domingo, 28 de marzo de 2010


50 años atrás…


Ante la proximidad de Semana Santa, ayer, movido por el influjo de estos días de silenciosa calma, me dio la tontera por hurgar en los recuerdos del pasado lejano… Y, mira por donde, se me ocurrió darle un vistazo a uno de los primeros artículos que escribí en mi vida: el titulado «Semana Santa en Madrid», el cual fue publicado en Jueves de Excelsior, de México, allá por el año 1957, y por el que percibí 300 pesos mexicanos (unas 1.500 pesetas de las de entonces). Nada más y nada menos… Aún así, en el momento de escribir este comentario, todavía estoy dudando de si hice bien o no tanto. A veces pienso muy seriamente que, quizás, debiera tratar de evitar entretener mis ocios dedicándome a hurgar en el pasado. Porque, me pregunto, ¿conduce a algo positivo a fin de cuentas?

El caso más insólito de esta mirada hacia atrás es que acabé llorando como un tonto, siguiendo la costumbre de ese ser blandengue que habita en mí ahora y se emociona por todo…

Aunque tampoco puedo decir que fuese desagradable, porque volví a vivir aquella etapa tan representativa y crucial como fue «el comienzo —en serio— de mi vida profesional», es decir, cuando daba mis significativos primeros pasos en una actividad fervorosamente idealizada, la cual, además de colmar mis ilusiones, comenzó a producirme unos ingresos que aupaban enormemente mi orgullo, además de venir acompañada de los plácemes y admiración correspondiente… Cuando en aquellos adorados años —sólo 56 antes de hoy—, a pesar de que eran los tiempos difíciles del franquismo, o sea del Franco déspota y feroz, que te regulaba la vida aunque tú no quisieras, no se podía evitar sentir el gran orgullo de advertir que, a pesar de él, uno transitaba por los senderos adecuados. Y no se cabía en sí de gozo.

Lo más emocionante de esta incursión al pasado distante, fue ver como aquel niño aspirante a periodista, aquel imberbe que quería ser escritor, usaba un lenguaje grandilocuente, ingenuo pero ostentoso, como si solo él estuviera en situación de utilizar la palabra y solo él se encontrara en condiciones de describir un mundo como era aquel, un tanto «paletorro» y plagado de acciones grotescas o surrealistas… Y uno se sentía tan importante y se daba tales ínfulas con sus escritos, y usaba un tono tan afectado y referente, como si a medida que escribía estuviera descubriendo la cuadratura del círculo aplicada al género periodístico, como si aquella Semana Santa, tan triste, solo iluminada a base de cirios, y hundida a las profundas tinieblas de una dictadura —que era quien nos la imponía—, combinada con aquellas desgarradoras saetas, y el piiiipa, parapiiipa, porrón, porrón, porrón… que provenía de las cornetas y el redoble de tambores, y los sentimentales pasos de réquiem de las escoltas, y que solamente uno fuese capaz de describirla al mundo usando esta especial sensibilidad y ese verbo redicho que dios me había dado. Era esa Semana Santa perfumada por los cirios y las castañas asadas, que tenía ese tono luctuoso o de ultratumba, al cual Franco era tan proclive, ese tono lorquiano, plagados de ¡ays diosmíos! y de teatrales golpes de pecho, insertada en una penitencia estéril y lúgubre que pretendía presentarnos a un Dios deprimido y vengativo, que al primer descuido nos arreaba un estacazo, y que por muy surrealista que fuera él, no creo que de ninguna manera nos obligara a mostrarnos tan arrepentidos y a hacer esa sarta de sacrificios para redimirnos de un delito cometido —supuestamente— por otros antes que nosotros. Era una Semana Santa de velos y negruras, de cielos nublados, de vientos del averno y sermones de las siete palabras, y sangre, mucha sangre, y coronas de espinas, donde se nos conminaba a sufrir —«¡arrepentíos, pecadores!»—, y donde se nos prohibía comer carne ni siquiera de tercera clase —que ya de por sí representaba un violento sacrificio—, y había que hacer ayunos y darse golpes de pecho con un ladrillo, y visitar los fúnebres monumentos levantados en las iglesias, cubiertos con deprimentes telas moradas, y ver por enésima vez el vía-crucis para que nos grabáramos bien en qué consistió la caminata de Cristo hasta el Calvario… Era esa Semana Santa que prohibía cines, músicas —a no ser las de corte sacro— y jaranas. Menos mal que las mujeres, algunas, se colocaban unas mantillas y unas peinetas con cierta gracia, y unos vestidos negros ajustados, y caracoleaban lo suyo, lo que venía siendo el único tono de frívolidad que nos estaba permitido, y eso, tal vez, debido a que las brigadas de la decencia y las buenas costumbres no se atrevían a liquidarlo por respeto al turista y dado su sentido erótico-místico, que si no…

Mientras, en las puertas de las iglesias los vendedores, las gitanas, los quincalleros, pregonaban las carracas, las estampitas, los via-crucis y las almendras garrapiñadas… Y no había playas, ni jolgorios, ni mucho menos discotecas…

¡Qué vida! Menos mal que luego, una vez que pasaba el viernes y los días tristes de pesadumbre, dolor fingido y penitencia quedaban atrás, y llegaba el sábado de gloria, que era cuando todo se convertía en felicidad, y la oscuridad se tornaba en luminosidad cegadora, y la gente salía a la calle y se mostraba contenta, como si el mundo hubiese empezado de nuevo en aquel momento, y fuera cierto que Cristo había resucitado por enésima vez y nos había perdonado a todos… Era cuando los vestidos negros se cambiaban por otros estampados, y se estrenaba alguna prenda, una camisa, una corbata, un vestido, o un traje al que se le había dado la vuelta. Y estaban las misas de gloria, los coros, las sonrisas… ¡Alegraos, Cristo ha resucitado! ¡Piiipa, parapiiipa, porrón, porrón, porrón…! ¡Y todos hemos sido perdonados…! ¡Aleluyaaaaa…!

