sábado, 7 de noviembre de 2009



Sobre la acción de escribir

De la misma tela que los sueños, la novela que escribí, significó una gran aventura intelectual, una experiencia única. Mi agrado y apasionamiento crecía a medida que me iba introduciendo en ella y según la vivía. Mientras la escribía, mi vida interior, el entendimiento de mí, se perfeccionaba.
Pero después, al terminarla, en la primera revisión, me invadió el desaliento. Tuve la sensación de haber dejado algún cabo suelto o deficientemente amarrado. Me pregunté en qué lugar quedó la tan pregonada reconstrucción —idea impulsora del relato— de Víctor, y no encontré la respuesta. ¿Había efectuado la paz consigo mismo o seguía jugando a la gallina ciega con el destino? ¿Había sido yo, como autor, el auténtico dueño de mi historia y de sus personajes o había permitido que ellos se apoderasen de mí y me obligaran a expresar lo que no pretendía y a ocultar lo que debía haber dicho? Entendía, además, que ocurre con frecuencia que el escritor se ve vapuleado por sus personajes a poco de ser alumbrados, que ellos intentan seguir su camino, hacerse los dueños, competir entre ellos y actuar por cuenta propia en la misma medida que pasan del autor.
Dicho prejuicio —si en realidad lo es— me llevó a considerar la posibilidad de haberme sujetado con excesivo rigor a una historia verdadera, a convertir el relato en la crónica de una vida, sin otra recurrencia a la fantasía que aquella que está contenida en el espíritu y la mente del autor, entreverada con su efectivo o falso sentido de la realidad. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Qué intentaba demostrar?
Cuando se escribe una historia y se traspone la línea sutil que separa la ambigua realidad de la ficción delirante, lo mismo si se está creando que recreando, el escribidor se va introduciendo en un universo interior, en un estado de mitos y perplejidades que, a la postre, le habrán de pasar factura, y llegarán a dominarle, y apoderarse de él y de su vida, hasta sumirlo en un mundo aparte.
Pero, ante un indefinible desconcierto que me turbaba, debí recapitular y hacer un planteamiento serio: había llegado el momento de aclarar y poner en orden mis ideas, puesto que, al retrotraerme al pasado, se había destapado la caja de pandora, abriendo puertas en mi conciencia que permanecían cerradas con siete llaves. Así que fue necesario apretar los dientes y acabar de una vez por todas de apuntalar este edificio de letras que cuanto más lo releía más destartalado me estaba pareciendo…
No obstante, la suprema felicidad obtenida durante la elaboración de esta historia, se dio al referirme a Angélica. En las otras ocasiones, sobre todo cuando hablé de los padres de Víctor o de la guerra civil española, sentí que hervía mi sangre y, en esos momentos, no pude evitar la angustia causada por el desamparo de un niño muy semejante a mí. Caí en sentimientos encontrados que me indujeron al abandono o a la quema de lo escrito, como hizo Gogol con su Almas muertas, y otros antes y después que él. ¿Estaría llevándome todo este desastre vivencial a un desvarío mental, igual que le ocurría a Virginia Woolf cuando se acercaba al final de sus narraciones? Pensé que debía ser una situación normal cuando se construía un mundo y se asumía el papel de creador. Pero, aún así, los personajes, inventados o reales, o una mezcla de ambos, se aprestaban a la batalla. Algunos bailaban a mi alrededor, o se ponían caprichosos y me sacaban la lengua o me hacían cortes de manga o me decían yo soy como soy, no como tú quieres que sea, y me gritaban ojo, no te consiento que me distorsiones, o se volvían paranoicos perdidos, y hasta me demandaban que si la había tomado con ellos.
Por lo que tengo entendido, en literatura no abunda la creación pura del personaje: siempre existe la tendencia a inspirarse en alguien conocido. Viene a cuento este comentario por el intento de aclarar de forma conveniente que en esta historia todo el mundo es ficticio-real, incluso yo, el autor. Sólo Angélica es verdadera. Ella no ha puesto objeción alguna, porque su personalidad, siempre delicada, sin complicaciones intelectuales, amorosa y candorosa donde las haya, es fácil de describir, dado que no posee trastiendas ni hipocresías, y carece de egoísmos o vanidades superficiales. Ella siempre es lo que aparenta: amor, dulzura, feminidad… Por esa razón se sometió dócilmente, desde el primer día, a ser recreada, a ser retratada, y lo hizo sin ningún género de protesta ni exigencia alguna, con el espíritu de una modelo posando para el pintor. Ella, pese a que no se encontraba ya en el mundo de los vivos, no dejaba de presentarse ante mí: la veía con el rabillo del ojo, sentada a mi lado, complaciente, con esa media sonrisa tan personal, que alegra y entristece su rostro a un tiempo. Según describía los hechos que hormaron su vida, hubo ocasiones que llegué a entreverla haciéndome guiños aprobatorios, o de agradecimiento y complicidad, o de simple complacencia, desprendiéndose de ella una especie de energía envolvente que me daba fuerzas para continuar. Por el contrario, los otros personajes fueron más complicados, menos dóciles…

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