jueves, 21 de julio de 2016


Danzando al son de la vida
¿Es la muerte un hecho físico y definitivo, o sea, ahí se acaba todo, se termina; quiero decir, que uno, después de «diñarla», ya no dispone de ningún más allá que le prolongue sus sentimientos y su deseo de chacharear y comer chocolate? ¿O esto de aquí es un principio, un medio, una estructura apta para colaborar en la obtención de entes espirituales? La verdad es que no sé si ahora, a mi edad avanzada, ando buscando razones para atenuar esa fase terrible de finalización física, de su exterminio definitivo y convertir los hechos en algo más soportable, menos truculento, más de carácter conceptual y hasta divertido. El otro día, en contra de mis criterios materialistas, me dio por pensar que pudiera ocurrir que la vida, el universo, necesitara a los seres humanos de forma que éstos constituyeran las estructuras básicas requeridas para producir espíritus, que vendrían a ser lo verdaderamente valioso y necesario, la fabricación de prototipos, o sea, algo así como el combustible necesario para que la vida funcione. Aclaremos: mi ocurrencia consistía en que para construir un espíritu era necesario partir de estructuras físicas, de cuerpos biológicos, y eso vendría a ser la razón de nuestra existencia en la Tierra y en otros planetas que pudieran estar habitados… De nosotros, los humanos, se obtendrían los espíritus necesarios para las energías, la esencia impulsora y hasta la intelectual. Después de pensar semejante cosa, me quedé tan tranquilo y, además, me vino la sensación de ser importante al descubrir el sentido de la vida. Así que puse una cara de beatífico entendido diciéndome a mi mismo: «¡Acabo de aclarar el misterio!». Pero, claro, esto no pasaba de ser un subterfugio, una forma momentánea de engañarme, de darme una esperanza carente de sentido, de aliviar en cierta medida esa angustia ocasionada por un final inapelable, sin remisión ni vuelta de hoja como es la muerte. Claro, que si se piensa bien, una estructura como la nuestra, entrañada en complicadas composiciones biológicas, mezcladas y combinadas con potingues químicos, viscosos y hormonales, y otras estructuras físicas y funcionales, si lo analizamos fríamente, desposeídos de mitos e imaginación calenturienta, no encontramos una explicación válida y se enajena nuestra mente al pensar que no respondemos a una necesidad concreta. Si la presencia de unos seres humanos, con cerebro, con facultad de hablar y de apreciar las estructuras físicas adaptándolas a nuestros modos, carecen de un fin y ponen en duda las razones de la creación, sean las que sean las que forman este tinglado inútil, eso desconcierta a cualquiera. Los animales actúan por instinto: saben lo que tienen que hacer sin necesidad de detenerse a pensar (al menos eso creo), mientras que el ser humano, con su facultad de decidir las cosas, con la facilidad de caminar de un lado para el otro, de sentir placer por la música y por el arte, de valerse de sus manos combinadas con su pensamiento para realizar infinidad de cosas, y de poseer unos sentimientos o recabar unas exigencias a la vida (lo cual influye en la evolución), además de su habilidad para leer, para inventar y desear cosas mejores y hacer que la vida se vaya construyendo, no tendrían explicación y harían que la vida resulte un timo.

lunes, 11 de julio de 2016


Necesidad de «convivencia»
Qué lío, qué situación tan dramática y descentrada se vive hoy en España y, sí, advertimos que también en el mundo… Me recuerda a los días anteriores de la guerra civil. Mires para donde mires, todo se presenta decadente. Hablar todos hablan, todos alegan, pero es para echar las culpas al vecino: «Yo no, ni los míos. Son los vuestros: los tuyos… Pero los míos no». A veces se usan los insultos para describir lo que hacen otros cuando es lo mismo que yo hago. Los más preocupante es que no existe un propósito verdadero para arreglar las cosas. Digámoslo de una vez: no hay un interés firme en solucionar los problemas, tanto los filosóficos como los materiales, porque hoy la vida está absolutamente sometida a intereses. Pudiera ser por aquello de que «a río revuelto, ganancia de pescadores», porque de los grandes capitales todo se puede esperar. Pero el caso es que la barbaridad comienza a ser una costumbre, una banalidad, algo de todos los días, un tema que forma parte de nuestras vidas. Ni tan siquiera se ve venir la hecatombe y si se ve venir, se contempla con cierto desdén. Hoy nadie se asombra por la muerte de inocentes… Cuando ocurre un desastre (como el de la discoteca de Orlando), se hacen unas carantoñas, se prenden unos pequeños cirios, se traen unas flores y después seguimos viviendo, dedicados a ver el fútbol que es lo que levanta pasiones, desarrollo emocional y quita las preocupaciones de la cabeza (aunque, cuando pierde mi equipo, me vienen otras). Ignoro si son los años los que contribuyen a que me esté volviendo trágico, angustioso y un tanto avinagrado. Receptor acuciado de lo perverso. Yo comento algunos de estos horrores con mis hijos (cada vez lo hago menos) y ellos me miran con una sonrisa de conmiseración: solo les falta decir, «Estos viejos solo piensan que todo se nos viene encima, que todo son calamidades…». Y luego me quedo callado, porque si comienzo a echar mano de las historias del pasado, me dicen: «Otro día me lo cuentas; es que ahora tengo que ir a…»  Y es que esto de terminar la vida bajo la versión de viejo es un desastre, una aberración, no pasa de ser otro de los grandes errores de la naturaleza. Pienso que yo no sé si la vida debe funcionar mediante un método determinado, pero, desde luego, no creo que sea este y ni tan siquiera parecido… O sí, porque todas las culturas por las que hemos pasado en la historia humana siempre han perecido con un desastre final. Vean a los egipcios, a los griegos, a los hititas, a los romanos, al Imperio Bizantino, a las grandes corrientes comunistas, al nazismo de Hitler, y a tantas filosofías explicativas… Yo, tal vez debido a mis años, creo que existe una falta de criterio práctico, una descompensación general, un desequilibrio entre la ambición y la mesura, y una disminución de los principios éticos. Nos falta, eso es verdad, alguien que nos diga cómo tiene que ser la vida… Pero mi asunto más preocupante es que esta especie de delirio sigue avanzado y parece  que aumenta en la medida que el tiempo transcurre.
Habría que determinar si en realidad existe la ética como regla natural o es solo una figura impuesta por las leyes humanas buscando la conveniencia social. La gran duda es si se trata de una fuerza natural, es decir, si tanto esta norma como las otras reglas que existen en la legislación humana han sido impuestas por un ser supremo o se han ido imponiendo entre los humanos por las necesidades de convivencia y para evitar que vayamos cada uno de por nuestro lado, ajenos a leyes y principios…