sábado, 31 de julio de 2010


Por un momento, vamos a pensar que Dios…


En su libro Come, reza, ama, escrito como memoria mientras trataba de alcanzar, dice —durante un año de experimentación—, el entendimiento de la vida, Elizabeth Gilbert nos comunica que «Nuestra labor, entonces, una vez tomada la decisión de emprenderla, consiste en hacer una búsqueda constante de metáforas, ritos y maestros que nos acerquen cada vez más a la divinidad. Los textos del yoga clásico —filosofía por la que se pronuncia ella— dicen que Dios responde a las sagradas oraciones y afanes de los seres humanos sea cual sea el modo elegido por los mortales para rendirle culto, siempre y cuando se haga con sinceridad».

Claro, esto es algo que —como la mayoría de las cosas que se refieren a Dios— carece de explicación. En realidad, Dios, si nos ha creado, debía de haberlo hecho de tal forma que no tuviésemos necesidad de pedirle nada… Porque, además, la vida de cada quien tiene una línea marcada que depende de unas estructuras físicas y biológicas (genes y esas cosas) sobre las que Dios no puede ejercer su influencia ya que, si la ejerciera, estaría contraviniendo sus mismas disposiciones, que serían universales, o sea, su intervención significaría que estaría cometiendo una contradicción de sí mismo.

Además, ¡estaría arreglado Dios, con lo pedigüeños que somos los mortales!

Pero sí existen unas fuerzas extrañas en el universo que, a veces, ejercen influencia sobre nuestra humanidad, o sobre nuestro inconsciente. Yo, que no paso de ser una enorme caja de contradicciones, a veces, cuando tengo un dolor físico o un quebranto espiritual, sí es muy agudo, insistente y preocupante, recurro a Angelines, mi mujer difunta, con la que tengo una estrecha relación… ¡Fíjese usted: Jacinto de Ontañón efectuando tales actos! Bien, que conste que no lo hago ante cualquier contratiempo, sino cuando me atacan unos deterioros que son importantes, aquellos que me hacen pensar que voy a caer en una enfermedad que me impedirá caminar, o que mi cerebro y mi inteligencia acabarán por no responder como yo quiero que respondan.

Escuche ésto con atención: hace tres o cuatro días comencé a sentir un dolor en la planta del pie derecho. Empezó como algo imperceptible y débil, pero fue creciendo hasta crearme inconvenientes para caminar y hasta para dormir. Tomaba Advil o Aleve y como si nada, o se me quitaba por un momento pero al rato volvía… Cuando llevaba tres días así (que hasta me obligó a renunciar a ir a Palmas del Mar atendiendo una invitación de mi hijo Dany), y ya no podía más, recurrí a Angelines. De antemano digo que, sintiéndome avergonzado de semejantes prácticas, lo confieso, froté su fotografía contra mi pie dolorido al tiempo que decía: «¡Angelines, alíviame, si puedes, este dolor inaguantable, por favor, y perdona por ser tan latoso!». ¡Y tres minutos más tarde el dolor había desaparecido, pero desaparecido por completo! Y no ha vuelto más. Ni yo mismo me lo podía creer porque, hasta eso: no creo demasiado en estas cosas, y ya acabo de exponer mi pensamiento acerca de este asunto… Lo que pasa es que yo me desdoblo cuando lo necesito y mi otro yo realiza gestiones que el yo este de aquí no es capaz de contravenir, y le deja. Además, no es la primera vez. Desde que falleció mi mujer he recurrido a ella por diferentes dolencias —físicas y espirituales— unas diez veces, y nunca me ha fallado, siempre he obtenido el mismo resultado espectacular que tanto me obliga a pensar.

Es mi pierna derecha, que es la misma en cuyo pie se generó este dolor, la cual tiene un problema de circulación. Cuando camino aproximadamente 200 metros, comienza a dolerme la pantorrilla y tengo que parar y descansar un rato (lo llaman «Claudicación intermitente»). Eso dicen que se cura de dos formas: haciendo ejercicio —y yo lo hago— o permitiendo que te introduzcan un catéter por la vena de la pierna, y luego lo expandan: así la sangre circula con mayor facilidad y alimenta con mayor fluidez a los músculos. Pero eso yo no lo acepto porque me convierte —cada vez más— en una máquina. En resumen: todo es debido al colesterol, lo sé, y es que a mí lo glotón no me lo quita nadie. En algunos informes médicos se dice que el dolor puede aumentar y extenderse hasta el pie. Y eso es lo que yo temía que me pasara… Claro, por lo pronto me he moderado en los alimentos. Trato de no comer grasas saturadas; he acortado las raciones; ingiero menos azúcar; tomo frutas, tomate y vegetales, etc. Porque mi Angelines puede llegar el día que se canse o me mande a tomar viento (¡Este tipo se ha creido que yo me morí para curarle lo que padece por lo comilón que es!, pensará…). Pero, de todos modos, aquel dicho de que «Ayudate y Dios te ayudará», no funciona siempre. Al menos conmigo.

Lo malo de todo esto es que cuando las dolencias se moderan, cuando veo que me siento como el pastorcillo de Heidi, saltarín y lleno de vitalidad, y que corro detrás de los corderillos (ojo, no crean que para comérmelos), casi sin darme cuenta, o sea, instintivamente, empiezo a aumentar las raciones y a comer más carne y menos pescado y más alimentos dulces. ¡Y es que glotón, es glotón aunque lo maten…!

jueves, 29 de julio de 2010



Sobre A.


