esposa de mi padre. Ella me metió a periodista; ella me dio clases sobre la vida y el comportamiento; ella corrigió mis primeros artículos periodísticos; ella me mostró el lado más aceptable de mi padre con el fin de que me congraciara con él (en los pocos momentos que lo traté, no surgió entre nosotros una buena relación. Se fue al exilio cuando yo tenía 5 años. Y al regresar a España tenía 15 –murió un  año después–, y en esos 10 años no nos había ayudado ni material ni espiritualmente, y dejó que mi madre se las arreglara como pudiera con tres hijos), ella me mostró lo que es el sentimiento, ella me iluminó acerca de la vida. Cuando me casé y me fui a vivir a México con mi mujer, Mada fue la que me recibió, la que me mostró el camino, la que me ayudo con verdadero amor. Yo venía de una España casposa, convencional, dogmática, atrasada, y Mada fue la que me explicó los términos de la vida. 
La segunda y más profunda intervención de la mujer en mí fue la que me mostró Angelines, que fue el amor más grande y tierno de mi vida; ella fue la que me «domó», la que me dio 6 hijos, la que renunció a una vida segura para seguirme a mí —aventurero crónico y con afán de probarlo todo—, y convertirse en mi compañera, y darme un amor sin reservas, profundo y entregado (y sentirse amado es el mejor premio que se puede recibir en la vida). Ella falleció hace catorce años y su presencia en mi vida fue tan significativa que todavía la recuerdo y le mantengo mi fidelidad más fiera y arraigada.
Hubo una tercera mujer que intervino en mi vida, pero mejor me lo callo porque pertenece al género intimo…

miércoles, 18 de junio de 2014

Los actos a destiempo
Ya lo he dicho más de una vez: la vida tiene muchas limitaciones, muchos «finales infelices». Uno de ellos, tal vez el más ingrato, es el de la vejez. Mi mujer, si viviera, estaría acostumbrada a mí y yo estaría acostumbrado a ella, porque los achaques de la vejez se notan menos cuando se convive desde jóvenes; una pareja pasa junta una gran parte de su vida y se van acostumbrando paulatinamente a soportar las rarezas que nos traen los años, y son felices sobre todo si hay un entendimiento emocional e intelectual (esto es muy importante), y hay una buena relación entre ellos, es decir, si se entienden, si se soportan, si sobrellevan con estoicismo las «chocheces» de la última etapa, y aguantan con la mejor voluntad las destemplanzas del otro, sus resfriados, sus toses inoportunas, sus pedos, su falta de voluntad, sus malos olores, sus deformaciones físicas, sus alientos. Peor es cuando están solteros o son divorciados y se conocen de mayores: entonces suele sobrevenir el caos, la discordia crónica, el desarreglo permanente, la falta de comprensión y los desvaríos propios de la vejez. Si no hay afinidad de pensamiento y si no existen los mismos conceptos sociales, cuando los criterios son disparejos, en las edades avanzadas es peor porque en ambos hay una mayor terquedad; a veces, los protagonistas del emparejamiento forzado tienen unas costumbres muy arraigadas y muy dispares, adquiridas durante la larga vida vivida por separado, antes de conocerse. A veces tienen una obsesión por fiscalizar a la otra parte, conocer sus secretos, desaprobar sus actos, rechazar sus opiniones. Normalmente, en los hombres, si estaban solteros antes del compromiso, las rarezas adheridas a sí mismo son incontables, a veces hasta es negativa su opinión sobre la mujer; pero si establece la nueva relación porque se ha quedado viudo y se siente solo, es normal que esté buscando otra mujer que lo atienda, que le prepare las comidas, que vaya al supermercado, que se preocupe de que tome sus pastillas a las horas indicadas, que le haga la cama, que cuide sus pertenencias, que le lleve las cuentas, y soporte con cierto estoicismo sus achaques, que limpie la casa y fabrique sus papillas. Después, a la hora de estar juntos en la cama, se presentan las mayores dificultades: a esa edad en el hombre no hay erección, el placer en muchas ocasiones es fingido, el orgasmo casi nunca llega o llega con baja intensidad. En la mujer es diferente: una mujer mayor cuando busca compañía lo hace por tres razones: porque está harta de vivir sola, sin nadie que dé la cara por ella; o porque le asusta morir sin apoyos externos y busca alguien que le «ayude» a sebrellevar los días amargos y a compartir los gastos; o porque quiere intentar experimentar la vida no experimentada antes, tan poco aprovechada emocionalmente, tan personal, tan poco dócil. Algunas mujeres mayores tienden a «disfrazarse» de jóvenes, a fingir el placer sexual… Muchas se emperifollan, se tiñen el cabello, y se hacen las descocadas. No se dan cuenta que la vida tiene sus momentos, sus límites, sus secciones, y que simular lo que no se siente no es natural o no corresponde. En realidad, representa más una descomposición que una composición. Claro, esto depende del grado de sensibilidad y de inteligencia que se posean. Porque si los dos disfrutan vivamente de la poesía y del arte y tienen la misma sensibilidad para la música clásica; si les interesa los libros y tienen suficiente conocimiento para comentarlos y emocionarse con ellos; si tienen las mismas pasiones, si les agradan las mismas películas. Esto podría representar una solución, aunque sea una solución a medias…   

