martes, 26 de julio de 2011


Recuerdo del pasado en tiempo de futuro


Súbitamente aparece ante mis ojos una fotografía enternecedora: en ella me veo dando la comida a Adita, la primera de mis hijas (para aquel momento, porque luego vendrían cinco más). Estamos en la ciudad de México, y es en los primeros años de habernos casado mi mujer y yo. O sea, se trata de la maravillosa época donde todo es primero: primeros años de casado; primera hija; primeros años en México; primeros enfoques de la vida; primeros propósitos; primeras ilusiones… Y toda la vida por delante para realizar grandes proezas. Y yo me pregunto, ¿qué diferencias puede haber de entonces acá? ¿Se trata de la misma persona ese que intenta dar la comida a la nena y el que está escribiendo este artículo? Es decir, y aclaremos la intención del escrito: ¿quién era yo entonces y quien soy ahora? Y la interrogación más dramática: ¿cuantos de aquellos sueños se cumplieron y cuántos se quedaron en el camino? O esta otra que viene siendo la de los 100 millones: ¿así es la vida y no hay que darle más vueltas? ¿A una época de hacer planes le sigue otra donde todo se va abandonando por sí solo?

Yo veo a mis hijos que pasan por las mismas fases que pasé yo: grandes propósitos, excelsas ideas, incontenible excitación… Claro, y yo de ninguna manera se lo discuto ni trato de aclararles que al final de todo solo se encuentran decepciones, porque es probable que este sea el verdadero sentido de la vida: nacer, ser ayudado por tus padres a crecer (bueno, hay excepciones, porque a mí no me ayudó nadie —claro, nací en tiempos de guerra: primero la de España y después la segunda guerra mundial, donde solo había escasez de recursos, mi padre huido al exilio, y el mundo carente de promesas. Y en ese estado, ¿quien hubiera tenido tiempo de ocuparse de mí?), cultivarte, estimular los conocimientos, dedicar tus afanes a desarrollar un trabajo, hacer propósitos pensando en el mañana, casarte, tener hijos, hacer lo posible por sacarlos adelante… Es decir, el todo es «un vuelta a empezar» permanente. Así una generación tras otra. Luego, cuando te haces mayor y ves que estos propósitos esenciales se han logrado, estiras tus brazos por encima de tu cabeza, bostezas, y te dedicas a sufrir tus penas en solitario… Y por más que adornes el sentido de la vida —aún considerando que te salen algunos estímulos al paso—, hasta la Naturaleza te va musitando: «Tú aquí ya estás de más, así que pírate».

O sea, que la vida viene siendo como ese refrán que dice: «Todo es como pan para hoy y hambre para mañana».

Claro, este diálogo se puede tachar como «diálogo de viudo», que es lo que soy. Tal vez si no lo fuera, si estuviera mi mujer aquí, pensaría de otra manera porque los enfoques serían distintos y la vida tendría otros alicientes…

viernes, 22 de julio de 2011



¡Oye, qué mundo éste!


A mí me produce una especie de risa sarcástica la mayor parte de las noticias de cada día, procedan éstas de la prensa o de los noticiarios de la televisión. Sí, lo reconozco: se trata de una risa mezclada con llanto. Especialmente las relacionadas con la economía; especialmente las que se refieren a la bolsa; especialmente las referentes a la enorme deuda de los países; especialmente las relacionadas con el euro, que sube y baja como la tripa de Jorge (¿no habrá determinada gente que vende cuando sube y compra cuando baja y así se va haciendo una respetable fortuna sin muchos quebraderos de cabeza…?) ¡Es un cachondeo, un verdadero cachondeo de una dimensión colosal! Nos tratan como si la gente no entendiéramos nada de nada, como si fuésemos analfabetos; como si aceptáramos lo que venga con tal de que podamos ir a la playa y comer en un chiringuito caro… O sea: que nos estamos haciendo los longuis. Claro, tenemos la suerte de que hemos llegado a una época en la que estamos libres de hecatombes. Porque dentro de una hecatombe ya estamos viviendo, pero sin que lo notemos demasiado. Dígame usted: ¿quién paga las guerras? ¿Quien costea los millones y millones que cuesta la guerra de Afganistán? Y, me pregunto: ¿cuál es la finalidad de esta guerra? ¿Usted no cree que si las potencias occidentales quisieran acabarla de un soplido no podrían haberlo hecho? ¡Por favor, que no somos tan gilipollas como aparentamos! Pero, ¿para qué necesita una guerra, a qué se debe que la sostenga viva esta gente que manipula el mundo con tan poca pericia (o quizás con mucha, según como se mire)? Pues para hacernos creer que nos defiende «del enemigo o del mal», o para justificar gastos, o para crear situaciones de inseguridad que nos mantenga sometidos y calladitos… ¿Por qué no se pone en marcha aquel método de equilibrar las deudas, o sea, ver quién le debe a quien y cuanto para tratar de compensar situaciones? Me explicaré mejor: si mengano le debe a zutano cien, pero éste le debe al otro doscientos, aclaramos la deuda quedando cien a favor de mengano. Pero si mengano le debe 200 a perengano y éste le debe a zutano 100, paga 100 a zutano y 100 a mengano y todo queda saldado. ¿Pero cuál sería el problema de resolver las deudas con este método? Que no se generarían intereses, los cuales, en teoría, vienen siendo la sangre que circula por la venas económicas del mundo, es decir, el verdadero sostén de la humanidad, así como el vehículo para que el ciudadano pueda seguir yendo a la playa y comiendo en el chiringuito más caro… Claro, no todos, porque los que se mueren de hambre ahora son los mismos que se morían de hambre antes de la crisis. ¡Que horror siento de mí mismo al oírme una expresión así, con un cinismo tan descarado… Perdonen, es que acabo de terminar de leer el libro de Julia Navarro, Dime quien soy, y se me han revuelto las entrañas y mi corazón se ha encogido…