Ella debe de estar ahora en los 56 y será una bella mujer madura, qué duda cabe. Seguirá teniendo aquella misma sonrisa dulce y turbadora, casi imperceptible, construida sobre un cúmulo de elementos afectivos. Era una sonrisa que me suspendía en el tiempo y en el espacio, que despertaba todas las emociones que podía generar mi ser, y creaba tales maravillas en mi alma que la eclipsaba, la transportaba, la suspendía, porque había en ella una conjunción donde todo sonreía: sonreían sus ojos, sonreía su boca, sonreía su ser y su corazón. Y permitía que se manifestasen todas aquellas muestras de amor albergadas en su alma.

Sus ojos, ambarinos, a pesar de los años transcurridos, refulgirán como lo hacían entonces en el momento de librar sus turbaciones, de recurrir al uso de sus sentimientos, y a la exaltación de su corazón. Y, como entonces, algunas veces, se cubrirán de lágrimas y tal vez lo hagan ante la pesadumbre causada por su reproducción del pasado, de lo que pudo haber sido y no tuvo oportunidad de ser… ¿Llorará por mí? No sé, eso sería concederme demasiada importancia, sería como pensar que todavía vivo retenido en su corazón, que ella me recuerda aún con la emoción de entonces… Pero de lo que sí estoy seguro es de que me rememorará sin poder reprimir las lágrimas, y volverá a sentir la intensidad, la dulzura de aquella relación que sobrevivió corto tiempo, pero donde ambos dejamos correr nuestros sentimientos, y los dejamos manifestarse con intensidad plena —angustiosa, por la clandestinidad del hecho—. Era como un sentimiento que salía del alma, del corazón, de las entrañas y no podía llegar más lejos porque había llegado al punto máximo donde ya no había más trecho por recorrer; era el amor total, el amor aceptado sin vacilaciones ni recortes contradictorios, sin prejuicios ni regateos. Y sin impedimentos morales. Porque solo éramos nosotros en el mundo, ella y yo, y nos olvidamos de todo lo que existía en torno nuestro.

Aquello era amor y punto, era el amor en su más pleno significado.

¿Existirá un sentimiento más grande?

Yo, con este pasaje de mi vida, mantengo un sentimiento contradictorio: por un lado, es decir, por el lado mío más exigente, el moral, el responsable, lo lamento, lo lamento profundamente, lo sufro como una acción infame, imperdonable. Y sigo padeciendo —todavía hoy— el hecho de haber inferido una traición de tal calibre a Angelines, de haber sido la causa de tanto dolor y tanta desdicha en ella, cuando ella era mi único amor —intenso y bien estructurado—, y era mi amiga, mi compañera leal, mi paño de lágrimas, casi mi creadora. Pero, por otro, me regodeo, me envanezco, me satisfago, me siento como un ser especial por haber sido capaz de generar un sentimiento de tal hondura en otra mujer…

Y, además, es que un sentimiento como este no puede dejarse a un lado, así, sin más. Me esfuerzo, pero no lo logro. Aunque, me pregunto, ¿lo deseo de verdad?

Debo decir —y de ninguna manera pienso atrincherarme en ello—, que esta relación, cuando surgió, me pilló desprevenido. No era yo muy dado a las aventuras amorosas porque conmigo, junto a mí, lo tenía todo. Y hasta entonces, si bien me envanecían, había evitado sin gran esfuerzo las «posibilidades» que me salieron al paso. Angelines y yo fuimos novios durante cinco años y cuando nos casamos lo hicimos conscientes de la fortaleza de los lazos que nos unían.

Desde nuestro enlace se cumplían apenas diez años, y teníamos cinco hijos (el sexto llegó como consecuencia de nuestra reconciliación), y una felicidad bien estructurado. Nuestros hijos representaban el único y auténtico amor de nuestra vida. Lo eran todo para nosotros. Y ellos eran mi guía y el estímulo de todas mis aventuras profesionales. Y todo estuve a punto de destruirlo.

Pero tanto Angelines como A eran dos mujeres de corazón sensible, de sentimientos elevados, donde el perdón prevalecía, y eran dulces y amorosas.

Y todo llegó hasta ahí. La cordura se impuso, y el agua volvió a su cauce.

En favor de este hecho puedo asegurar que, a partir de entonces, los años subsiguientes fueron superiores a los primeros.

Y que a A no la volví a ver más… en los siguientes 30 años.

lunes, 26 de julio de 2010


Regreso y salida de España (1)


No pudo ser. Nuestro regreso a España solo fue un sueño, un anhelo imposible… Cuando despertamos, nos encontramos que estábamos haciendo de nuevo maletas…

Habíamos llegado cinco años antes infundidos de grandes propósitos, colmados de fe en el futuro, convencidos de que, desde aquel momento, no habría más cambios drásticos en nuestras vidas. Pensábamos que, ahora sí, habíamos emprendido el camino «sensato». Sobre todo, nos demostraríamos a nosotros mismos, me demostraría a mí que, a pesar de todo, llegado el momento, también podía tener sentido común, que era capaz de progresar y convivir en un mundo convencional, estructurado sobre bases objetivas… Y, además, no podíamos quejarnos: desde el mismo día que llegamos encontramos los parabienes, las manifestaciones de amor, los agasajos, las amistades, todo lo que puede satisfacer a un espíritu exigente. Éramos centro de atención, protagonistas de un género de vida que daba a nuestra personalidad cierto aire novelesco. Nos sentíamos tan bien acogidos, tan admirados, todo rodaba con tal perfección que llegué a tener la sensación de ser invulnerable, capaz de generar mi felicidad y la de los que me rodeaban sin hacer números de circo.