Y así, todos felices, como si la realidad fuera tan moldeable, es decir, como si la pasión de Cristo, su resurrección, ocurriera todos los años con el mismo derecho que llegaba la primavera o el otoño…

miércoles, 24 de marzo de 2010


Tratar de ver con el corazón


«Este es mi secreto, dijo el zorro. Es muy

sencillo: no se ve bien si no es con el corazón.

Lo esencial resulta invisible para los ojos.»

Antoine de Saint-Exúpery


Mirar, ver con el corazón… ¡Qué maravillosa figura de Antoine de Saint-Exúpery para sugerirnos cómo debemos profundizar en las cosas y cómo hacer lo posible por entenderlas! Claro, es muy difícil —diría que casi imposible— que un adolescente observe los sucesos de su vida «con el corazón» porque él tiende a aceptarlos con la superficialidad que le dicta su temprana edad. En realidad, a esa edad ir más allá de lo aparente depende exclusivamente de la inteligencia emocional, y ella no está disponible en la misma intensidad para todos.

Porque, eso es lo raro de la vida: cuando realmente se aprende a ver con el corazón, uno ya está caduco o en camino de estarlo.

«El hombre no vive una vez», decía Gustav Fechner allá por el 1835, «sino tres: durante el primer estadio de su vida no deja de soñar; durante el segundo va alternando entre el sueño y el despertar, y sólo en el tercero despierta para siempre. (…) En el segundo estadio es su mente la que se desarrolla, preparando los órganos que requerirá en la tercera fase. Sólo en ésta nace el germen de lo divino que descansa oculto en el fondo de cada ser humano.» (Citado por Wilber.) Y sin dejar de considerar la distancia que hoy nos separa de este pensamiento de Fechner, hemos de convenir que encierra una gran verdad. Yo mismo, a pesar de la extrañeza unida a la enorme satisfacción que me produce sentir como siento ahora, lamento no haber contemplado antes el mundo montado en el mismo prisma: es decir, contemplarlo con esa claridad que se ve cuando las respuestas brotan del corazón. Y es que ahora sí las veo, y, aunque no se me ocurre frustrarme por lo tarde que he alcanzado este grado, no dejo de lamentarme por mi incapacidad para ver siempre mi conducta con clarividencia. ¡Cuántas cosas hubieran ocurrido de otra manera! ¡Cuánta gente habría sufrido menos si yo hubiera mirado o sentido las cosas como las siento ahora…! Y esta es una de las rarezas de la vida, tal vez la más decepcionante: cuando se te abren los ojos a la verdad, cuando entiendes el significado del amor —ojo, del amor verdadero, no del simple y ocasional—, cuando accedes a los sentimientos profundos, cuando estás en condiciones de comprender el sentido del ser, ya estás entrando en la etapa final… Y antes, antiguamente, la vejez tenía otro significado porque los viejos tenían algo que legar a las generaciones que venían tras de él, y se les daba cierta importancia; ellos sentenciaban sobre el comportamiento y el respeto hacia los demás y hacia sus ideas; eran más magnánimos en su forma de pensar e interpretar la vida, y se les escuchaba, pero hoy no, hoy ya no tenemos nada que proponer porque en la mayoría de los casos, tras de nosotros solo queda una estela de pasos mal calculados. Además tenemos que hoy el mundo cambia a una velocidad vertiginosa y se escapa velozmente de nuestro entendimiento.

Yo, aunque solo sea para suavizar las exigencias de mi alma, suelo enturbiar por un momento los objetos materiales que permanecen al alcance de mi mirada, para pasar a encerrarme dentro de un compartimento de paredes aislantes y no transparentes, un lugar donde solo tenemos cabida mi mujer —Angelines—, y yo, y cuando ella está junto a mí, aprovecho para consultarle si está satisfecha de como soy ahora, puesto que mi actitud de ahora tiene mucho que ver con su propia obra. «¿Así es como tú querías que fuera yo, verdad? —le pregunto—. ¡Pues así soy! Lo has conseguido. Seguro que estarás satisfecha…». Sentenciado lo cual, me envuelve la paz.

Y no se ría de mí, por favor: se trata de un ejercicio mental ante el cual, si bien escucho a mi razón elevar su protesta o soltar una carcajada burlona, y me dice que los cuerdos no hacen esto que hago ahora, yo, obcecado, convoco la presencia de mi subconsciente y le dejo que tome la palabra. Y él le sale al paso a la razón con toda la autoridad que se le atribuye, y logra anular sus burlas. Luego, me da palmadas en la espalda, para que no me desanime, y me recomienda que continúe con estas huidas que me llenan de ensueños…

Y todo son ventajas, porque así he suavizado mi carácter a base de negarme a ser un viejo refunfuñón, supersticioso y gazmoño. Ahora puedo afirmar que soy más amplio, más sensible, más comprensivo, con unas entendederas más fáciles, y acepto perfectamente que existan seres que no piensen ni actúen como yo y que hagan las cosas de distinta manera. Sus razones tendrán, como yo tengo las mías.

Además, tengo que transigir pues con ello logro que nazca en mí una relación de amor con la vida, y que ésta sea más intensa y más espiritual de cuando únicamente era un joven pretencioso.

