lunes, 24 de octubre de 2011



Lo aleatorio de la vida


Lo que más me conmueve de la vida es que, a veces o, mejor dicho, casi siempre, transcurre por cauces insospechados, no previstos o no trazados a propósito; es decir: no proceden de planes decididos con antelación… Provienen de hechos casuales. Claro, es probable que a lo largo de nuestra vida se imponga la personalidad de cada quien, pero, al repasarla, se siente como si ésta hubiera sido distinta, en muchos detalles, de como se hubiera deseado que fuera.

En mi caso, la mayor parte de los sucesos trascendentes de mi vida han sido casuales, imprevistos, no planificados. Claro, yo no me puedo poner como ejemplo porque mi educación fue deformante, anómala y plagada de amenazas de que con mi conducta estaba siempre dando pasos hacia el infierno. Entonces me tenía que contentar con lo que viniera.

Por ejemplo, está el caso de la mujer de la cual me enamoré —y ella de mí—. Nos convertimos en novios el mismo día que nos conocimos, nos casamos, procreamos seis hijos y vivimos juntos 40 años, y ese fue un suceso —el más memorable de mi vida, desde luego—, que tuvo gran trascendencia y que me obligó a cambiar radicalmente mi rumbo. Y fue absolutamente casual. Primero, porque en el momento que conocí y me enamoré de mi futura esposa —yo tenía 21 años— entre mis planes no figuraba en absoluto buscarme novia y menos casarme; o sea, esta modalidad, la de convertirme en un hombre casado y respetable, estaba, en aquel momento, muy lejos —lejísimos, creía— de mis propósitos.

Pocos días antes de conocer a Angelines, yo había regresado del servicio militar, maltrecho y vapuleado, y estaba encerrado en mi casa con un desánimo de campeonato. Y cuando mi amigo Félix me telefoneó para invitarme a asistir a una celebración con él y tres amigos —no muy conocidos por mí— y cinco chicas de las cuales yo no sabía nada de ninguna, en principio me negué: no estaba yo para fiestas en aquel momento… Pero ante su insistencia y la amenaza de no volver a invitarme nunca más, decidí asistir. Fue aquel día cuando la conocí, nos comprometimos y decidimos casarnos en contra de los deseos familiares y de nuestros propósitos tres días atrás.

Aunque, claro, si vamos a eso, el tan improbable casamiento de mis padre no se hubiera efectuado nunca y yo no estaría aquí, con mi cara de imbécil, escribiendo babosadas o creando dilemas en los que se plasman hechos y deshechos de la vida.

Y qué decir de mi madre, Soledad, que conoció a mi padre cuando ella estaba provisionalmente en Burgos estudiando para maestra. Tendría unos 19 años y la veo entrando en la Librería del Espolón (entonces «librería Ontañón») y como pudo haber entrado allí, podría haber entrado en otra. Pues en ella conoció al que después sería mi padre. Él tendría en aquel momento unos 15 años. Su padre, es decir, mi abuelo Jacinto, había fallecido tres años antes, y de casualidad se había casado con mi abuela Manuela, porque lo efectuó cuando tenía 60 años. O sea, está claro que llevaba camino de convertirse en el clásico solterón. Pero se casó y luego nació mi padre…

Bien, ya estamos en el interior de la librería.

Y con esa procacidad tan propia de Eduardo cuando se trataba de hablar con una mujer, probablemente se entabló el siguiente diálogo:

—Señorita, ¿qué se le ofrece?

—Quiero el Tratado de Pedagogía, de Castoranos.

—¿Y no preferiría mejor uno que he escrito yo para uso exclusivo de estudiantes bonitas…? ¡Le aseguro que en el mío se aprende, además de a ser maestra, el arte de amar!

—¿Es que usted ha escrito un tratado de pedagogía? ¡Qué raro, con lo joven que es!

Interviene doña Manuela:

—¡Ay chica, no le hagas caso! ¿No ves que te está tomando el pelo? ¡Eduardo: lo único que vas a conseguir con tus bromas es que Soledad se vaya a comprar sus libros a otra librería!

—¡No me diga que se llama Soledad! ¡Pero, qué casualidad: si es el estado de mi corazón y el nombre de la musa a la que yo estoy llamando día y noche para que me ayude en mi actividad de poeta!

—¿Es que es usted poeta…?

—¡Claro que es poeta! O al menos, eso es lo que pretende —terció orgullosa doña Manuela—. Hasta ha llegado a publicar algunas poesías en “Sentir”, la revista de los mustios.

Soledad miraba a Eduardo con admiración.

Y fue con este diálogo casi convencional, que se inició la relación. Aunque, de ahí en adelante, todo sería más complicado.

Los preliminares imprescindibles, según Soledad, conforme a las costumbres de la época, consistían en una persistente persecución: a la hora que mi madre salía de la Normal, allí estaba Eduardo haciendo guardia, desde lejos, desde luego, pero no tanto como para que no se advirtiera su presencia. Después, caminaba detrás de Soledad mientras ésta se dirigía al paseo del Espolón a encontrarse con sus amigas y pasear, que es lo que se solía hacer cuando el tiempo lo permitía. Él entonces se adelantaba y se situaba en un punto intermedio del Paseo por donde, forzosamente, tenía que pasar ella, y apoyando su codo sobre la barandilla que daba al río, esperaba. Y en el momento que la veía venir se incorporaba para parecer más alto, y la saludaba con una leve sonrisa. Y si ella respondía o hacía algún gesto amistoso, significaba que la relación progresaba.