Tanto influyeron en mí aquellas sensaciones que me impidieron asimilarlas con naturalidad…

Y también en el campo profesional las cosas caminaron con esplendor: encontré una magnífica oferta de trabajo con un salario que excedía todas mis aspiraciones. ¿Se podía pedir más?

Pero no hay vuelta de hoja. Como dice el desconcertante refrán, se es genio y figura hasta la sepultura… O también se podría decir que fui fiel a mi mismo…

Heme aquí convertido, reencarnado en un Sísifo contumaz. Cual perverso y embaucador hijo de Eolo, en mis genes debía estar impreso con tinta indeleble el oneroso castigo de los dioses al eterno comenzar. Tenía que ser así porque, cuando pasaba un poco de tiempo, todo a mi alrededor decaía hasta tornarse mustio o convertirse en insoportable rutina. Por lo que se veía, mi vida sólo se desarrollaba en la emoción de lo nuevo, en la pasión de lo incierto. Yo era como el niño que siempre pone su interés en el juguete siguiente, el que idealiza, y no en el que le acaban de regalar.

No puedo recordar con exactitud cuándo ocurrió el hecho, cuándo el momento de tomar la decisión de volver a América. Ni tan siquiera sé si hubo un momento. Todo fue como una imperceptible marea, o un decaimiento que fue convirtiéndose en deterioro. Hoy era un detalle, mañana una desilusión, más tarde un contratiempo, y a continuación una incompresión. Puede ser que también tuviera algo que ver la añoranza: un sentimiento que no sólo se reflejaba en mí: también en Angelines, con sus recuerdos frecuentes de América —y su añoranza, tal vez— hacía variar mis intenciones cada vez con más fuerza. «¿Te acuerdas de cuando…», era su frase predilecta.

Es cierto que habíamos llegado a España en un momento de desconcierto social. ¡Cuántos ídolos caídos! ¡Cuántos dogmas derribados! Lo que era pecado ayer, hoy había dejado de serlo. En la relación entre padres e hijos, en la educación, la brecha generacional, existente de toda la vida, ahora se había pronunciado más aún. Los jóvenes españoles, como consecuencia del grave fallo educativo basado en la bofetada o en inculcar el sentimiento de pecado, si por lo regular habían vivido a espaldas de sus padres, ahora, con Franco muerto, lo hacían con más razón.


En la fotografía estamos Angelines y yo

y nuestro hijo Dani en un tour que hicimos

por España a poco de llegar.

Aquí creo que es en Vitoria.

jueves, 22 de julio de 2010



Un recuerdo dedicado a Venezuela


Veamos cómo me planteo este día… Hoy es jueves, un día como otro cualquiera, sin un significado especial; un día que en lo referente a efemérides familiares, no contiene nada en particular. Trato, simplemente, de planificarlo, de implantarme los propósitos conceptuales, de carácter espiritual en su mayoría, que rondan de forma continua por mi cabeza y que llevo un tiempo tratando de asimilar como base de mi ideario y mi conducta. También hay alguno de carácter material, pero son solo reminiscencias del ayer, porque hoy, tanto mis condiciones físicas como las provenientes del ánimo ya no dan para más. Y no me refiero tanto a la capacidad como a los estímulos que nos impulsan a todos en la vida. Siempre he sido muy emprendedor, un individuo lleno de proyectos, pero ahora carezco de la ilusión necesaria. Ya no tengo edad para meterme en aventuras. Por lo que he lanzado la toalla definitivamente.

Sin embargo, en lo espiritual sí me involucro y crezco, y lo hago con mucha fuerza moral y mucha fe en mis propósitos. Para mí, hoy, la vida, esta que vemos y nos ocurre, es más espíritu que materia. Y cuento con el gozo de que a mi edad se despierta una sensibilidad especial hacia las cosas, hacia la naturaleza, hacia los perfumes y el colorido de las flores, hacia el candor de los animales, la belleza de los paisajes y la grandiosa y admirable constitución de las personas. ¡Ah! y también se me ha avivado de una forma prodigiosa la concreción de los recuerdos… Ellos me permiten que, en parte, los buenos momentos del pasado los pueda volver a vivir.

Pero, volvamos al principio, a lo que intentaba decir sobre cómo trato de plantearme este día. Porque —y perdonen, porque estoy entrando en otro inciso— ya he comprobado que no puedo planificarme elaborando una lista con horarios y actividades que debo realizar cada día, como hacía antes. Ahora, a mi edad, no tiene sentido. Hasta hay jornadas —como ayer— que por la noche me digo: ¡Mañana tengo que ir al supermercado! y al día siguiente, hoy, cuando me despierto, desestimo la idea, bien porque no siento ganas de dedicarme a ello o porque me levanté con el propósito de hacer otra cosa y se me pasó el tiempo sin advertirlo. Entonces decido arreglármelas con lo que tengo en la despensa, lo cual también tiene su fascinación por aquello del factor sorpresa. Y es que, por una razón o por otra, tiendo a eliminar todas las gestiones que pertenecen a lo convencional… En realidad, para mí, cada día es una jornada nueva y tiene un sentido diferente. Y encierra nuevos propósitos que no puedo planificar con antelación.