jueves, 7 de julio de 2011



Al «salir» el Sol…


A pesar de todo —quiero dejar constancia de ello—, a mi edad, la intensidad de esa vida espiritual en la que estoy envuelto ahora, hace las veces de un potente antídoto para aliviarme de todos los males. Es decir, de todos los males propios de la vejez. Esta configuración me enaltece, eleva mis sentimientos, me convierte en un ser muy por encima de lo simplemente humano. Es como si ya hubiese abandonado en parte este mundo para ingresar en otro más valioso, mucho más profundo, más consciente, mejor vivido… Y, lo más importante: allí, en «ese lugar» por donde transito hoy, me encuentro especialmente con Angelines o la siento más cerca de mí. Es un encuentro que ocurre de una forma «anhelosamente» palpable y, hasta cierto punto, con todos los signos de ser verdad o, simplemente, proyectado para transformar mi vida. Incluso, podría decirse que Angelines —mi chica—, está ahora más presente en mí de lo que estuvo antes, cuando vivía conmigo; es decir, ahora está de una forma más vehemente, más profunda, más recreada, más introducida en mi parcela espiritual… Ahora la «veo» más, la entiendo mejor, la admiro por sus valores y por la infinidad de aspectos que antes me pasaron inadvertidos o que mi ego no captaba o no me permitía tenerlos tan presentes como ahora. Hoy me encuentro prestando mayor atención que antes a su personalidad, a sus requerimientos, a su sonrisa, a su mirada (¿por qué tardé tanto tiempo en advertir la belleza de sus ojos?), a sus deseos. Antes «pensaba» que el que tenía que hablar era yo; que tenía que fungir como el «capitán del barco», como el portavoz cuando ella representaba la templanza, el espíritu, el amor de la familia.

Hoy ella me transmite normas de vida para no exaltarme. Por ejemplo, cuando me enfurezco con algo o con alguien, enseguida pienso que a ella no le gustaría mi actitud. Y me calmo. El otro día sentí su voz —¡sí, sentí su voz, lo juro!— que me decía: «No recibas con ‘bufidos’ ni maldiciones las contrariedades que se te presentan en la vida. Acéptalo como parte de ella. Vive siempre con amor…». ¡Aseguro que la escuché! Fue algo instantáneo, repentino, sin haberlo provocado yo ni formularle pregunta alguna. La recomendación de ella penetró en mi cerebro como si se tratase de un mensaje telepático. Se trata de unas experiencias que he tenido más de una vez… Y afirmo esto aún aceptando que mi revelación pudiera parecer propia de un ser con trastornos psíquicos, pero también podría decirse que ella —o puede haber sido «mi subconsciente», debo matizar— lo hubiese dejado todo así, bien atado, arreglado para que se cumplan unos fines, y con el propósito de facilitar de alguna forma su permanencia en mi corazón y ayudar a reconstruirme. E, incluso, acrecentar de alguna forma su participación o su continuidad en la vida familiar. Aunque, está claro que de todos nosotros, yo soy el más necesitado de ella… Por tal razón me siento más inclinado, más sensible a escuchar lo que puede proceder de su espíritu o que dejó almacenado en mi corazón.

Pero quiero insistir en que la posibilidad de entrar en la vida espiritual o mística no es ninguna perogrullada. A una persona convencional, más relacionada con las exigencias de la vida, le podría parecer algo sin sentido o demasiado fantasioso. Lo sé. Y es que la vida espiritual se obtiene metiéndose, sensibilizándose, abriéndose a ella, «sintiéndola» como se sienten los latidos del corazón y, sobre todo, teniendo tiempo. Por eso, entiendo que esta situación es más propicia para vivirla yo, ya que no hay una rutina que se interponga y me desvíe del camino. Por ejemplo, adoro esas mañanas serenas, cuando, muy temprano, en el momento que comienza a salir el sol, bajo a darme un paseo de hora y media caminando por el borde de la playa, y disfrutando de la naturaleza, «iluminándome», meditando sobre de qué se trata todo esto, inspirándome con el azul del mar y del cielo, con la serenidad del ambiente, con la inmensa cantidad de regalías que me otorga la Naturaleza. Es cuando siento que mi alma trasciende, que va más allá de lo imposible, que penetra en unos mundos que antes me eran negados o que me negaba yo porque no reparaba en ellos. Ese momento es cuando yo me anulo a mí mismo, o cuando anulo las rutinas de la vida diaria y paso a «consumir» solo lo que la Naturaleza me ofrece.