sábado, 14 de junio de 2014

¿Tercera República? ¡¡Uf!!
No me explico que haya españoles en este momento pidiendo la Tercera República para España, después de las experiencias negativas que nos dejaron las dos anteriores. Con la Primera yo no había nacido, pero las referencias no pueden ser peores. Usted lo puede ver en cualquier historia no tendenciosa. Menos mal que duró solo 11 meses, porque si dura más hubiera sido una hecatombe con la cantidad de gente inexperta y con fines aviesos que pretendía implantarla e intervenir en ella. ¿Describe esta República y la otra el sentir español, el estilo negativo y complicado de los ciudadanos, su falta de sentido común y de vecindad, la inconsciencia, el gran desconcierto que encierra su alma, su calamitoso poder de razonamiento, sus horrendas conclusiones? Y lo más grave es que aquella 1ª República se proclamó sin tener mayoría o sea, ya de por sí fue un fraude; y tuvo 4 presidentes en su corto tiempo de vida. Uno de ellos, el catalán Estanislao Figueres, renunció once días después de ser nombrado, y además lo hizo sin comunicárselo a nadie: Dejó sobre la mesa de su despacho la carta de renuncia, se fue a la Estación del Norte; se montó en un tren que iba para Francia, y no se apeó hasta llegar a París… Además del desbarajuste general (el anarquismo, que costó tantas vidas), estuvieron las revoluciones cantonales, donde todo el mundo pretendía ser independiente. Había pueblitos que trataban de independizarse de la ciudad cercana, como ocurrió con Utrera respecto a Sevilla, y muchos otros por el estilo. Esta Primera República solo produjo anarquía e inestabilidad y se resolvió a bastonazos… La Segunda fue peor y más larga. Esta duró tres años y parte de ella sí la viví por lo que algo recuerdo a pesar de que yo era un niño de cuatro años. Nací en el 32 y no se me olvida el hambre que se pasó, los cortes de luz continuos, los bombardeos, las carreras al refugio o al metro, los peligros constantes, la corrupción general, lo miserable no de la guerra en sí, sino de la gente que se volvió perversa. A pesar de que mi padre militaba en el partido comunista, no podíamos evitar los registro: venían y se llevaban lo que les daba la gana. Después ya vimos las consecuencias: 40 años del gobierno de Franco, con su escasez, el estraperlo (que se dice que lo organizaban los mismos políticos), la represión continua, el racionamiento de alimentos, las costumbres vejatorias: la habilidad para darle la vuelta a los trajes y que parecieran nuevos; la necesidad de meter cartones en los zapatos para tapar los agujeros de las suelas; lavar con agua y jabón las corbatas; dormir en colchones rellenos de paja…
Y después de tantas penalidades, tantas humillaciones al pueblo, tantas actitudes putrefactas, van y reclaman la Tercera. ¿Quienes serán los que quieren producir tanta inestabilidad? Yo creo que siempre son los mismos… (Antes de despedirme, debo 
afirmar que mi familia fue destruida por la Guerra Civil: mi padre en el exilio; mi madre soportando la mayor pobreza; nosotros los hijos, sin estudios, sin casa donde vivir, sin medidas sociales que nos ampararan, despojados de amor y siempre pagando las actividades políticas de mi padre…) 