Continuo desarrollando la idea (o comienzo a desarrollarla, porque hasta ahora no he dicho ni pío de lo que pensaba decir). Bien, después de desayunar —café, pan tostado, jamón cocido, queso, plátano (aquí en Puerto Rico se llama guineo), jugo de naranja, etc.—, me siento frente a mi ordenador y pongo música… Hoy elegí de nuevo el disco de «Concierto venezolano», de Cándido Herrera y su conjunto, que se desarrolla a base de arpa y cuatro (una pequeña guitarra con cuatro cuerdas, instrumento venezolano por antonomasia) que tanto me agrada oír en la mañana temprano porque prepara mi ánimo para el resto del día y me trae evocaciones nostálgicas de un intenso romanticismo. Claro, todo este recuerdo venezolano está muy relacionado con mi persona… Pues, para mí, los nueve años vividos en Caracas fueron los más intensos y felices de mi vida; fue cuando me sentí más realizado como ser y como elemento activo, y siempre estaba lleno de proyectos e ilusiones. Además, es cuando fui mejor acogido por mi entorno social. Y éste es un sentimiento meramente personal, que me alude exclusivamente a mí. Porque Angelines, recuerdo que cuando llevábamos viviendo unos ocho años en Puerto Rico, me confesó que nunca había sido tan feliz como lo era en aquellos momentos. Ella amaba a esta tierrra intensamente y aquí se realizó como mujer y como persona. Y yo también me sentía feliz, pero de otra manera más reposada, más contemplativa si se quiere. Aquí mi vida como ser dinámico y activo ya empezó a declinar, a tener la sensación de que la mayor parte de mis ambiciones se iban a quedar en el camino. Mientras que en Venezuela viví la vida en pleno apogeo.

Sin duda, el lector que ha seguido mis blogs desde hace tiempo pensará que la principal razón de mi amor a Venezuela proviene de la relación amorosa clandestina que viví en aquel país. Y no lo niego. Pero aquella relación —de la cual, no tengo que repetir que estoy arrepentido o persevero en ello— fue la consecuencia del glamour y la simpatía que generaba yo. Y no fue algo propiciado por mí, sino que fueron las circunstancias y mi vida glamorosa quien me lo proporcionó… Hablaré de ello más adelante porque este es un asunto que contiene muchos matices relacionados con los sentimientos que nos trae la vida…


En la fotografía estamos Angelines y yo en los primeros días

de nuestro regreso a España desde Venezuela. Es el año de 1975

martes, 20 de julio de 2010


Impertinentes erecciones


Cuando cada domingo iba con mi madre a visitar a Adita y a Carmelina al colegio donde estaban internas, en Canillas, todo a mi alrededor me parecía mísero, maloliente y desagradable. Sentía intensamente el hedor de la pobreza; me estremecía ante la desdichada imagen que debíamos presentar mi madre y yo mientras caminábamos por aquellos polvorientos andurriales olvidados de Dios. Internamente, yo me sentía cada día más obcecado en mi propósito de culpar a mi padre del desastre que soportábamos.

Teníamos que coger dos tranvías: uno, desde Alonso Martínez hasta Diego de León; otro, desde Diego de León hasta La Prosperidad, un nombre muy acertado, si se considera que aquella era una de las zonas más paupérrimas de Madrid. Otras veces, en Diego de León tomábamos un autobús que iba por Ciudad Lineal hasta Cuatro Caminos, y nos apeábamos donde estaba situada la célebre sala de fiestas Villa Rosa. Desde allí, caminábamos aproximadamente tres kilómetros entre carreteras, senderos y vericuetos. Pasábamos por un barrio de casuchas, donde se podía sentir la mirada agresiva y renegada de sus moradores, aún más maltratados por la vida que nosotros. Allí, en aquel barrio paupérrimo, era donde malvivía la mayoría de los traperos encargados de recoger la basura doméstica en Madrid. Mezclados con ellos, había toda una serie de pequeños fabricantes de ladrillos, botijos y ollas de barro, que cocían y moldeaban allí mismo, entre el humo y la pestilencia, en unos hornos al aire libre o, si acaso, en un cobertizo de tablas y latones, utilizando como combustible la misma basura recogida por las casas, lo que producía un olor que a veces era insoportable. Es decir: quemaban todo aquello que quedaba una vez separado el vidrio, el trapo, el papel y cualquier otra partícula que fuera considerada apta para la venta, o comestible.

Pululaba por el lugar una legión de niños sucios, desnutridos, con los mocos asomando por la nariz, conviviendo con unas pocas gallinas medio desplumadas, y con famélicos burros, que estaban siempre cabizbajos, y que, no obstante la carencia de pastos, parecían estar resignados a su desgraciada suerte, y rebuznaban de cuando en cuando en un tono lamentable.