El secreto solo consiste en aceptar las confluencias. Que viajan en todos sentidos…

lunes, 22 de marzo de 2010


Una vida para cada quién


¡Hay tantas formas, tantos conceptos, tantas maneras de interpretar y encontrar sentido a la vida…! ¡Casi tantas como personas viven en nuestro planeta! Y es que tanto la comprensión como la formación histórica de cada uno, así como la elección del modelo a seguir, dependen de tantas y tantas cosas… Dependen de las circunstancias que atravesemos, de la educación recibida, de nuestras relaciones y nuestras experiencias con los demás, de la manera como interpretemos los sucesos que nos salen al paso —y de cómo los resolvamos—, de nuestras necesidades materiales y nuestras ambiciones, y hasta de nuestra picardía, de la frivolidad o la seriedad como intentamos encaramarnos en el mundo… Y depende, sobre todo, de nuestro grado de entendimiento, de nuestra inteligencia; es decir, de la sensibilidad para captar y digerir las informaciones que llegan a nuestro departamento de redacción interno. En realidad, viene siendo algo así como las huellas dactilares, que, en apariencia, se asemejan, pero que no hay una igual a la otra.

Yo, por todas estas razones, ahora, en este punto de mi madurez, tiendo a respetar el talante de cada quien… siempre y cuando no sea excesivamente disparatado y no cree un perjuicio a los demás.

A propósito de esto, acabo de leer un pequeño y maravilloso libro de Alan Watts, La vida como juego, que me introduce en una parte —quizá la más importante— del mundo tal como yo me inclino a concebirlo, o sea, fundamentado en una estructura espiritual suficientemente sólida y significativa, la cual, a su vez, a medida que voy entrando en las figuras y estructuras del pensamiento de mentes tan preclaras, me siento impulsado a creer más en ese espacio trascendente, al mismo tiempo que me proveo de un mayor y significativo apoyo moral.

Alan Watts —filósofo, naturalista, escritor, místico, ecologista— es uno de los más sensibles y preclaros maestros cuyo pensamiento, al transferírmelo, aproxima mi vida y mi entendimiento a la dimensión que busco y que, diría, necesito con cierta premura. Hay otros, como Ken Wilber, una de las principales figuras a la cual yo sitúo al frente de todos los demás. Y está Pierre Teilhard de Chardin, Sri Aurobindo, Carl. G. Jung, Aldous Huxley, Abraham Maslow, Charles Tart, James Fadiman, Stan Grof, etc., todos ellos pertenecientes al grupo de pensadores que, entre miles y miles de seres de aguda sensibilidad, penetrabilidad e inteligencia, destacan armoniosamente, y son pertenecientes al aparato científico o al intelectual, por el cual nuestro ser y nuestra presencia aquí no se limita a cubrir una sola dimensión, de condición casual e inexplicable —y de índole material—, sino que se incluye en una escala de valores, sentimientos, sensaciones, afinidades y proyecciones de condición metafísica y elevado grado de consciencia.

A grosso modo, podría decirse que el mundo, su población, hoy sobre todo, se divide en dos bandos fundamentales: los que carecen de sensibilidad, los que entienden solo aquello que puede ser visto, los materialistas, los que han perdido su calidad de asombro, aquellos quienes para los que el espíritu es un recurso propio de una mente débil, y aquellos otros que consideran que la vida es trascendente, que tiene sentido, que constituimos un todo donde el cuerpo y el espíritu es una sola entidad, inseparable y en armonía; que no somos el resultado de pruebas o experimentos con ratas, porque nosotros somos seres humanos y respondemos a esa condición, que no deseamos ser monos con más o menos habilidad, y que, sobre todo, tenemos una visión más amplia de la vida, de sus significados y de sus emociones.

En este bando es donde me inscribo yo.

Y que me perdonen los burros…

martes, 16 de marzo de 2010


No, de política ni una palabra


¡Pero, por favor! ¿usted me confunde? –le digo a mi vecino cuando me lo encuentro en el mismo momento que asomo mi jeta por el parque–. Para mí, como simple ciudadano —no digamos ya como intelectual— es humillante dedicarle una pizca de interés a un político, sea del partido que sea y piense como piense —si es que piensa, porque es dudoso que lo haga—. Y aunque ahora me refiera a los de España, todos me merecen la misma opinión… ¡Pero si ni tan siquiera nos tienen respeto…! ¿Es que no lo comprende? Mire, vamos a descartar que trabajen para nosotros, o que formen parte del partido de nuestra preferencia, ¡eso no quita que nos informen con la verdad, que nos digan la realidad de su gestión…! ¡Pues que si quieres arroz Catalina! Ellos a lo suyo… Mire, todo nos lo disfrazan, lo tergiversan, le echan tierra por encima cuando ven que la verdad los perjudica. Y eso no es nada: a veces pretenden que nos traguemos unas enormes bolas de boñiga de vaca: que caigamos rendidos ante unas frases sin significado; que nos riamos ante sus insustanciales gracias; que aplaudamos sus sesiones de mentiras, y que hagamos caso omiso de sus continuos fracasos. Y eso, como usted podrá calcular, es un tiempo perdido, despilfarrado, inútil, alejado de mi verdadero sentir de cómo gestionar la vida. Antes prefiero dedicarme a contemplar programas del corazón en la tele, o visitar al dentista, que son las acciones que peor soporto…

No, no, de verdad, no insista, que yo no hablo de política. ¿Cree usted que voy a perder mi tiempo comentando los excesos y el derroche, o los gastos desorbitados, o la enorme y considerable cantidad de dinero que le cuestan estos individuos al ciudadano? ¡Por favor, no me confunda ni me tome el pelo! Ellos casi nunca lo comentan porque es una especie de secreto de estado, pero ¿se ha detenido a calcular usted lo que le cuesta al erario público mantener a esa pandilla de vagos, mangantes, simuladores, chaqueteros, comisionistas, secretarios, asesores, a esa caterva de aduladores y meapilas cuya única «profesión» es mantenerse en la palestra y dar su voto a su jefe de filas mientras ellos andan por ahí chupando del frasco sin producir en su vida ni una brizna de yerba a favor de su país del cual perciben su enorme salario?

