viernes, 30 de octubre de 2009
¿Qué es el amor?
¿Qué es la felicidad sino esos momentos gratos, preñados de satisfacción, cuando los sentimientos se elevan y se perciben las virtudes de la vida en su plenitud? Una intensa noche de amor en la habitación de un hotel; una excursión a un sublime e ignoto lugar; una celebración en familia donde priva la alegría y el buen humor; la contemplación, abrazados o cogidos de la mano, de una puesta de sol en la montaña; una tertulia familiar después de la cena, de explayado diálogo y exposición de emociones y propósitos; el éxito académico o deportivo de un hijo o una hija; una grata reunión con amigos; una charla intensa y compenetrada entre entre mujer y marido, de ilusiones y anhelos, o de éxitos personales, o de manifestación de amor y planes futuros, donde queda demostrado que hay coincidencia de sentimientos, aunque no necesariamente los tenga que haber de puntos de vista…
Podrá parecer una perogrullada, pero la intensidad y perdurabilidad de nuestra relación conyugal se debió al amor. Es algo fácil de afirmar, pero difícil de describir y demostrar. Se han hecho tantas definiciones del amor que lo han convertido en un sentimiento confuso, metafórico, a veces ñoño, cuyo sentido se versifica, y suele ser presentado como una verdad reposada a un tiempo en el alma y en el cuerpo —Rimbaud—; o en el deseo de poseer a quien nos posee —Edgar Morín—; y como la simple respuesta al llamado del otro —Heller—; o que «no es otra cosa que el localizar en un ser, en una vida, dentro de los límites de un rostro y un cuerpo, todo un mundo de abstracciones y anhelos, de espacios infinitos e irrealidades sin medida», que se le ocurrió decir a un poeta como Pedro Salinas. O la sentencia de Robert Herrich, que nos anonadó con aquello de: «Por favor, ámame poco si quieres amarme mucho tiempo». O lo que, para desilusión de muchos, Marguerite Yourcenar, dixit: «Hay que amar mucho a una persona para arriesgarse a padecer. Debo amarte mucho para ser capaz de padecerte»…
Cuando, en realidad, el amor, el verdadero y válido amor, el que se disfruta a lo largo de la vida con intensidad aunque por diferentes razones según el momento, es decir, la buena y duradera relación, proviene de un estado de ánimo compartido; de un propósito común; de una ilusión perenne y una armonía de sensibilidades y pensamientos; de un concepto sin fisuras respecto a la lealtad y a la coincidencia de inquietudes, la comprensión, la comunión de intenciones, y, sobre todo, de complicidades. Y no es sacrificio, porque lo que yo hago por el ser amado no es ningún sacrificio, sino entrega; no es padecimiento ni es renuncia.
Antes y después de casarnos, tanto Angelines como yo vimos a nuestro alrededor un crecido número de matrimonios rotos o en estado de descomposición, o destruidos, o muertos en vida, que es lo más frecuente. Bien cerca de mí tengo el fracaso de mis padres. Cuando mi padre pretendió a mi madre, apenas cumplía 16 años, y mi madre 19. Dado que en sus pretensiones se enfrentó a la férrea oposición de mis abuelos, hubieron de recurrir a diferentes estratagemas para alimentar su pasión y, desentendiéndose de los obstáculos que le salían al paso, mi padre escribía sus más encendidos versos de joven y apasionado poeta para conquistar-engatusar a mi madre:
¡Mi virgencita loca! ¡Mi virgencita loca!
Tú que eres mi divina musa de carne y hueso,
apaga en mí esta fiebre de besos con tu boca,
y ahoga esta tristeza eterna con tus besos.
Y mi madre, probablemente, apagó la fiebre de mi padre con sus besos, y es posible que agregara algún complemento, pero sus afanes bomberiles no dieron resultado, porque, aunque se casaron y obligaron a mucha gente a dar su brazo a torcer, diez años más tarde él huyó de su lado, con una compañera de trabajo oculta en su equipaje, y propiciando que las apasionadas y prometedoras expresiones de un amor delirante fueran barridas por el viento. Y así fue como tal despropósito constituyó al martirio y la destrucción de ambos e, irremediablemente, nos afectó a nosotros, sus hijos, sus más vívidas creaciones poéticas, según él mismo confesaba. ¿A qué se debe que tanta dulzura, tanto amor encendido, tanta pasión y poesía se convirtieran en un humeante y maloliente montón de mierda, es un misterio imposible de desentrañar. Nadie lo sabe. Aunque, cuando se analiza bien, se descubre que estas posturas son propios en los impredecibles desvaríos del ser humano.
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