Junto a tan maloliente lugar, en una zona descampada situada a un lado del sendero, había una deteriorada, vieja y extraña construcción, con aspecto de todo menos de lo que era: una sala de fiestas o merendero rupestre, consistente en una casucha a la que había adosado una especie de patio exterior totalmente cubierto por una tupida parra aérea que daba sombra y medio ocultaba su interior. Bajo este pequeño vergel erigido en el submundo del desperdicio, había una minúscula pista de baile rodeada de unas cuantas mesas y sillas medio desvencijadas. Allí, los asistentes, consumían bocadillos de anchoas y bebían sangría avinagrada, mientras en la pista algunas parejas bailaban al son de “La Cumparsita” o del bolero lento de antonio Machín “Dos Gardenias”, que eran, según creo, los únicos discos disponibles, pues, invariablemente, cada vez que pasábamos por allí, sonaban la una o el otro.

Cuando nos encontrábamos a la altura de dicho merendero, yo me las arreglaba para separarme disimuladamente de mi madre y fisgonear lo que ocurría dentro del local. Me acercaba sigilosamente y, a través de la parra, observaba a las parejas: veía cómo algunas bailaban muy juntas, fundidos sus cuerpos, o refregándose con movimientos rítmicos y excitantes. Otras permanecían sentadas y, mientras con el gesto simulaban que toda su atención se centraba en los que bailaban, por debajo de las mesas, con grandes precauciones, eso sí, metían las manos en sus respectivas entrepiernas.

Pero, no me estaba permitido disfrutar del espectáculo por mucho tiempo. Enseguida aparecía mi madre:

—¡Jacinto, vamos, que llegamos tarde! ¡Deja de husmear por ahí! ¡Métete en la cabeza que éste no es un lugar apropiado para los niños! —me gritaba en un tono colérico.

Y yo, al ser pillado in fraganti, me limitaba a poner una risita de comadreja, y abandonaba de inmediato mis pesquisas eróticas, reemprendiendo el camino hacia el colegio de mis hermanas. Pero, durante un tramo, me veía obligado a caminar semiencorvado, intentando ocultar la impertinente erección, al tiempo que hacía el mayor esfuerzo para expulsar de mi mente las imágenes turbadoras que acababa de ver.

Era una maldición esto de las erecciones. A aquella edad puberal y desinformada que se vivía por entonces, yo las sufría con frecuencia y me llevaban a pasar por momentos de gran vergüenza. El sexo, entonces, era un tema tabú y vergonzoso, que ni por parte de los padres, ni en las escuelas, ni tan siquiera de los médicos o los curas procuraban la más elemental información. La falta de conocimientos, la sensación de que se trataba de algo no natural, obligaba a entrar en averiguaciones clandestinas o fantasiosas, o a prestar oido a los comentarios que hacían los chicos más mayores sobre el tema. La ignorancia, incluso, me llevaba a temer que aquellos encrespamientos repentinos —ocurridos a veces sin razón aparente—, pudieran significar que se estuviera contagiado por una enfermedad viciosa o que fuera a caer en ella.

Y si, por casualidad, mi madre lo advertía, con su actitud confirmaba mis dudas referentes a que lo que ocurría era algo fuera de lo normal, porque me recriminaba violentamente, y me llamaba cochino, sinvergüenza, pecador e indecente, además de apremiarme a que me confesara tan pronto como regresáramos a Madrid.

—Si te murieras ahora te irías derechito al infierno…

Y yo me cagaba de miedo.

sábado, 17 de julio de 2010


El regreso de la pandilla…


Yo es que en verdad me muero de la risa con las cosas que suceden en España —me descojono, me hubiera gustado decir, pero no lo digo por respeto a las señoras—… ¡Qué país el nuestro, señoras y señores! Lo del fútbol solo fue una quimera, una distracción momentánea, una alucinación, una esperanza rota: miles de personas exponiéndose a que los llamaran «fachas» por empuñar la bandera nacional, y todo para nada: han pasado tres o cuatro día y ya volvemos a tirarnos los trastos a la cabeza, a insultarnos, a confundir los términos, a subjetivarlos, a llamar a lo negro, blanco, y a lo blanco, negro. En una palabra: volvemos a nuestra guerra civil permanente —y si no, vean a los del metro—, a utilizar de nuevo como base de nuestro pensamiento el surrealismo, lo indefinido, lo inconcreto. Y esto cada día que pasa más se pronuncia… ¿Existirá alguna mente cuerda aquí, en este país al que se le niega el título de nación? Es que da risa. En el mundial cantábamos el himno nacional sin letra, con el tachunda, tachunda, lalalá, lalalá, tachunda, tachunda. Los futbolistas de otros países, muy formales, cantando su himno con devoción y con la mano puesta respetuosamente en el pecho: nosotros, los que no sentimos a la patria o los que pertenecemos a la multinación, así, a la pata la llana, a lo que salga, mirando al vacío, tratando de descubrir si vienen los ovnis o esperando a ver si Venus choca con Marte. Después, con la celebración, sí, ahí tiramos la casa por la ventana. El gentío, los cánticos, las banderas. ¿Todos somos hermanos? ¡Pues nos vemos en el palacio! Una vez allí, aparece el rey muy sonriente; luego Zapatero dando besos al trofeo, y no con la sonrisa maquiavélica que suele exhibir últimamente, sino con una más bien emocionada, gritando soy español, español, español… ¡Huy, es qué soy español hasta el tuétano! ¡Soy español hasta las bragas! Después aparecen los miembros del gobierno, para salir en la fotografía y besos van, besos vienen, y multitud de abrazos. Era el momento de las grandes solemnidades. ¡¡Somos campeones del mundo, jolín, sonríe…!! Y desde ahora seremos un país normal, como Noruega, o como Dinamarca…

Pero todo duró menos que un bizcocho a la puerta de un colegio. ¡Cuidado, que regresa la pandilla, y con ella el espectáculo, y el dolor del alma! Pronto volvemos a escuchar las mismas gilipolleces en el parlamento, en las tribunas, las mismas muestras de estupidez, de incultura, de egoísmo, de «democracia amanerada», de verbosidad farragosa. Y es que no necesitamos que venga nadie a decirnos cuál es «el estado de la Nación». ¿Es que no lo vemos de sobra para que nadie venga a adornarlo, a ponerle flecos?