No, no, no me tire de la lengua, por favor, que ya le dije que de política no hablo. Que me niego a hacer un comentario sobre esos individuos estrafalarios que dormitan en las sesiones del Congreso o que se reúnen por las mañanas en sus regios despachos para preguntarse sobre qué pendejada debemos comentar para hoy, algo que cubra de humo los asuntos de absoluta trascendencia. Yo, se lo digo de verdad, no quiero considerarme un ciudadano dirigido y encasillado por ese tropel de individuos inferiores que solo pierden el tiempo insultándose entre ellos, o en faltarle al respeto al ciudadano —que, por si no lo sabía, es el que paga su salario, el que sufraga sus dietas, y sus cuantiosos gastos «imprevistos», sus viajes, sus cacerías, sus fastuosas celebraciones—, y que, además, es el que los elige y los apoya para que después ellos se rían bajo sus barbas…

No, no, por favor, no me haga hablar de política, que es un tema que me descompone todo, me produce urticaria, picor en el cuerpo, y me causa diarreas, colitis y vómitos además de sacarme de mis casillas (y no me refiero al portero del R. Madrid). Esta es una gente que se dedica exclusivamente a burrear a todo aquel que no piensa como ellos, o de los del partido contrario, como si eso sirviera para incrementar el avance de España o para corregir sus defectos económicos… Pues no: prefieren dedicarse a elaborar una antología de la mentira o de la falacia. Al fin y al cabo, el ciudadano paga sus despilfarros.

No, por favor, no me obligue a usar ni un microgramo de mi cerebro para demostrar que el político, su única misión en la vida, solo consiste en desfigurar la realidad, acomodarla a su conveniencia, manipularla sin respetar al contrario y a esa enorme masa de sufridas personas (contribuyentes) que éste representa, como si la razón-sinrazón solo le perteneciera a él, o tuviera como única misión el desprestigio del contrario, o como si su única ocupación fuera demostrar que éste es más horrible, más feo y más deforme que él.

¿Pero es que no va a cansarse de pedirme que hable o escriba sobre política? Mire, le pondré un ejemplo: si usted alguna vez acude a presenciar una obra de teatro, lo menos que exige al protagonista que interprete bien su papel, que tenga la suficiente sensibilidad para entender e interpretar al personaje que representa, ¿no? Pues eso mismo exige uno de los políticos: que interpreten bien su papel; que tengan sensibilidad hacia sus votantes; que antepongan a sus intereses personales el bien de su país; que se sacrifique por el bien común; que respete a sus oponentes aunque no piensen como él; que considere en todo momento que es un empleado del pueblo y que no está en eso para hacer fortuna… Ya ve, ¡qué gran diferencia con la realidad!

No, no, ¿es que todavía no se ha dado cuenta de que yo no hablo de política? ¿Usted cree que voy a perder mi tiempo por alguien que nos trata a los ciudadanos y las ciudadanas como si solo fuéramos un puñado de cretinos aborregados, sin inteligencia ni capacidad de razonar? ¡Por favor, que todavía me queda un poco de orgullo!

Y, ¡ojo!, que no es que yo no tenga una inclinación, una ideología, un sentimiento de como deben funcionar las cosas, pero me veo tan desplazado de la idea de ellos, mi realidad está tan lejos y me siento tan distanciado de los «ideólogos» oficiales… A ellos solo les va la demagogia, el pragmatismo, la lucha por el poder, la derrota del contrario, su cuenta bancaria… ¡Y al pueblo que le parta un rayo!

viernes, 12 de marzo de 2010


Carchuto, digo cartucho


El domingo por la tarde, repentinamente, me dio un ataque de afasia… En ese momento entraba en el ascensor de mi edificio. Una vecina me preguntó algo relacionado con el tiempo y yo respondí por peteneras, con algunas palabras que no tenían sentido, o con una verborrea desbaratada. Lo curioso que con mi pensamiento advertía perfectamente la falta de sentido de mis palabras, pero de mi boca solo salían frases inconexas, sincopadas, incoherentes, sin lógica, deslavazadas, inarticuladas… Se ve que la facultad de la palabra y la del pensamiento proceden de lóbulos diferentes. Porque mientras uno, el de los pensamientos, funcionaba bien, el otro, el de la facultad de hablar, estaba medio escacharrado. Las personas que entraron en el ascensor al mismo tiempo que yo mostraron su extrañeza ante mi complicado pronunciamiento, y me dieron la espalda: debieron pensar que estaba drogado o que era portador de una borrachera fenomenal. Y yo, en medio de la gracia que me causaba la situación y la forma de mi diálogo roto o sin sentido pronunciado por mi boca, sentí un pánico horripilante, una incomodidad, un vacío, una enorme sensación de soledad, un aislamiento del mundo ante mi incongruencia verbal, como si me hubiese quedado mudo o con una incapacidad severa para comunicarme con mi prójimo.

