¿En qué medida he cambiado?
Algo nuevo y edificante habita en mí ahora, no tengo ninguna duda. No es todo lo que yo hubiera deseado, desde luego, pero empiezo a sentirme otro en el ámbito espiritual: más comprensivo, más seguro, más abierto, con más ternura y más caridad hacia las personas, más dispuesto a escuchar los dolores ajenos. He llegado a un punto de mi edad –que es lo mismo que decir a un punto de mi vida–, que soy capaz de sentir el amor en toda su dimensión lírica, platónica, romántica y emocional. Aunque, dentro de esta firmeza psíquica que me produce una elevada carga de aceptación de la vida, hay días que, inexplicablemente, todo se desmorona en mi entorno. Por un detalle trivial o por una contrariedad, mi ánimo entra en una crisis que me lleva a hacer un razonamiento excesivamente materialista y que, hasta cierto punto, anula mi imaginación y mi espiritualidad, y me convierte en un ser inseguro respecto a cuál debe de ser mi actitud y el verdadero rostro de la vida, hacia dónde debo mirar, o cuál debe ser el estado de la conciencia y cuál la explicación menos absurda. Y en esos momentos de fragilidad y ruptura del pensamiento, donde todos mis apoyos se descomponen, reacciono de una manera intemporal, brusca, y entro en un círculo vicioso: cuanto más razono, menos creo en en algo. Después, sin saber por qué, o con una contemplación de la Naturaleza o con una leve mirada al retrato de Angelines, regresa lentamente la cordura y me voy convirtiendo en el ser humilde que soy o pretendo ser, alguien más natural, más digno de mí. Después, otra vez regresan los mundos imaginados, los palacios de cristal y los peces voladores, y me digo que por qué hay que ser tan severo, que por qué razón debemos tener una ideas de condición realista, que si la Naturaleza nos ha dotado de la imaginación y la creatividad será porque ello nos hace la vida más soportable y nos ayuda a contemplarla con sentimientos más solidarios y dignos. Y entonces telefoneo a mis hijos y les hago una manifestación de amor (trato de hacerles llegar el amor de mi difunta mujer únido al mío). Podría suceder que estas caídas me ocurran debido a que, dentro de esta nueva actitud espiritual en mi vida, me acucia el intento de penetrar demasiado en la intimidad de las personas más cercanas a mi corazón, figurar yo con más trascendencia en sus vidas, participar de todas sus emociones y sentir cuando estoy en compañía de ellas lo mismo que siento en una novela que leo o en una novela que escribo: esa fuerte intensidad emocional de compenetración con los personajes, esa participación total en sus sentimientos y en sus vidas, donde no hay otros límites que los impuestos por la imposibilidad literaria. En esos momentos de crisis no se me ocurre recurrir a libros de autoayuda, ni a consejos de personas especializadas, ni a corrientes filosóficas o matafísicas —en las que no creo—. Tampoco recurro a la ciencia médica. Yo, con todo y los tropiezos que eso puede significar, me sostengo como un acérrimo creador de mi mundo. Hay veces me parezco a Robinson Crusoe, perdido en una isla deshabitada, en la cual me veo obligado a reinventarlo todo. En realidad, confío en que dentro de todas estas tentativas, algún día aparecerá la luz y tendré la certeza de que el camino que sigo es el que debo seguir. Claro, si no me muero antes…
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