Creo que no falta mucho para que la denominación «español» se convierta en un insulto: «¡Oye, español! ¡Español, tu padre!».

Y es que regresamos a la demagogia descarada de los partidos, a la «traición» de los catalanes (si consiguen la independencia, la pelea a muerte será después entre ellos: ¡En esta esquina, el enanito con cara de cura —que no es catalán—; en la otra esquina el otro enanito con cabeza de adoquín —que tampoco es catalán). Y, óigalo bien: el Barsa a la mierda, a jugar contra el Sabadell, contra el Andorra, contra el Manlleu y contra el Torelló… ¡Porque eso sí: si se van que se vayan con todo y no solo con lo bueno, que ustedes ya saben aquello de que catalán es catalán. Hay que tener cuidado con ellos que son los que inventaron el alambre… Sí hombre, aquellos dos «culés» que encontraron una moneda en el suelo al mismo tiempo y estira, estira, estira cada uno para su lado, hasta que se convirtió en alambre… Yo no sé, tuvimos que ser imbéciles los españoles para unirlos a nosotros… ¿Cuando fue eso? ¿Cuando Fernando se casó con Isabel? ¡Pues vaya lata de boda! ¿Y por qué no se casaría Fernando con la Cipriana? Además, ¿qué se perseguía con ello? ¡Si borregos de este calibre ya los teníamos en casa!

Aquí, en este país, en todo él, desgraciadamente, lo que nos sobran son los iluminados —que abundan mucho, aunque tengan la iluminación en ese lugar donde la espalda pierde su nombre—, me refiero a esos individuos que juran saber lo que necesita España, cuál es su camino. ¿Entienden a España esos que traen traductores al senado para que puedan «entenderse», y para convertirnos en un país en permanente quiebra, en una torre de Babel donde nadie sabe lo que dice el otro, lo mismo si habla en gallego que en castellano? Me refiero a los Franco, los Zapatero, los Carod Rovira, los Fernando VII, los Godoy, los Salmerón, la Calderona, el venerable Azaña, el gilipollas inculto de Sabino Arana, el Queipo de Llano de los cojones, José Antonio Primo de Rivera, y Negrín (y no quiero nombrar a Rajoy para que me quede una esperanza abierta, pero ganas me dan porque no lo veo muy claro…) y tantos otros que hicieron y hacen de nuestra Patria un desbarajuste social y político, a los que nos tratan como si fuésemos borricos o retrasados mentales, que se jactan de ser nuestros salvadores, nuestro liberadores antifascistas, lo que querría decir que, si es así, nos tienen que librar de ellos mismos. Además, así contrarrestaríamos el engorde de sus bolsillos y la economía mejoraría.

¡Y es que éste es el cuento de nunca acabar! Yo, que viví aquella guerra cruel y que fui republicano, amante de la democracia; que me autoexilié en México porque no soportaba al régimen del dictador… ¡qué desilusión ahora! Solo falta que comiencen los «paseos», las checas, las torturas, las violaciones de monjas para que estemos en las mismas. Es como una maldición perenne… Y, mire usted: esto no lo arregla ni Mandrake.

Como decía mi abuela, ¡que Dios nos pille confesados!

jueves, 15 de julio de 2010


Acerca de la relevancia y el amor


En un pasaje de la página 108 del libro Come, reza, ama (un libro que merecería un comentario aparte y, probablemente, lo haga cuando termine de leerlo), su autora, Elizabeth Gilbert, se pregunta: «¿Cómo puedes dejar huella en los anales del tiempo para no pasar por esta tierra sin relevancia alguna?». Y la pregunta me llama la atención. Dejar relevancia, dejar relevancia en la tierra…, ¿es eso importante? ¿Hay que vivir con ese propósito? ¿Y a qué clase de relevancia se refiere? ¿A que tus deudos te recuerden con afecto por tu desbordante simpatía y por tu seráfica bondad? ¿Que tu nombre suene alto debido a tus grandes obras escritas o filmadas o porque eres capaz de dar ocho vueltas en el aire y hacer palmas con las orejas? ¿Que seas famoso/a por descubrir la vacuna contra la gangrena? Sí, a todos —o digamos mejor a casi todos— nos gustaría ser famosos, ganar mucho dinero, y ser enormemente apreciados por la familia y por el mundo. Yo, por el momento —cuando ya no mantengo esperanzas de llegar más lejos de lo que he llegado—, no me queda otro recurso que enorgullecerme por ver mi nombre y mi fotografía en Internet. ¡Jolín, me digo, qué famoso me estoy volviendo. Mi nombre y mi retrato aparecen entre los doscientos mil millones de nombres que están registrados aquí…! ¡Más que eso es imposible! Y luego se lo casco al primero que se cruza conmigo: ¡Oiga, que yo no soy un cualquiera! ¡Que mi nombre figura en Internet! Si Ud. quiere puede comprobarlo… ¡Y a mí qué coño me importa!, me contesta el otro. ¿Ayuda eso para que no me corten la luz aunque no la pague?, me suelta el tipo con una cara de pocos amigos que hasta me causa temor. No, para eso lo único que importa es pagar regularmente. Yo me refiero a que mi nombre ya tiene relevancia. Hoy, en esta época tan tecnificada, figurar en internet es casi lo mismo que estar inscrito en la piedra del templo de los mormones, en Utah, donde si tu nombre no aparece, no tienes la mínima posibilidad de entrar en el Paraíso… ¡Y si Internet te desconoce es que eres un cualquiera; un tipo sin identidad, sin relieve, una especie de desahuciado…!

