martes, 28 de agosto de 2012


Ésa eras tú

¡Me encantas, mamita, en esta foto donde estás tan natural e interesante! Estamos en El Patio, un lugar de comidas de ambiente criollo situado en Puerto Rico, en el Viejo San Juan (que es como llaman a la parte antigua de la ciudad), a la entrada de la calle San Sebastián, frente a la plaza de San Jacinto. Dany está con nosotros. Es el año, creo, 1990. ¿Qué hacíamos por aquellos días? ¿Quienes y cómo éramos nosotros? Por aquella época —vivíamos en la calle Ensenada— tú me manifestaste que, desde que nos casamos, nunca habías sido tan feliz como en aquel momento… Y sí, así sería: habíamos pintado nuestro apartamento; habíamos comprado muebles nuevos; habíamos decorado; yo tenía un buen empleo en el Hospital Auxilio Mutuo; íbamos frecuentemente a la playa, y todas las tardes a caminar una hora al Parque Central y nos comunicábamos cosas de nosotros. Yo hasta te echaba piropos (iba detrás de ti y decía: «Huy qué piernas tan bonitas; qué culo más bonito, ¿quién será esa muchachita que camina delante de mí?». Y tú me decías, riéndote: «Ay papito, que no me dejas que me concentre…»). Y es que sí, aparentemente, todo nos iba bien. Y digo aparentemente, porque ese no era mi caso. Perdona, mamita, yo creo que lo que tú querías era estabilidad económica, y en aquellos días la teníamos. Con eso debía de haberme dado por satisfecho. Pero digo que no era mi caso en un ciento por ciento porque yo no estaba muy conforme con lo que hacía. Yo, profesionalmente, no había triunfado y estaba cada día más lejos de triunfar. Claro, esto no te lo comunicaba a ti… Aunque debo decirte que el problema era que no sabía bien lo que quería hacer (y eso tu lo sabes muy bien porque siempre has sido mi paño de lágrimas). Muchas ilusiones, muchas quimeras, muchas fantasías, pero en concreto nada (o soñar con imposibles). Un tiempo atrás me planteé el asunto de qué era lo que hacíamos en Puerto Rico: aquí no hay editoriales que es donde yo me desenvuelvo mejor (a pesar de que no fuera eso lo que más me atraía), y como escritor no acabo de verme. Y tú me decías, «Tienes que tener paciencia. Verás como pronto saldrás adelante».  Y en Puerto Rico nos quedamos. Y, la verdad, no lo lamento.

viernes, 24 de agosto de 2012



Culo de mal asiento

Esta foto me encanta. No por su calidad gráfica, que no la tiene, sino por su contenido. Por los bellos recuerdos que me produce. Estamos en Vitoria, Álava, en un tour que hacíamos por España con tu hermano Jose, ¿recuerdas? Hacía poco que habíamos regresado a nuestro país después de 14 años de ausencia (salimos recién casados para México, donde estuvimos 5 años, y después Venezuela, donde vivimos nueve, y regresábamos ahora más maduros, más formados, más serios —supuestamente—, con seis hijos y un montón de aventuras a nuestras espaldas. Yo, en la foto, ya comienzo a verme un poco «barrigón», pero tú te ves linda, deliciosa, con esa carita de niña y tus escobillas a ambos lados de la cabeza… Y siempre feliz, siempre amable, siempre amorosa, siempre preocupada por todo y por todos. Contigo está Dani –3 años–, un poco enfurruñadito porque se había hecho una herida en la rodilla. En ese momento él no está consciente de que había tenido un significado profundo en nuestras vidas, que había significado un antes y un después, un pasado y un presente, un ayer y un hoy de nuestra relación. Tú estabas encantada de haber regresado, aunque a los cinco años hicimos de nuevo las  maletas… ¡Era yo, al que tú misma llamabas «culo de mal asiento». Y es que no me podía quedar sentado en un sitio: siempre estaba interesado por lo que podría haber «detrás de la montaña». Yo, en la foto, me parezco al padrino de la mafia, Don Carleone. Con ese mismo atuendo, en uno de los pueblos por donde pasamos, se me acercó una vieja vestida de negro y con un paño negro anudado a la cabeza, me miró de arriba abajo y me dijo ¡Mírale, tan mariconazo él! Y se me quedó mirando con un ojo abierto y otro cerrado… Claro, esa era la España de entonces.