Y eso es lo que más llama mi atención de la vida: en la medida que se abandona el gesto material y entras en el espiritual, en el hecho intangible, se van encontrando otros caminos que, aunque sean más incomprensibles, no por eso dejan de ser más profundos, más amplios, más trascendentes.

domingo, 3 de julio de 2011



¿Para qué explicar lo que uno

pueda creer o no respecto a la vida?


¿Sobre qué escribiré ahora —y, sobre todo, me pregunto, ¿para qué escribir?—, cuando acabo de cumplir 79 años y estoy muy lejos de llegar a entender el significado de la vida y lograr la clarividencia respecto a qué pintamos los seres vivos, especialmente los que, con cierta altisonancia, nos denominamos humanos?

Bueno, a una conclusión sí he llegado, una de carácter un tanto sobrecogedor: Si todo esto es solo un vacío, si la observación de nuestro comportamiento se basa sólo en unas reglas inventadas, si carecemos de ese futuro eterno y dichoso con el que tanto se nos martiriza, y la importancia de nuestra presencia en el cosmos es insignificante, o se trata de una falacia provocada por ilusiones infantiles aliñadas con ambiciones personales de progreso y perpetuidad, ¿por qué tenemos que buscar explicaciones? ¿Por qué tenemos que hablar de un significado si no lo tiene?

Echándole imaginación e intentando desoír las insistentes indecisiones de nuestra función racional —la cual, por un lado, nos invita a mirar la vida como un espejismo casual, o sea, un cúmulo de casualidades reunidas, y, por otro, nos incita a desarrollar ideas con testimonios fundacionales—, podríamos definirnos recurriendo a una serie de pistas desordenadas y confusas, y algunas excéntricas; o elucubrar agarrándonos a diversos signos filosóficos que no desprecian lo imaginativo, o recurriendo a basarnos en unos métodos más sediciosos sobre cómo se puede vivir una vida plena y aprovechable sin entrar en abstracciones bíblicas ni declinaciones verbales, aunque ello nos exija encontrar al menos un fundamento, un signo que justifique y ampare nuestra existencia, aunque solo sea explicado de una forma somera.

Pero —al menos yo—, cuando profundizo en el asunto, es decir, cuando asomo mi nariz más allá de lo convencional, solo encuentro una respuesta de silencio. Sí, de un silencio algo ruidoso…

Y es precisamente ahí donde residen las «deficiencias», lo inexplicable de la vida. ¿Por qué hemos sido creados y dotados de un pensamiento cuando nos enfrentamos a tantos límites deductivos?

Pero, lo acepto: la vida pudiera haber sido construida así, como la vemos, no como nos dicen que es las diversas corrientes religiosas y filosóficas. La estamos viviendo con una morfología un tanto confusa y deshilvanada, con el fin de que los mortales evolucionemos y salgamos adelante por nosotros mismos, sin necesidad de analizar lo que hacemos ni por qué. ¡Ah! y sin saber un ápice sobre el futuro que nos aguarda. Al no estar conscientes de nada, nos decimos a nosotros mismos: «Aprovéchalo que son dos días…», y nos impulsamos nosotros e impulsamos a nuestro vecino…

Mas, veámoslo desde otro ángulo: si en mi cabeza fluyen los recuerdos —y que son ellos los que me sostienen—, tanto de los desaguisados que la vida me ha presentado, así como de esos momentos felices que he vivido (cuyo noventa por ciento ocurre junto a mi Angelines…, o sea, el hecho de que juntos hayamos traído seis hijos al mundo, y que juntos hayamos fraguado cómo debía desarrollarse nuestra historia, y cuál debía de ser nuestro camino y nuestra filosofía de la vida, y donde lo más importante no lo basamos en la producción de riqueza, sino en el hecho de vivir intensamente, de sentir, de disfrutar) y si nos unimos a pesar de tanto inconveniente que nos salió al paso, y elaboramos una vida absolutamente propia, ¿no se ve una mano inteligente detrás de todo? ¿No se siente como si, instintivamente, estuviésemos cumpliendo una ordenanza que viene del «más allá»? Y es que el pensamiento es así: una parte de él se inclina a considerar que la vida se desarrolla sobre manipulaciones escondidas, es decir, sobre un plan establecido. De todos modos, yo diría para poder concluir esta historia, que mi trecho de vida, el que me concierne a mí, está a punto de concluir y por esa razón cada día siento menos deseos de expresar mis pensamientos (que consisten mayormente en dudas) a los demás.

Además, últimamente no siento como si viviera, sino como si me viven. Incluso, hay momentos que no parezco ser yo…

A pesar de todo, de vez en cuando, aunque ocurra con unas pausas cada vez más prolongadas, continuaré con el blog aunque solo sea para asegurar que el queso suele salir de la leche de la vaca…