Bueno, bromas aparte, quiero decir que jamás busqué la relevancia. No me parece significativo. La vida, la felicidad, está hecha de intimidades, de sensaciones gratas, de pensamientos, de gratitudes, de admiraciones, y eso es lo que hay que perseguir.

Hay veces que sí pienso o sí me siento invadido por la duda de que en el caso de que hubiera sido yo el fallecido en lugar de mi mujer, y siendo nuestra vida tal y como fue, sin ponerle ni quitarle nada, cómo me recordaría ella, ¿con amor?, ¿con gratitud?, ¿con deseo?. Además, me preocupa, claro está, cómo me recordarán mis hijos. Pero los hijos a veces recuerdan gratamente a sus padres como una imposición moral, como algo exigido por la sociedad: al fin y al cabo ellos nos han fabricado, piensan, y es un sentimiento natural, pero la unión de los esposos tiene una condición casual, meramente circunstancial, es algo aleatorio.

Yo escribí una novela de 500 páginas —todavía no publicada, o que, posiblemente, no será publicada jamás—, titulada De la misma tela que los sueños. Se trata de una especie de memoria donde se contemplan las preocupaciones de un viudo respecto a su convivencia con la esposa fallecida y el descubrimiento de muchos detalles de ella, de su personalidad, que durante su vida juntos pasaron desapercibidos para él. De cualquier manera, todo lo que se expone aquí es el punto de vista de él. Ahora trato de escribir —al menos estoy tomando notas para ello— otra donde sea exclusivamente la valoración hecha por la esposa, la verdad de sus sentimientos, esos sentimientos donde sea ella la que deje ver sus propias sensaciones y el encanto o el desencanto (o las dos cosas) sentidos junto a él. Para ello trato de introducirme en ella, en el interior de su alma, de su pensamiento, de su corazón y su cerebro, e interpretarla despojado de todo prejuicio, de todo punto de vista personal, de todo egoísmo. En la narración anteriormente citada, doy por hecho que ella estaba enamoradísima del marido y que esa fue la razón de que todo se lo perdonara, pero ahora pienso: ¿Y si no fue así? ¿Y si con el paso del tiempo y las trapisondas cometidas por él, su amor fue decreciendo y ella fue decepcionándose, pero permaneció junto a él por aquello de verse ya muy atada y sin fuerza para darle a su vida un cambio brusco y emprender una nueva? Tal vez después de la muerte del marido ella podría haber reconstruido su vida…

Este supuesto mío me inquieta lo suficiente como para intentar hacer lo posible para envolverme en él…

martes, 13 de julio de 2010


España es diferente…


He estado unos días subyugado con el fútbol, anonadado, soñando y soltando mis lagrimitas (de emoción) de cuando en cuando. No creía yo que el fútbol me afectara de tal manera. Sí, siempre he sido aficionado y en mi primera juventud, hasta jugué —de portero—, pero poco a poco, a lo largo de mi vida, fui perdiendo afición, viendo con demasiada atención los desperfectos de este «deporte», los malos arbitrajes, los sentimientos extradeportivos, la intervención política y, por qué no decirlo, la corrupción a todos los niveles…

Pero esto es diferente. Además de embelesarme con el excelente juego de la selección y de, por fin, ver a España dentro del grupo selecto de países al menos ganadores de un mundial, para mí ha tenido un cúmulo de significados: ha sido ver que por un momento España se convirtió en una Nación, rango que estaba a punto de perderse; admirar la profusión de banderas españolas en la calle, ondeando en el aire, tanto en los balcones como en las manos de los españoles, una bandera que parecía que nadie se atrevía a empuñar y que estaba perdiendo significado cada día más, y que en muchos momentos, en diversos actos de un nacionalismo deleznable, fue quemada públicamente. En cierto modo, lo que no han logrado los discursos, las ambiciones, los «delirium tremens» de muchos acomplejados políticos, lo logró la selección española agrupando a 23 jugadores en un mismo bloque y superando todos los resquemores nacionalistas. Por un momento he visto a la España que me complace, la que hace que me sienta orgulloso de serlo y que me indica que estoy en este país lo mismo si estoy en Cataluña, que en Castilla, en Galicia, en Andalucía o a el mundo vasco. No deseo de ninguna manera a esa España «una, grande, libre» que pregonaban los franquistas y que tan caro nos resultó, sino a esa España diversa de ahora, pero donde exista una unidad de propósitos y la responsabilidad de perseguir nuestros sueños, y superarnos en la acción cultural, en la ciencia, en el conocimiento y en el respeto al pensamiento ajeno. También en sacrificarnos todos para salir del hoyo donde estamos derribados, y lo mismo me da que sea Zutanito que Menganito quien nos gobierne. El caso es que sus ideas sean puras y aplicables a todos por igual… ¡Ah! y exentas de ambiciones particulares…

