Carta a Angelines
Nueve años, seis meses y dos días han transcurrido desde tu disolución orgánica, amor. Y tanto tiempo sin disfrutar de tu amable mirada, sin gozar de tus caricias, sin percibir la ternura de tu sonrisa, sin tu fervorosa entrega, sin la amistad y la complicidad que siempre hallé en ti… es demasiado tiempo. Es como una locura. Un desafecto de la vida. Una guarrada. La verdad es que no sé cómo lo he podido resistir. Para suplirte, para no perderte del todo, he tenido que echar mano de los recursos que me dio la Naturaleza: imaginación, pensamiento, la facultad de recordar y el deseo ferviente que tengo de ti. Todo esto unido a la fuerza del amor generada entre nosotros.
Por ejemplo, para recrearte, para tratar de que tu imagen no se borre de mi retina, me rodeé de tus fotos. ¿Recuerdas los cientos y cientos de fotos que te tomé durante los 45 años de vida juntos que, incluso, en múltiples ocasionas significaron una molestia para ti? Pues, ya ves, ahora ellas me ayudan a soportar la vida. Mira, te tengo por todos lados: en las paredes, en la cómoda, sobre mi mesa de trabajo, en la mesilla de noche, en mi billetera, en mi teléfono móvil, en los señaleros de mis libros, para donde quiera que vuelva la mirada allí te encuentras tú. ¿Ves la foto que encabeza este texto? Pues es la misma que utilizo como fondo de pantalla de mi computadora (recuerdo que en el momento que te la tomé tenías sobre tu regazo a Daniel, nuestro sexto hijo símbolo de una reconciliación ocasionada por un sentimiento de amor total. Lo habías traído al mundo apenas dos días antes y parecías decirme: «¡Mira lo que tenemos aquí! Este niño será nuestro símbolo de amor eterno.»). De esta forma, cuando me pongo a escribir —como ahora—, tu rostro, casi de tamaño natural, aparece ante mí con esa breve sonrisa algo enigmática —un tanto irónica— y esa mirada tuya, plena de de intensidad y expresión. Y al ensimismarme en ella, me invade la sensación de vivirte y me hago la ilusión de que al menos una parte tuya está aquí conmigo…
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