viernes, 17 de agosto de 2012





Recuerdo de aquellos días…


Es posible que tú ahora no tengas muy abiertos los sensores del recuerdo, pero si es así, aquí estoy yo para refrescar tu memoria:
Aquí apareces tú con tu nene recién nacido… (estás en una terraza cubierta a la que llamábamos «el despacho» porque al principio de vivir en ese apartamento, yo puse allí mi oficina). Dani había venido al mundo tres días antes de esta fotografía, en Maracay. Y aquí estamos ya en nuestra casa de Caracas. Habíamos estado pasando unos días en Choroní porque tu médico te autorizó pensando que todavía te quedaba un mes de embarazo. Pero esa no era la cuenta de Dani… 
El médico rural de Choroní, cuando se presentaron los primeros síntomas, me recomendó que te llevara a parir a Maracay, a 60 kms. de donde estábamos. Y en una ambulancia-jeep prestada por el Departamento de Salud salimos zumbando hacia la ciudad, a la que, normalmente, se hubiera tardado una hora, pero por las irregularidades del terreno y las lluvias recientes, se tardó como hora y media (había que subir la montaña y volverla a bajar por una vía de tierra no pavimentada. Y tú por el camino diciendo ¡No puedo más, no puedo más! mientras yo te sujetaba y te daba ánimos y le urgía al conductor para que se diera toda la prisa que pudiera). 
Al final llegamos y nos dejó en el dispensario público. Pero, ante la situación y el progreso lento de las pacientes que estaban allí esperando, te saqué de la camilla, y cargada en mis brazos, salmos a la calle, cogimos un taxi y nos fuimos a la Clínica Calicanto (privada, 500 bolívares el nacimiento de un niño con la cabeza normal), donde nada más llegar, nació Dani (yo creía que iba a nacer en el recibidor de la clínica)… 
La llegada de Dani al mundo, además de suponer una gran aventura, trajo un sentimiento de intenso amor entre nosotros dos. Dani fue el símbolo de nuestra «reconciliación» después del asunto de Astrid, y a partir de aquello, nuestra vida sexual fue intensa, llena de amor y poesía. ¡Parecía como si fuésemos unos recién casados siempre deseosos de vernos desnudos uno frente al otro. Hacíamos el amor en el autocine, en hoteles a las afueras de Caracas llamados «de tapadillo» (que tenían yacuzis, vídeos pornográficos y camas redondas, con espejos en las paredes y en el techo de las habitaciones), y en casa, por supuesto, pero allí no era tan apasionante. En realidad, esos tabernáculos de amor no eran sitios para casados, sino para amantes, para parejas de novios, para tipos que van con una prostituta, o para resolver planes de amor adúltero. Pero, hay que tener en cuenta que yo era el marido «casi» perdido y vuelto a encontrar, y tu la esposa recuperada por mí cuando estuve a punto de perderte, y nos encantaba comportarnos como si fuésemos dos amantes deseosos… Además, después de aquello, aprendí a conocerte mejor; aprecié más profundamente tus actitudes, tus deseos, tus cualidades, tu inteligencia, tus anhelos y tu posición ante la vida. Ya no eras la mujer que cuida a los niños, va a la compra y hace la comida… ¡Eras la compañera ideal! Eras la mujer que me amaba y que necesitaba mi amor imperiosamente, igual que yo estaba necesitado del tuyo. Eras el encanto que me comprendía, que me interpretaba, la que me bajaba de la nube y me situaba a ras de suelo, y la que tenía gran habilidad para elevar mi temperatura lujuriosa (que todo hay que decirlo). En resumen: eras lo mejor que podía esperar en mi vida. (Nota para los curiosos: Cuando ocurrió esta escena, llevábamos 12 años casados y teníamos cinco hijos más…)

martes, 14 de agosto de 2012



¿Por qué leyes nos regimos?

