Creer y no creer: un dilema
¿El hecho de no creer que exista nada por encima de nuestras cabezas es un signo de superioridad intelectual? Parece ser que sí o, al menos, de ello presumen algunos científicos y muchos personajes de probada cultura y altos coeficientes. Pero yo creo que sería mejor adoptar una postura intermedia. No creer en nada de forma tajante demuestra una colosal falta de imaginación, una forma de engañarse a sí mismo, de justificar actos como el egoísmo, la falta de solidaridad, el desinterés por el prójimo, el tono de yo primero y detrás los demás. En realidad, es una forma de ingresar en un establo existencial vacío, ocupado si acaso por un inquietante criterio de no complicarse la vida y despojarse de todas aquellas inquietudes que puedan causar perturbaciones existenciales.
Yo, personalmente, ni creo ni dejo de creer. Por un lado, la razón, la capacidad de razonar situada en mi hemisferio cerebral izquierdo, me suele martirizar imponiéndome su frialdad académica, exigiéndome un respeto al pensamiento y a los postulados científicos de la materia que son ciento por ciento demostrables. Me exige que preste atención al sentido práctico de la existencia y su inapelable manifestación configurada dentro de la pureza científica; me dice que no crea en lo que no se ve y no se puede palpar y mucho menos demostrar. Por otro, y sin apartarme demasiado de los razonamientos —en este caso, filosóficos y metafísicos— que se producen en mi mente, hay algo que me dice que todas esas manifestaciones materiales, toda esa profusión de perfecciones biológicas y moleculares que dan lugar a la existencia, pujan en mi mente por hallar una explicación, por demostrarme que al formar parte de mi capacidad imaginativa y deductiva para crearlas, me convierto en un ser abocado a descubrirlas, conocerlas, y explicármelas, y me gritan al oído que tienen que tener una razón de ser, un significado, algo que tal vez va más allá de mi comprensión y de mi condición humana limitada por unas reglas universales que pueden tener un sentido: Hasta aquí puedes llegar; de aquí en adelante todo te está vedado y sólo puede ser suplido por tu imaginación y tu creatividad, que para eso te han sido dadas… Estas parecen ser las reglas universales.
Pero quien quiera que nos haya creado, quien quiera que haya utilizado sus conocimientos y poderes para procurar nuestra existencia, sea lo que sea de donde provenimos, se ve con toda claridad que todo está sometido a leyes universales. Yo, cada vez que leo algo relacionado con la composición de nuestro organismo, de nuestro cerebro, de nuestro sistema circulatorio y nervioso, de la actuación diversa y necesaria de los más de diez mil millones de neuronas, me quedo pasmado. En realidad, si nuestro creador ha sido un dios todopoderoso, tendrá que haber sido un ser un tanto abstracto y mentalmente complicado. Indudablemente, por más que un grupo de científicos lo diga, no creo que seamos obra del acaso, pero no hay duda que nuestro origen no es el barro. Tenemos en nuestro organismo miles de elementos que todos se relacionan entre sí. Algunos parecen tener vida propia y obedecer unas normas implantadas por un código inteligente. No pueden estar ahí proporcionando vida a nuestro organismo sin que nadie los haya implantado con ese fin…
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