En realidad, ¡qué solos estamos los mortales!, me dio tiempo a pensar. Aquí estoy rodeado de personas y sin poder comunicar mis desbaratadas sensaciones, sin poder consultar acerca de mi estado a nadie porque la gente echa mano de sus prejuicios, de sus miedos, y proceden a juzgarte despiadadamente antes de mirarte a los ojos y detectar la situación que te mantiene en un azoramiento comprometido… Como mi pensamiento se mantenía indemne, pude abrir sin dificultad la puerta de mi apartamento, dejar las bolsas en el suelo, sacar mi teléfono celular y marcar el número de mi hijo. Lo malo vino después, pues cuando Rodrigo contestó a mi llamada, solo acerté a manifestar: «Cuarenta desquiciados con el leche del ascensor descabalado…», me escuché decir. Cuando él, extrañado, me preguntó «¿Qué te pasa?», solo pude articular «No puedo hablar» haciendo un enorme esfuerzo. Él entendió enseguida que algo andaba mal y me dijo: «Quédate ahí quieto. Voy para allá». Y es que no hay nada igual que ser de la misma sangre para entenderse…

Nota: hoy, cinco días después, tras hacerme revisiones, C.T.’s y someterme a distintas terapias caseras, veo que voy mejorando, pero todavía no sabemos a qué se debió el inconveniente verbal. Y es que el cerebro es la maquinaria más cordisplicada, digo casplicada, digo cusplicosada, no, quise decir complicada de la vida (no haga caso, es una broma. Ya puedo pronunciar bien la palabra «carchuto», digo cartucho…)

Lo que pasa es que en realidad no somos nada…

jueves, 11 de marzo de 2010


El mundo es como es


Yo, desde luego, no soy de esos que se llevan las manos a la cabeza, y dicen «¿Hacia dónde camina el mundo? ¡A este paso, sólo catástrofes nos esperan!» Y es que no se puede vivir así, todo el día lamentándose, sopesando lo que está pasando hoy y lo que pasará mañana… Las lamentaciones son inútiles además de destructivas. El mundo sigue su camino de una forma imperturbable, por más que les pese a los que juegan a revolucionarios sociales, o a aquellos que crean convulsiones o los que «pretenden arreglarlo» todo. Como decía el caricaturista Abel Quezada a propósito de los libertadores que llegan con ínfulas de libertarnos del libertador anterior quien después se convirtió en tirano: «¿Y quién me libertará a mí de los libertadores?»… Tenemos que metérnoslo en la cabeza: la vida funciona mediante una escala de influencias —negativas y positivas, desde luego— que se arrastran desde el principio de la vida y nos hacen en el presente tal como somos y que funciona de acuerdo a nuestra esencia, a nuestras ambiciones, a nuestras necesidades. Y es una respuesta a nuestras emociones. Nadie puede impedir que ese sea el verdadero motor que promueve nuestros actos.

A ver, ¿quién es capaz de asegurar que se están haciendo las cosas mal y que se podrían hacer mejor? ¿Mejor que qué? Yo creo que el mundo, cuantas veces comience, siempre se desenvolvería igual, con los mismos métodos. Además, ¿quién daría el primer paso y con qué derechos y atribuciones? ¿Quién se consideraría con la capacidad suficiente para determinar cómo debe funcionar la vida?

Porque no me va usted a negar que detrás de los dictadores solo existe un fin: ser ellos quienes manden, quienes gobiernen. Son los que tienen el poder por la fuerza para decir lo que hay que hacer, sin que les importe mucho si los ciudadanos gobernados se sientan complacidos o desdichados por su gestión. Respecto a los reformistas y los revolucionarios, ¿quién podía predecir que la URSS se vendría abajo después de casi cien años de revolución bolchevique y del ajusticiamiento de millares de personas? ¿Quién podría calcular que después de Franco los españoles caminarían hacia una democracia casi de forma instintiva, sin una revolución? ¿Alguien pudo prever que Hitler o Mussolini acabarían el primero suicidándose y el segundo colgado por los pies mientras el pueblo le escupía? ¿Qué ocurrió con el tristemente y sanguinario «Sendero Luminoso» peruano y cuáles fueron sus logros además de dejar su camino sembrado de cadáveres? ¿Y qué se hizo de los generales argentinos que pretendían «lavar» las lacras de su país arrojando rebeldes al mar por la borda? ¿Alguien será tan ingenuo para pensar que los Castro —en este caso, sus sucesores— se perpetuarán por los siglos de los siglos y que su revolución se convertirá en un modelo para el mundo? Y qué decir de su acólito Chávez y su loca, infantil e inútil «revolución bolivariana». ¿Quién es este individuo para emular las hazañas del Libertador? ¿Usted cree que existe algún mortal suficientemente superior como para que sea designado por la Naturaleza para reconstruir el mundo? ¿Y habrá un ciudadano que posea el derecho de matar a los que no piensen como él para poner las cosas en orden? ¿Alguno de estos crueles fantoches y sus descendientes se han perpetuado en el poder a pesar de sacrificar a millones de gentes por el hecho de no pensar como ellos?

La gente, el mundo —eso está bien claro— lo que quiere es vivir cada vez con más desahogo, alimentarse, tener salud, obrar con libertad, divertirse, disfrutar de la vida, y vivir en una casa lo más decente posible, trabajar y rodearse de familiares y amigos en quien confiar, y sus estímulos los obtiene dentro de sí mismos, nacidos de sus propios deseos, y eso solo puede lograrse cuando el ciudadano tiene voz y voto, elige a sus dirigentes, y si no funcionan, los sustituye por otros, y esto se lleva a efecto cuando existen unos derechos humanos que protegen su vida… A pesar de que nuestro sistema no es perfecto, siempre existe la posibilidad de perfeccionarlo. Y no porque venga un Fidel Castro con un lóbulo frontal deteriorado, apoyado en las armas, o un Chávez con un delirio patológico de grandeza cuyo afianzamiento (que más tarde o más temprano acabará por apoyarlo en las pistolas) ocurre a base de unas reacciones anormales indignas, y debido a una anormal aplicación de sus ambiciones lúdicas, quieran imponerse a sus ciudadanos tratándolos como si fuesen individuos de segunda clase, cuando mentalmente son más sanos y dignos que esos mismos dirigentes.