Se mire por donde se mire y aún sin dejar de tener presentes las creencias de cada quien (en especial las que giran sobre la procedencia y el fin del género humano), la vida, la existencia en sí, la divina función del amor —incluido su lado práctico—, la fabricación y el advenimiento de los hijos, su educación y su estímulo para que luchen, para que alcancen cada vez más prestigio y, en términos generales, para aquella e ineludible necesidad de evolucionar con la que nacemos y que nos exige la Naturaleza, si lo unimos a lo que contemplan nuestros ojos cada día, o sea, aquello que por verlo constantemente, lo consideramos normal a pesar de estar impregnado de incógnitas y misterios, o los anhelos siempre insatisfechos del espíritu, que suponen el impulso para el propio progreso, la motivación, todo ello constituye el gran recurso de la existencia, el adorno de la vida, su lado divertido y simpático —si se quiere—, o sea, el aspecto verbenero, el frívolo, el placentero, el dulce, el ameno, el soporte para sobrellevar, para atenuar la penosa carga, o sea, para disminuir el competitivo y engañoso, el absurdo, sentido de la vida, para adornarla con miles de florituras, y convertir su tránsito en un algo más soportable…
Luego, entre tanta «menudencia», entre risas y lloros, entre momentos halagüeños y desdichados, entre quimeras y violentos despertares, entre ¡viva yo y muérete tú!, nos llega la muerte… ¿Y después? ¿Hay algo o no hay nada…? Esa es la clave: si la vida concluye ahí, con la muerte, no tiene ningún sentido; y si hay continuidad mediante nuestra conversión de humanos a espíritus, tampoco la tendría, pero nos daría una considerable carga de ánimo y dulcificaría nuestro paso por este mundo. Pero nunca lo sabremos por la ciencia; únicamente por la fe, y eso es muy aventurado.
En días pasados, releyendo a Gombrowicz, vi que decía que «Descartes tuvo miedo de las consecuencias terroríficas de sus ideas razonadoras (como me pasa a mí), e intentó —para atenuárselas a sí mismo— mostrar la realidad objetiva de Dios y, por tanto, de un mundo producto y creación de Dios» (en realidad, si no existe un Dios, la existencia se convierte en algo terrorífico y a nosotros en seres indefensos y anodinos ante la nada). Yo mismo, el día de ayer, investigando a Carl Gustav Jung, del cual creí haber leído una sentencia relacionada con el azar («no existe el azar: todo son, simplemente, las tramas presentadas por la vida»), me encontré con una expresión que me llamó la atención: Imago Dei. ¿Qué se entiende por imago dei en sus vertientes filosóficas más asequibles, me pregunte?
Acudí a mi primera «biblioteca» de consulta, Google (aunque despierte la sonrisa despectiva de los eruditos), y se me ofreció una diversidad de descripciones, la mayoría de las cuales referentes a la expresión bíblica, es decir: que estamos construidos «a imagen de Dios». Sin salirme de esta especificación (en realidad, no tiene otras), encontré unas cuantas expresiones que «filosofaban» obstinadamente en referencia a dicha afirmación bíblica. Pero hubo una que conmovió mi ser, que me hizo vibrar (no el artículo en sí, sino uno de los comentarios): En este comentarista no había énfasis, solo había naturalidad. Aseguraba que no había otra posibilidad: el universo tenía que haber sido construido por Alguien, y a nosotros nos hizo a su imagen: con la facultad de pensar, de crear, de admirar, de sentir, de inventar. Eso no puede hacerse por casualidad… Y esgrimía unos argumentos sencillos, convincentes, «sin vuelta de hoja», como se suele decir. En un principio yo mismo me sentí tocado, tambaleante: «Lo que él dice es cierto», me dije casi con lágrimas en los ojos, «y no es posible rebatirlo». Y en un principio me sentí emocionalmente tocado. Creí que había llegado la hora de mi conversión… Pero al día siguiente lo volví a leer y ya no me produjo la misma impresión… Se ve que mi temperamento en el momento de leerlo, ya no era el mismo. Ya no me convenció… Y es que se ve que todos somos en un momento dado lo que nuestras neuronas, lo que nuestro subconsciente, nuestro espíritu, nuestra alma, quieren que seamos. 
Ya ves, si no lo hubiera vuelto a leer, hoy sería otro.