domingo, 8 de junio de 2014

Pensamientos locos
A veces, acerca de la vida, tengo pensamientos locos y atropellados, ideas irrefrenables, dislocadas, incluso incómodas, porque atentan contra los apremiantes requerimientos de mi mente, o contra mis razonamientos, contra mis anhelos convencionales, o contra mis  quimeras ilusorias. Claro, es natural que a mi edad me acechen pensamientos de una condición confusa. Con frecuencia se ve uno envuelto en una situación conflictiva ante los indescifrables misterios de la vida, o en las controversias de los asuntos del «más allá», en la mística de las ideas, en la validez o invalidez de nuestro entorno, y en esos locos mitos que se han ido adueñando de nuestra mente propiciados por la cultura popular. ¿De qué esta hecha la vida y qué se persigue con ella? Yo, creo haberlo repetido más de una vez: por lo que se refiere a mí, no comulgo con eternidades. No me veo convertido en un espíritu: incluso, mi razón me hace desconfiar de que los espíritus existan… Aunque he soñado con ellos, y he visto cosas que se oponen a mi inteligencia, por más que trate de razonarlo, por más que busque paliativos, no puedo entender que un cuerpo descompuesto y destruido, comido por las bacterias, vaya a resucitar un día, tanto de forma material como inorgánica. Además de ser científicamente imposible, no tiene razón de ser: ¿Para qué morirse si después vas a resucitar? Además, no acabo de entender para qué puede servir un espíritu: si trabaja, si come, si defeca, si juega al mus. Y es curiosa la imperiosa necesidad que tengo de creer en ello, no solo por lo que me atraen los misterios existenciales, tanto en su composición subjetiva como en su carácter metafísico, sino por si algún día me volvería a encontrar con Angelines. 
Trataré de explicar este galimatías: Mi vida de ahora, amoldada a 14 años como viudo, gira en torno a mi mujer, a la felicidad que me causaba su presencia. Y es curioso que esto me ocurra ahora, porque en los días cuando ella vivía conmigo, si bien tenía un ramalazo romántico, no lo era en exceso. Mi amor hacia ella se puede catalogar como «normal», si esta acepción representa una medida equidistante… algo que se puede considerar contrario al sentimiento de ahora que tendría que denominarlo pasión. Nos queríamos, nos entendíamos, nos divertíamos juntos, llegamos a ser imprescindible el uno para el otro; nos consultábamos las cosas; los dos unidos construíamos la vida familiar; trajimos seis hijos al mundo; nuestras relaciones sexuales, aunque decrecieron con el tiempo, todavía funcionaban, y funcionaron hasta poco antes de su muerte. ¿Qué más se puede pedir? Ella me fue absolutamente fiel –pongo la mano en el fuego, como se dice–; yo no tanto. Los hombres somos infieles por naturaleza. Queremos poner a prueba ese tono de conquistadores que nos ha dado la vida, ese impulso incontenible impuesto por nuestro pene y por nuestro ego masculino. Pero existe un «algo» que nos hermana a la mujer con la que estamos unidos y con la creamos un mundo para la convivencia, porque, además, ella nos vincula con nosotros mismos, hace que nos perdonemos y armoniza nuestra forma de pensar. Gracias a ella, asumimos responsabilidad, además de los diversos toques emocionales que ella emite hacia nosotros. Pero, en aquel entonces ni yo mismo entendía la importancia que Angy tenía para mí. Tuvo que morir para que, al faltarme ella, yo lo advirtiera plenamente. Ahora veo que Angelines era mi brújula, la que me señalaba el camino, la que cuidaba de mi salud, la que se reía con mis bromas y sabía respetar con mucha gracia mis conceptos aunque no concordaba con algunos. O sea, la vida con ella estaba llena de incentivos emocionales para mí.
Ahora, como una dulce imposición de la vida, todos los días, a cada hora, en cada momento, la tengo frente a mí y pienso en ella. Es como si fuese una concesión especial, un sentimiento que ni yo suponía que estaba contenido en mí y que me complace tener porque describe mi sensibilidad. Ahora la sueño, la siento, vive en mí y conmigo. Y si no fuera porque se trata de una idea que contradice mis esquemas mentales, diría que la veo en persona…