sábado, 6 de marzo de 2010


Ser o no ser, esa es la cuestión


Fue en la etapa de mi primera juventud —tan cerca y tan lejos al mismo tiempo— cuando me «eché novia» (curiosa expresión ésta de «echarse novia» que se usaba para anunciar una relación formal entre un hombre y una mujer…). Apenas cumplía 22 años. Pero a los dos meses del noviazgo comencé a poner en duda si procedía crearme una responsabilidad así, de una manera tan firme, tan seria, que iba a trastocar mi vida de una forma tan radical, y más cuando todavía no estaba muy seguro de lo que quería hacer conmigo. Pero no era yo solo: también por el lado de Angelines empecé a observar una actitud que estaba cambiando: en sus ojos, en su comportamiento ya no se apreciaba la ilusión de los primeros días. Lo que me llevó a pensar que ella no estaba muy conforme tampoco (en realidad, lo que sucedía —me enteré después— es que yo no era aceptado en su casa; que tanto sus padres como su tía se oponían a nuestra relación. Eso le producía a ella una preocupación que la ensimismaba). Y esta circunstancia me ayudó en mi eventual arrepentimiento.

Precisamente, reproduje aquella situación en mi novela De la misma tela que los sueños:


«Es inaudito que siendo yo como soy, un individuo desmesurado, que sólo usa el cerebro para saber cómo no usarlo, que primero dispara y luego pregunta, uno de tantos que no distingue lo conveniente de lo inconveniente, venga ahora a ahogar un potencial y sublime sentimiento de amor invocando al sentido común. Debo preguntarme si mi pasión hacia ti es genuina o no pasa de ser un capricho accidental más, ya que, mientras creo estar embebido en un estado de ansiedades sublimes, permito que la razón me zarandee. Lo cual no encaja, porque el amor verdadero no es cálculo ni reflexión: es impulso sin medida, ímpetu arrollador, complicidad ciega con la ley natural. Es contigo pan y cebolla y la negación de la razón, según Berther. «El amor que se razona —dijo— es como un niño que no puede vivir porque tiene demasiada inteligencia». Y luego Edgar Morin nos vino con que «El sentido del amor y el sentido de la poesía es el sentido de la calidad suprema de la vida». Y es que se han hecho tantas definiciones que han convertido el amor en un sentimiento confuso, metafórico, a veces ñoño, cuyo sentido se versifica, y suele ser presentado como una verdad reposada a un tiempo en el alma y en el cuerpo —Rimbaud—; o en el deseo de poseer a quien nos posee —Edgar Morín—; y como la simple respuesta al llamado del otro —Heller—; o que «no es otra cosa que el localizar en un ser, en una vida, dentro de los límites de un rostro y un cuerpo, todo un mundo de abstracciones y anhelos, de espacios infinitos e irrealidades sin medida», que se le ocurrió decir a un poeta como Pedro Salinas. O la sentencia de Robert Herrich, que nos anonadó con aquello de: «Por favor, ámame poco si quieres amarme mucho tiempo». O lo que, para desilusión de muchos, Marguerite Yourcenar expresó: «Hay que amar mucho a una persona para arriesgarse a padecer».

¿Estamos incluidos nosotros en alguno de estos modelos o soy yo, que ignoro cómo calibrar mi realidad, o que, de forma no deliberada, trato de huir de lo que parece ser un arriesgado sometimiento a lo convencional, al inmovilismo responsable, al abandono definitivo de la vida frívola y loca? Las mujeres hasta hoy, hasta hace seis semanas, aún teniendo en mi vida una presencia irrefutable, siendo considerada —tanto instintiva como cerebralmente— imprescindible su participación en mi propia historia, de forma subyacente se limitaba a suplir un sentimiento frívolo. Nunca hasta entonces me había planteado la idea de atarme a una para toda la vida, aunque, tácitamente, daba por hecho que algo así tendría que suceder algún día. Pero, mientras tanto, en las conversaciones con los amigos —donde quedaba constatado que todos sufríamos las mismas pasiones, teníamos iguales prejuicios, y sentíamos las mismas necesidades—, la mujer, al mismo tiempo que un objeto de deseo, se convertía en un trofeo necesario de conquistar, no sólo con la finalidad de confirmarse uno a sí mismo en su condición de hombre, sino con la de adquirir el relieve grupal consiguiente. Es decir, respondía a un objetivo de carácter físico más que espiritual. No busco disculpas, pero debes saber que fue la educación recibida durante la adolescencia, donde siempre se nos dio un formato mistificado de vosotras, ajeno, desde un punto de vista moral, a nuestra realización como personas, y cuya utilidad se cifraba, más que nada, en realzar el prestigio del macho y la posibilidad de ejercitar con ella la imperiosa exigencia del sexo. Incluso, desde un punto de vista frívolo, aceptado como normal, muchos de nosotros podíamos llegar a elegir determinadas carreras, lo mismo daba que fuera piloto, marino o periodista, que de actor, tenista y pintor, por ejemplo, con el fin de alcanzar el glamour necesario para atraer la atención femenina.»


Este era mi condicionamiento hace 50 años…

Claro, no había duda de que estábamos predestinados: a las tres horas del rompimiento, cuando llegué a mi casa medio borrachón y un tanto frustrado de la vida, mi madre me dijo que tú me habías llamado. Que me pusiera al habla contigo aunque fuera tarde, porque te quedarías a esperar mi llamada. Y yo que estaba loco por hablar contigo para arreglar las cosas, para qué quieres más… Así que, después de un diálogo romántico, íntimo y vehemente, decidimos continuar.

