miércoles, 18 de noviembre de 2009



Todo comenzó por un sueño


Cuando puse mi pie por primera vez en tierra puertorriqueña, traté de constatar enseguida con cuál de los enfebrecidos sueños de mi infancia correspondía este país. Remitía mi recuerdo a las primeras nociones tropicales que rondaron por mi cabeza durante la incómoda y febril etapa de adolescente, y que aportaban a mi mente la cálida sensación de ser un lugar paradisíaco, situado en lo más representativo de una zona cuya principal cualidad —casi imposible de aceptar como algo real— era la que se refería a que allí era siempre verano, es decir, que siempre había sol. Eso era algo que me hacía suponer que aquel lugar debía ser lo más cercano al paraíso terrenal. Lo imaginaba profusamente florido, con una vegetación frondosa y fascinante, animales selváticos por doquier, y avestruces, muchas avestruces, un ave que, sin que sepa la razón, siempre estaba presente —junto a las palmeras— en mis sueños infantiles. Allí, en aquel sitio, por encima de cualquier prejuicio, vislumbraba asombrosas playas bañadas por una mar empalagosamente azul, con hermosas mujeres en traje de baño jugando al tú la llevas y dando besos apasionados a un mancebo que tenía gran parecido conmigo, en versión adulto, y sin acné.

Posteriormente, en la medida que fui creciendo y llegué a tener conceptos más definidos, pude configurar con más precisión las características físicas del añorado lugar. Y llegué a adquirir un conocimiento tan preciso y atrayente, que pasé de la admiración al ferviente deseo de habitar allí algún día. Un anhelo que, en aquella época misérrima por la que atravesaba España y, más aún, mi familia, debía coincidir con el que experimentaban cientos y cientos de compatriotas, porque, ¿qué español que se precie, encasillado en aquella desventurada generación de la guerra civil, no llegó a añorar profundamente toda la gama de sensaciones tonificantes surgidas de la contemplación de una playa de blancas arenas con la llamativa silueta de esbeltas palmeras, inclinadas y recortadas sobre los intensos matices azules de cielo y mar, y un ser humano, mujer u hombre, sosteniendo en la mano un daiquirí y descansando lánguidamente en una hamaca, mientras doraba su piel bajo un sol que en la España de aquellos días parecía estar reservado solo a los ricos? Sin la menor duda que para aquella generación que no participó pero sí sufrió el rigor de la contienda, el sueño caribeño constituía una manifiesta expresión de sus afanes de libertad.

Aunque, el más elemental sentido común me decía que no era posible tomar decisiones apoyado sólo en los sueños, sin dejar de considerar que éstos son el principio de toda hazaña. Pero una aborrecible dosis de cordura me indicaba que era necesario contar con unos medios materiales que ayudaran a salvar las enormes distancias que siempre suele haber entre el imaginador y lo imaginado. Aunque, dado que los anhelos eran gratis, y los sueños al mismo precio, debí dejarlo aparcado en algún rincón de mi mente, sin decir ni sí ni no, sino ya veremos, porque yo nunca atentaba contra mis fantasías, que era lo que me sostenía entonces.

En aquella etapa crucial no pasaba de ser un chico común, sin otra autonomía que la de acercarme al puesto de la esquina a cambiar la sobada novela de El Coyote por otra con la misma carga de mugre. Yo pertenecía a una familia de clase media venida a menos, castigada por la guerra, en la que albergar una ilusión de este género era considerado una audacia, algo propio de un loco pervertido. Pero, aún siendo una posibilidad remota, yo tenía la esperanza de que llegara mi hora y, mientras, me consolaba a base de leer libros de viajes o valiéndome de mi poderosa imaginación para merodear por las fantásticas costas de Puerto Rico, México, Brasil o Cuba, lugares hacia los que tanta pasión me infundieran las inefables imágenes de Los tres caballeros, película que, cual soñador vicioso, admiré en tres o cuatro ocasiones sin llegar a saciarme ni dejar de maravillarme al contemplar aquella escena que representaba el instante supremo, cuando mi corazón brincaba, o sea, cuando se enrojecía la pantalla debido a una espectacular puesta de sol y en alta mar aparecía un barco con velas desplegadas, al mismo tiempo que las hirvientes aguas del océano refulgían incandescentes y sonaban los inigualables sones de la sentimental samba que proclamaba a Bahía como tierra de la felicidad…

Y pude constatar que Puerto Rico se parecía mucho al país soñado por mí.

Solo que sin avestruces…

1 comentario:

  1. Qué bonito. Me alegra que se sienta así acerca de Puerto Rico. La verdad es que muchas veces he pensado que esta isla no tiene mucho que ofrecerle a ningún extranjero, no la encuentro una cosa del otro mundo, tal vez porque he vivido en ella toda la vida y todo me parece normal y, a veces, hasta feo.

    A mí me gustaría vivir en un sitio más limpio, rodeada de gente a la que le interese aprender y ver un poquito más allá de estas costas. Pero, el maldito insularismo siempre se sale con las suyas...A veces pienso que menosprecio mucho mi país, pero es que todos los días me llevo tantas desilusiones...
    Expectativas, expectativas...tantas expectativas. A veces es mejor no tenerlas, jaja.

    Espero algún día poder salir de aquí, conocer otros mundos...Así tal vez aprecie lo que tengo. Después de todo, dicen que el sentido de patriotismo aflora cuando se está fuera, o no? Ay, yo qué sé.

    Disfruto mucho su blog, llevo alrededor de un mes siguiéndolo, pero no fue hasta ahora que decidí escribirle. Espero que por el bien de los dos siga publicando -usted para sincerarse con un público invisible y yo para ponerme un ratito a pensar y salir de mi pequeño mundo-.

    Que siga bien.

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