jueves, 5 de junio de 2014



Importancia del sexo
Podría ser que Freud tuviera razón y que el sexo fuera el verdadero incentivo, el motor que impulsa la vida, o el que con más insistencia motiva nuestros actos. Porque, esto es una señal clara: cuando la facultad para desarrollar el ejercicio sexual –es decir, la procreación– se acaba, cuando llega la vejez y el sexo comienza a decaer (bien por imposiciones biológicas, psicológicas, o por ambas), el interés por la vida, el amor hacia ella, se va difuminando: ya no hay afanes, ya no hay futuro, ya no hay pasión, ya no hay enamoramientos. Y es en ese momento cuando uno tiene la sensación de que ha sido utilizado. A veces he escrito que la verdadera necesidad, la única motivación, el verdadero impulso de la Naturaleza es procrear y multiplicar la especie. La razón de este hecho, su significación, se sitúa muy lejos de mi entendimiento  (¿por qué razón alguien necesitará a alguien?), pero no hay duda de que esa es la primordial tarea que existe para fomentar la vida. El amor y, como consecuencia, el sexo, es lo que nos impulsa en todas nuestras actividades: vive en nuestro arreglo personal, en el cuidado de nuestro aspecto y nuestra figura, en el afán de progresar en el trabajo, en la adquisición de cultura, en la convivencia, en el deseo de resultar simpático y agradable para atraer al género opuesto, en esa misma presunción de adornar nuestros actos, en el uso de una vestimenta determinada… Detrás de ello, como imposición exigente, solo está el sexo. Puede haber excepciones, lo sé, pero ese afán de destacar en actividades con alto contenido de glamour es definitivo.  Eso me produce la impresión de que la existencia de macho-hembra, es decir, la creación de géneros, obedece a un plan trazado por alguien de más arriba. Aun considerando que el creador estuviera sometido a las imposiciones de unas leyes biológicas y químicas (algo que va adherido con la vida y forma parte esencial de ella), impuso que para que arribe un ser vivo clasificado en la especie animal, es necesaria la colaboración de una hembra y un macho. ¿Cómo y por qué? Ya lo dijimos antes y, además, es algo que lo sabemos todos: el varón expide un espermatozoide y la hembra pone en su camino al óvulo para que se fertilice. Es el único camino. No hay otro. Y para que esa acción se realice, ha colocado ante nosotros el cebo, la atracción del placer sexual (llamado también amor en algunas ocasiones…). ¿Has pensado alguna vez que si no fuera por el placer sexual el mundo se habría acabado? Para cumplir ese menester, se dijo el Creador, con un hombre y una mujer basta, y esa podría ser una razón suficiente; pero creo que no es la única. Si partimos de un ser por encima de nosotros (no un ser superior como el que pinta la Biblia, el cual trajo la vida al mundo chasqueando sus dedos mientras pronunciaba el famoso grito de «¡Hágase la luz!») que determinó que nuestra existencia material dependiera de la acción biológica, luego advirtió que en el nuevo ser existían ambiciones espirituales: tenía frente a él a un elemento que era poseedor de una condición mística, que anhelaba cosas, que narraba historias, que se relacionaba con las otras personas, que amaba, que sonreía, que lloraba, que abrazaba… Y ahí es donde el creador se dijo: «Está bien. Démosle un soplo en la frente para que este ser sienta lo que representa la transcendencia de una mirada, el amor, los sentimientos, los complementos de la personalidad, la sublimación de la belleza, la creación conjunta, la pasión del sexo: para eso tiene que existir un hombre y una mujer, desde luego; y no solo para que traigan seres al mundo, sino también para que se complementen y la vida, espléndida y entrañable, gire en torno de ellos, en su acción».

(En la foto, mis tres primeros hijos: Adita, David y Mónica.)