Y ahora, al preguntarme cómo habría sido mi vida si no hubiéramos vuelto a unirnos, siento un escalofrío y el corazón casi se me paraliza. Y es que no puedo considerar mi vida sin tu presencia, sin contar contigo a mi lado…

jueves, 4 de marzo de 2010


Sensibilidades y exquisiteces


¿Hasta qué punto la lectura puede influir en la vida de una persona, por ejemplo, en la mía? Juzguemos precisamente por mí que es el ejemplo que más tengo a mano: Empecé a leer novelas a los 14 años aprovechando una etapa que apenas salía debido a que un acné un tanto repelente me mantenía enclaustrado. Pero, mira por donde, aquellos días de desmoralización y reclusión me sirvieron para interesarme por la lectura y mantuvieron mi afición por el resto de mi vida. Y el caso es que comencé sin ganas, pero acabé haciéndolo sin descanso. Terminaba una y comenzaba otra, pasando de Emilio Salgari a las hermanas Bronte; de Rafael Pérez y Pérez a Estefanía, de Ellery Queen a Agatha Christie, y lo hacía sin inmutarme porque para mí todo valía, todo estimulaba mi imaginación. Más adelante, ya con el acné más o menos desaparecido de mi rostro, y sin mantenerme tan encerrado como antes, el interés por leer permaneció como una de mis principales aficiones. A las lecturas más ligeras del principio, siguieron otras más profundas, como Louis Bromfield (el de Vinieron las lluvias), Viky Baum (Gran Hotel), Frank Yerby (Pasiones Humanas), Pearl S. Buck (La estirpe del dragón), Daphne duMaurier (Rebecca). De cuando en cuando daba un bajón en mi selección de calidad y me pasaba a una de «El Coyote». Así, tan campante. Y debo confesar que todavía mis conocimientos literarios no debían ir muy allá, porque casi ni notaba la diferencia… En realidad, me apasionaba con los argumentos. Más adelante descubrí que dentro de la colección Austral, había una serie —la de tapa roja— dedicada al tema policíaco, de detectives y espías, y que se salía de lo corriente o de lo trillado del género: eran más literarias, más íntimas o personales… y para qué quieres más. El poco dinero que entraba en mis bolsillos, me lo gastaba en libros. Incluso, en una pequeña librería que estaba cerca de mi casa hasta me abrieron una especie de cuenta de crédito y llegaron a fiarme los libros (no recuerdo si acabé liquidando lo que estaba pendiente cuando me cambié de barrio o me fui en silencio, sin despedirme de mi proveedor…).

Lo más curioso, lo que más llama la atención es que no por más que me entusiasmara con una lectura determinada, nunca me sentí inclinado a modificar mi vida, a imitar a alguien, a aplicarme un pensamiento o una frase que llamara mi atención y modificara mi vida. Ni siquiera una sentencia filosófica de alto contenido espiritual era aprovechada para dar otro sentido a mis andanzas. Claro, es posible que gracias a ese afán de leer, fuera formándome y cambiando algunos hábitos sin que yo no me diera cuenta, de una manera consciente, pero abiertamente nunca me sentí inclinado a cambiar o a tratar de imitar a algunos de los personajes, ni siquiera los que más me calaban.

En cambio, el cine sí me dejaba huella. Ahí sí me sentía inclinado a imitar a los diferentes personajes que desfilaban ante mi vista. Y tal vez me fui transformando. Es posible que mis actitudes se fueran modificando conforme a la última película contemplada. De repente me convertía en Alan Ladd (al que me decían que yo me parecía y eso hinchaba mi vanidad), después cambiaba a Tyrone Power; más adelante pasaba a ser Danny Kaye, luego Gary Cooper… Hubo una época que el cine me influyó de tal manera que me producía sueños e imitaciones respecto a mi forma de ser y hasta en mi forma de hablar. Será que lo visualizado se grababa mejor en la memoria y en el alma… Además, en el cine comencé a sentir un gran amor por algunas de mis actrices preferidas: por ejemplo, Virginia Mayo me producía sudores fríos… Y Betty Gable, ni se diga… Otra que me encantaba de una forma más dulce y poética era Joan Fontaine: sus gestos, su dulzura, su forma de mirar me hicieron prometerme que solo me casaría cuando encontrase una mujer parecida a ella (luego, cuando me casé, descubrí que en mi mujer había cierto parecido en su forma de ser). ¡Ah! Y también, desde que vi Casablanca, me quedé prendado no solo de la película, sino también de Ingrid Bergman. Esas lágrimas, esa forma de llorar cuando tiene que partir en aquel avión con su marido, Paul Enreid, hacia la libertad, a cambio de alejarse de su verdadero amor, que es Humphrey Bogart, casi me hacía —y aún me hace— llorar a mí, que siempre he sido un sentimental de tomo y lomo. Esta película la he debido contemplar unas quince o veinte veces en mi vida. Y nuca me canso. Para mí representa el Cine, con mayúscula, el mejor, el que refleja maravillosamente sentimientos humanos como la amistad, el honor y, sobre todo, el amor, el auténtico amor y la calidad cinematográfica…

Sí…, es posible que, en términos generales, leer, ver cine, ir al teatro, asistir a conciertos o a funciones de ballet, visitar museos y exposiciones son acciones que van ejerciendo cambios paulatinos e importantes en nuestras vidas, que nos van haciendo más sensible, más exigentes con nosotros mismos, más animados a convertirnos en «alguien» destacado en la actividad que cumplimos, que nos invitan a volver nuestra mirada hacia nosotros mismos, y conocernos mejor. Ese afán por cultivarnos nos va proporcionando determinados valores; vamos adquiriendo nuevos conceptos y sentimientos, más sensibilidad hacia el arte y hacia las otras personas, esas que nos rodean. Y nos ayuda a vivir y a tener mayor percepción del mundo. Sobre todo, hacen que nuestra vida sea más sensible y exquisita. Menos basta.