Según me refirió en varias ocasiones mi madre, este fue el comienzo. Después, Eduardo dejó pasar unos días y pasó a tomar la iniciativa. Un día, cuando pasó Soledad frente a él, se adelantó y, con todo el disimulo que fue capaz, le entregó un papel muy dobladito, con la poesía que había escrito la noche antes.

Aquella noche Soledad no pudo dormir. Cuando Eduardo le entregó la poesía en el paseo, ella la guardó en el acto, y a pesar de la insistencia de sus amigas, de ninguna manera aceptó compartirla para evitar ironías o burlas. Sólo la leyó cuando estuvo a solas en su cuarto. Y se alegró de haberlo hecho así. La intensidad, la pasión y el exagerado romanticismo que contenía, hubiera dado lugar a comentarios jocosos.

La poesía decía:


¡Mía!

¡Quién podría

decir a la virgencita de marfileño perfil

que vimos pasar un día

de abril,

esta palabra-poesía:

¡Mía!


¡Mía!

¡Quien podría

hacerte de mis antojos

para así, en tus labios rojos,

ahogar mi melancolía!

martes, 11 de octubre de 2011



La incógnita de los propósitos


Forzosamente, tiene que haber un propósito… Porque, si no lo hay, ¿por qué nos afanamos? ¿Qué es lo que nos induce a progresar, a cultivar nuestro entendimiento, a crecer como personas, a fabricar utensilios complicados y a poseer cosas, a perseguir el placer, a complementarnos con adornos, con historias, con comodidades, con alimentos sofisticados? ¿La «utilidad» del sexo nos ha llegado por sí sola? ¿Y por qué además de influir de una forma determinante en el crecimiento de los seres vivos, en los humanos ejerce un papel incisivo en la condición emocional mediante la singularidad de amar y sentirnos amados? Tú observa a los animales, no a los domésticos —que a veces copian las actitudes humanas a fuerza de vivir entre nosotros—, sino a los salvajes, a esos que habitan en la jungla. Para ellos siempre es todo lo mismo, un día es copia del anterior, no existen las mejoras, ni las ambiciones, ni el deseo de progresar, ni la perfección física, ni las actitudes de índole espiritual o las perturbaciones del alma ante la visión de una flor u otras maravillas de la Naturaleza. Para ellos no existe otra razón de vivir que procurarse las necesidades primarias.

Las mismas determinaciones físicas —de las que los «sabios» tanto alardean—, constituyen el gran misterio universal, es decir, son una necesidad palpable de inter-relación y armonía biológica, de funcionamiento eficaz y necesario que ni tan siquiera un supuesto Dios sería capaz de evitarlas o transgredirlas. ¿Podríamos existir sin el equilibrio que nos da la ley de la fuerza de gravedad y no solo aquí, sino en el universo entero? ¿Y qué decir de la ondas, o de la visión, o de la circulación de la sangre? ¿Qué les hace creer a los científicos que nacieron por sí solas, de una forma aleatoria, y sin una misión específica, y que no provienen de los deseos o los experimentos de alguien o algo situado por encima de nosotros? ¿No parece haber detrás de ello —así como en la mayoría de las leyes universales— una intención, una inteligencia muy superior a nosotros, tan superior que ni alcanzamos a entenderla? (aunque, por lo demás, ni tan siquiera es necesario que la entendamos).

Lo que más me descompone de los científicos es que ellos van a lo suyo. No les importa que se gasten miles de millones —en estos tiempos de crisis— en sus muchas veces errados o sus descubrimientos inútiles. Sé que hay muchas cosas que agradecerle a la ciencia, pero, también, ¿cuánta confusión, horror y desorden le han creado a la humanidad? Y cuando se les ocurre meter sus narizotas en temas de espiritualidad, entonces sí estamos arreglados…

El otro día veía por televisión una entrevista realizada a un científico. Si bien las formulaciones del entrevistador rayaban en la estupidez, las respuestas del científico me producían vergüenza ajena. No voy a decir el nombre del entrevistado porque es conocido, pero actuaba con una suficiencia, un engreimiento, una actitud de sabelotodo; parecía un poseedor designado por el más allá para explicar el secreto de la vida. Sus respuestas, acompañadas de un gesto de superioridad absurdo y cretino a más no poder, eran formuladas con una actitud condescendiente como si él hubiera participado en el diseño del universo y estuviera en posesión de las razones espirituales, físicas y biológicas. Y, lo peor de todo, es que en sus declaraciones no había ni el más leve género de duda… Eso es lo que más me movía a considerar al «sapiente» individuo como un imbécil en toda regla.

Pero en mi caso concreto, ahora, cuando ya he «agotado» prácticamente el 90 por ciento de mi vida —o sea, la mayor parte de lo que me corresponde vivir—, es precisamente cuando trato con más afán de hallar una explicación convincente de la existencia, y me dedico a analizar los fundamentos de lo que hice y por qué, y qué parte de mis hechos provienen de mí y cuáles me llegan impuestos por las leyes naturales. O sea, no trato de averiguar a qué se debe su funcionamiento ni sus complicados métodos —a veces, insospechados—, sino su razón de ser. Trato de conocer —o al menos atisbar— qué tipo de necesidad es el que tiene la Naturaleza de mí —de nosotros…

Pero hay muchas veces que me topo con la pared y no me queda otro remedio que hacer conmigo lo que confiesa Matin Buber que hacía con algunos de sus pacientes. Decía: «Yo no tengo ninguna doctrina en específico: me limito a tomar al escéptico de la mano, conducirlo hasta la ventana e invitarlo a contemplar con los ojos bien abiertos el mundo y sus manifestaciones».