Mi vida en el mundo editorial
Cincuenta años, toda una vida, metido en el mundo editorial y —para mayor dolor de mi alma— plagada de malos recuerdos, de pobrezas de espíritu, de actitudes tacañas. Nada bueno de lo que pueda presumir. Al contrario, solo recuerdos que al entrar en ellos me siento humillado. Si mi vida privada ha sido una suerte de momentos agradables, de estados emocionalmente satisfactorios, de amor y creatividad, mi vida profesional mientras fui editor ha sido un desastre, la aniquilación de mi persona y de mis sueños, una coacción permanente a mi libertad. En el mundo editorial se brega con gente mediocre, listillos, eso sí, pero casi todos fracasados intelectualmente, malos poetas, tímidos soñadores, artistas de media caña. Allí se generan sueños que nunca se cumplen. Los empleados de una editorial son seres soñadores, explotados, siempre dominados por sus jefes, un auténtico cero a la izquierda. Con el paso del tiempo van llenando su alma de prejuicios, complejos y deseos no satisfechos. El día que yo escribí la carta solicitando el empleo de ayudante de producción que ofrecía la Editorial Alhambra, de Madrid, en las sección de "anuncios por palabras" del diario Ya (año de 1955), debieron agarrotarse mis manos, o pudrirse, o darme la gangrena, porque aquella carta, que causó tan buen efecto ante los que se autonombraban pomposamente "dictaminadores", al elegirme a mí para el puesto —entre casi quinientos solicitantes—, estaban sentenciando mi vida. Desde ese momento me convertí en una persona con muchos sueños pero con pocas oportunidades de realizarlos. Ese día me condené a ser un simple peón de brega, un esclavo, un comodín de diferentes y desconsiderados editores, que en lugar de cerebro, ocupan su cabeza racanera con billetes de banco. En ellos no existe ningún afán por la cultura, ningún amor a la literatura, ni deseos de descubrir nuevos valores. Sólo prestan oídos a lo que consideran que se ha de vender bien. De lo demás, nada. Puro vacío. Sólo el dinero los tienta. Si, es cierto que que no se puede dejar de sopesar que aquella era una época triste de España: año de 1955, Franco en el poder —en el poder absoluto— y en el mejor momento de su apogeo. Pero, aparte de todo, dentro de la pobreza material y psíquica generalizada de aquella época tan triste, la editorial en la que yo comencé a trabajar era de risa. Éramos pocos empleados, pero todos llenos de taras psicológicas, de ocultaciones acerca de nuestra realidad privada (en aquella época, había que ocultar que eras pobre o todo el mundo te cagaba encima), de rencores y competencias, de querer ser el más listo sin serlo. Teníamos un gerente general, don Benito Montuenga, que era fanático del Real Madrid. Cuando su equipo perdía, durante la semana siguiente nadie nos podíamos acercar a él, porque todo lo censuraba, todo lo veía mal, nada en la vida era digno de alabanza. Ahora, si el Madrid ganaba, todo eran sonrisas y buenas maneras. Era, incluso, el mejor momento para acercarse a pedir un aumento de sueldo (que nunca te lo concedía, aunque ganase el Real Madrid, pero al menos no te metía una patada en el culo…). En el departamento de producción éramos tres, Zambrana, el jefe; Murillo, corrector de pruebas, y yo, ayudante para todo: atendedor, selección y responsabilidad de fotograbados (entonces todo se hacía en tipografía), control interno de originales, etc. Yo era un jovencito inexperto pero lleno de buenas maneras e intenciones, ingenuo hasta la saciedad. ¡Mi primer trabajo! ¡Oye! ¡Qué importante! 22 años y ya era ayudante del ayudante del ayudante… Acababa de echarme novia y eso significaba que iba camino de convertirme en un ser respetable… Creo que Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, andaba por allí cerca, porque no me cabe ninguna duda de que se inspiró en nosotros…
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