martes, 2 de marzo de 2010


El sexo y la formación de lo humano (2)


No, no. No vayas a pensar que acepto el adulterio como algo normal… Lo digo porque, quizás, la forma como me expresaba en mi anterior blog te podría llevar a deducirlo. Lo que me pasó en aquel escrito es que, al tratar el asunto de Tiger Woods, no pude evitar ver con cierto humor el lado grotesco y ridículo de la vida. Y eso me hizo tomarlo a broma. Aunque fuera una broma mezclada con una pizca de ironía. También pudiera ocurrir que cuando le di ese tono de disculpa a mi comentario, era porque tengo una tendencia a entender a quienes lo cometen… Pero, te diré: aunque no encuentro una explicación, sí le otorgo cierta dosis de piedad. Claro, puede que esté buscando una disculpa para mí mismo, una comprensión hacia esa actitud poco honesta y tan común en los hombres (y, en menor proporción, en las mujeres), pero no pude evitar sentir cierta gracia al ver al golfista con esa expresión de niño cogido en falta y exagerando su arrepentimiento de tal manera que hasta me llevó a preguntarme si se trataba de un arrepentimiento verdadero o solo era fingido. Mira, si se tratara de un desliz —o de dos a lo sumo—, podría ser disculpable… (al menos a mí sí me disculparon). Pero, en este caso han aparecido —hasta ahora— ocho o nueve amantes. Y todavía pueden quedar algunas más escondidas bajo la cama… No, definitivamente no se trata de una pequeña falta atribuible a un irreprimible impulso o a una oscura «adicción» al sexo, porque aquí se trata de un asunto multitudinario y muy variado…

Dentro de la gravedad de este caso y otros ocurridos por ahí, me produce cierta risa esa vulnerabilidad de nosotros los hombres. Y es que somos así de cretinos: tan pronto como una mujer nos mira y pestañea dos veces, ya creemos que nos está enviando un mensaje… ¿Se tratará de un don o un defecto que nos ha dado la Naturaleza? ¿Por qué razón no tenemos suficiente con conquistar a una mujer, casarnos con ella y vivir abrazados toda la vida, sin buscar nuevas emociones lúdicas ni amorosas? Creo que este puede ser un grave defecto de la constitución humana, un error de la Naturaleza. Probablemente a ella le tiene sin cuidado nuestra fidelidad. Y es que, claro, como el primer amor es tan bonito, tan lleno de pasión, tan envolvente, tan poético, tan exclusivo y delicioso… no es extraño que se busque la repetición.

Por ejemplo, en mi caso: ¿Qué vi yo en aquella mujer? ¿Qué sentí cuando estuve a punto de abandonarlo todo —esposa, hijos, empresa, círculo de amigos— por ir tras ella? ¿De qué manera me embrujó para que una persona —como me clasifico yo mismo—, ajeno a la clásica actitud de Casanova, y que, además, me había comprometido conmigo mismo a ser una persona cabal y honesta, que había construido mi matrimonio empeñado en un idealismo firme, tierno y apasionado; que mantenía unos conceptos muy claros respecto a lo que debe ser la institución familiar —y la conyugal específicamente—; que había desplegado todos mis encantos y mi elocuencia para que mi mujer me siguiera en mi afán aventurero y abandonara su mundo seguro y convencional, para trasladarse al mío, mucho más vivo, sí, y más sentido, también, y más percibido y profundo que el de ella, pero mucho más inseguro, menos estructurado, más bohemio, más azaroso a veces… Que, de igual manera, me había empeñado en convertir a todos aquellos descendientes que fueron llegando, es decir a mis hijos, en un reflejo de mí, en un grupo que caminaría por la vida siempre apoyado por mí y de acuerdo a mi «imagen y semejanza», y que, además de sentir un amor inmenso por ellos, amaba intensamente a mi mujer y tenía una magnífica y encantadora relación con ella y que, además, precisamente en aquellos mismos días fue cuando todo comenzó a marcharnos bien desde el punto de vista económico y social? ¡Ah! y que yo, además, me había comprometido conmigo mismo a no caer en las mismas torpezas que cayó mi padre ni involucrarme en los mismos vicios… ¿Qué fue lo que me dio esta chica? ¿Qué fue lo que yo vi en ella para olvidarme de todos mis propósitos si, además, la doblaba en años…? No puedo responder porque carezco de ideas claras. Posiblemente un psicólogo diría que fue la crisis de los 40 —yo entonces tenía 38 años— la que lo produjo, o ese influjo del «volver a empezar», que ronda con cierta constancia por mi cabeza. ¡Qué se yo! A pesar de que ella —todo hay que decirlo— no era una mujer cualquiera, debo reconocerlo. Tenía 18 años y era inteligente y profunda, muy sensitiva hacia la vida y sus manifestaciones… Y con un inmenso tacto hacia las personas, además de ostentosamente bonita y atrayente.

Pero nada de eso me disculpa. Mi arrepentimiento por aquella acción es inmenso y permanente a pesar de que fui perdonado y de las influencias positivas que trajo a nuestra vida.

Ni tan siquiera lo hace más leve el hecho de que, según algunos psicólogos y científicos, «poner cuernos» obedece a razones biológicas. Parece que está demostrado científicamente en pruebas realizadas con animales. Pero eso tampoco lo justifica: después de tantos siglos de civilización y cultura, el ser humano es cada día más humano, y es una entidad más espiritual, más alejada de los instintos, más racional, y está en la obligación de reglamentar su vida conforme a ciertos convencimientos morales.

Pero hay quien asegura que todo está escrito… Yo no creo en ello, pero sí que lo que tiene que ocurrir ocurre porque eso es lo que hace que la vida circule. De lo contrario sería todo tan aburrido…