Estos 23 futbolistas nuestros, con Del Bosque como director admirable (el cual merecería un capítulo aparte por su compostura) al frente, nos han devuelto algo de esperanza a los españoles… ¡Gracias!

martes, 6 de julio de 2010



Vida espiritual a pesar de todo


Ya lo dije antes: de la misma forma que a los seres humanos nos ha sido negada la facultad de volar —aunque la hubiéramos deseado fervientemente—, también se nos ha cerrado la puerta de acceso a temas más profundos, es decir, entre nuestra capacidad de conocimiento no hay cabida para lo que se refiere al secreto de la vida, de su razón de ser y todo lo que pueda esconderse detrás de ella. Los científicos, los sabios, los filósofos, los religiosos hablan y hablan —a veces utilizando cierta verborrea— pero sin estar seguros de lo que dicen, lo mismo si es en un sentido que en el otro. Se pueden tener ideas, argumentar hipótesis, estimular las neuronas con teorías más o menos disparatadas; también se puede tener una fe que nos lleve a interpretar la creación como la obra de un Dios poderoso, o, agarrados al concepto materialista, podemos considerar que todo se debió a extrañas, casuales e inciertas combinaciones químicas y algunos complementos físicos, pero la verdad es que nadie sabe nada de nada; nadie puede hablar con certeza de tales fenómenos. Todo son suposiciones, conjeturas, razonamientos científicos desorbitados, creencias, ofuscaciones, ilusiones, cálculos, y deseos de eternidad, pero solo eso: utilización ofuscada de la mente.

Admitamos con la mayor sencillez que todo está planificado de ese modo por la Naturaleza, por el acaso, o por otras fuerzas cuya representación se fuga de nosotros y vive lejos de nuestra comprensión… Pero, aún así, no podemos negar que la duda —presente en todas las mentes, excepto en la de los cretinos— puede formar parte de la estrategia, dado que ella es la que nos motiva un comportamiento, un concepto ético, una actitud moral hacia nosotros y hacia nuestros semejantes, y que, tanto si nuestro lado más pronunciado es que poseemos un alma inmortal entregada por los dioses, o que nada va más allá de ser una concreción biológica, o una desfiguración de la mente —y que por lo tanto la conciencia y el subconsciente sólo son inventos de la ilusión y el deseo—, nuestra sensibilidad nos obliga a formularnos cientos de preguntas y fija nuestra actitud hacia las cosas y hacia nuestros congéneres… Es decir, la incógnita es saber si esa montaña plagada de árboles floridos que veo a mi izquierda cuanto levanto la vista —y que causa tanta calma en mi espíritu—, me ha sido conferida por un regidor del universo o está ahí porque sí, por mera casualidad, por una imposición biológica, sin que nadie la haya planificado. Pero debemos aceptar cualquiera de las dos tendencias con absoluta naturalidad.

No hay ninguna duda de que la vida, provenga de donde venga, es un asunto extraño, complicado, incierto. Existe una pregunta que es planteada por distintos pensadores: «¿Por qué hay algo en lugar de nada?». Es una incógnita que nunca abandonará su categoría de pregunta, por más que nos estrujemos el cerebro, porque no hay forma humana de encontrar la respuesta. El hermetismo, el misterio, el silencio en lo profundo de su ser, es la posición más determinante de la vida…

Claro, siempre hay que reconocer que dentro de este revoltijo de ideas y determinaciones existenciales, hay mentes y sensibilidades acondicionadas para ir más allá de lo que se ha dado en llamar el «velo de maya», o sea, me refiero a aquellos que trasponen el límite del conocimiento y asumen actitudes más allá de lo explicable. Hablo de los místicos, de ciertos seres sensibles, de los profetas que, aún perteneciendo a un mundo donde abunda el fraude y la presunción, manifiestan su condición excepcional. Ahí es donde el misterio vuelve a recobrar un sentido. ¿Tenían o tienen propiedades extrasensoriales Teresa de Ávila, Jesucristo, Mabel Collins, Elisabeth Kubler-Ross, Ken Wilber, Heisenberg, Alfred Einstein, Paul Davies, Erwin Schrödinger y tantos otros, o son, simplemente, síntomas de esquizofrenia o de una malformación mental? Bien, para reducir la discusión, me quedo con lo manifestado por Ken Wilber, editor de Cuestiones cuánticas: «La física trata de un mundo de sombras. Ir más allá de las sombras es ir más allá de la física; ir más allá de la física es apuntar a la meta-física o a la mística. Y ésa es la razón por la cual tantos físicos pioneros han sido también místicos».

Yo, personalmente, me he acogido a esta vida inclinada hacia lo sensible y lo espiritual, no porque piense que voy a descubrir el mundo, sino porque con ella me obligo a elevar mi mente e introducir mi pensamiento más allá de los límites. Al mismo tiempo, me salgo de esta rutina de teorías sin fundamento que circulan por el orbe…