domingo, 15 de noviembre de 2009



Recuerdos de Dorian Club


Considerando que la facultad de emoción, la capacidad de sentir, es uno de los excelsos dones que nos da la naturaleza, y suponiendo que vosotras, las almas, o los espíritus, o las sombras, o como quiera que se llamen, mantengáis en el más allá dicha propiedad —puesto que son elementos más propios del espíritu que de la materia—, y no existiendo ninguna duda apenas por mi parte de que tú, en este momento, estás insertada en tal condición, creo que debes sentirte complacida, amiga mía querida, cuando vislumbras los recuerdos que saco a relucir. Y si logras dar corporeidad a las imágenes que pueblan mi mente, podrás reproducirnos cuando entrábamos en Dorian Club, uno de nuestros lugares predilectos durante nuestro noviazgo y del que sólo buenos recuerdos me quedan. Aquel piano-bar era el lugar donde solíamos ir a pasar la tarde charlando, ¿recuerdas?, haciendo manitas y escuchando los inspirados sones jazzísticos de aquel pianista con cara de tísico, imitador de Gershwin. A veces, en su americanizado ambiente, nos encontrábamos con nuestros amigos, los de la camarilla, o sea, Félix, Andrés y compañía, y consumíamos cubaslibres, no con ron, como es lo clásico, sino con ginebra, y unos martinis a base de vermú rojo que era la delicia de las féminas, entre ellas tú, que te bebías un par de ellos y te ponías simpática y querendona. El nuestro era un sibaritismo puro y creativo, aplicado con tal donaire y naturalidad, con tal desenvoltura de gente de mundo que dejaba pasmados incluso a los camareros que nos servían. ¿Sientes la misma emoción que yo al rememorar los dulces momentos vividos en aquel lugar? Porque en esta facultad para evocar el pasado es donde creo que reside la perdurabilidad de la existencia, dado que encuentro imposible armonizar lo tenebroso del silencio eterno con la capacidad del cerebro para revivir las emociones… Espero que no hayas olvidado que allí, en Dorian Club, fue donde comenzaron nuestros juegos eróticos. Aprovechábamos el turno del piano, cuando la sala quedaba en penumbra. Entonces, nosotros dos, en el rincón de costumbre, apoltronados en aquel sofá acoplado perfectamente a la esquina, amparados por la oscuridad, aprovechábamos la oportunidad para mover nuestras manos, muy discretamente, eso sí, con el mayor disimulo, tratando de que nuestro semblante no reflejara la perturbación que sentíamos. Yo conocía perfectamente las aberturas de tu vestido, aquellas por donde podía introducir sinuosamente mi mano, cual invertebrada serpiente, y salvar la goma de tu braguita hasta llegar a tus zonas erógenas y sentir el terciopelo de tu piel, la suavidad del bello de tu pubis y la humedad en tu entrepierna, y advertir el ligero temblor de tu cuerpo y la aceleración de tus pulsaciones… Y esperaba con impaciencia a que alcanzaras el nivel máximo del deseo, a sabiendas que en el momento álgido volverías la cara hacia mí y me mirarías con ansiedad, transportada, con tus bellos ojos brillando de pura pasión… Entonces nos besaríamos, arrebatados, de tal forma que el término beso no es la expresión adecuada para reflejar la carga emotiva, turbadora, envolvente, que nos invadía. Aquello era algo más que un beso: era una degustación mutua; un embeberse; un intento de fundir dos bocas; una mezcla de sustancias y lenguas; un intercambio de almas… A veces, en medio de uno de aquellos besos, nos venía el natural y divino orgasmo como vehículo para trasladarnos al cielo. Y cuando nos comunicábamos la dulce sensación, surgía entre nosotros una dulce e íntima ternura que nos acercaba más y aumentaba nuestra complicidad.

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