lunes, 23 de noviembre de 2009


Mi amor al periodismo


No tengo otro remedio que explicar someramente por qué abandoné el periodismo.

Pero antes debo confesar que, a pesar de todo lo dicho, en la Editorial Alhambra no me fue tan mal. La verdad es que soy un quejica, porque el recuerdo de aquellos días siempre me llega impregnado de dulzura y comprensión hacia la gente junto a la cual convivía. Eran tiempos de pobreza, de pobreza humillante y ridícula, de fingimientos, es cierto, pero eran también tiempos de solidaridad y, sobre todo, de esperanza. Y había demasiados hechos hilarantes y plenos de comicidad en el ambiente como para perder el tiempo en ponerse a llorar… En realidad, todo lo tomábamos a broma. Además, por mi parte, si entré en la empresa de ayudante, del ayudante, del ayudante, cuando salí cinco años después era secretario general. Para entonces me habían colocado mi escritorio nada menos que frente al del gerente general, don Benito Montuenga, aquel que era del Real Madrid y se ponía furioso cuando su equipo perdía. Y yo debía de valer mucho porque siendo del Atlético de Madrid (tradicionales enemigos), no le dolieron prendas en darme el cargo.

Pero antes dije «cuando salí» y no fue eso; debí haber dicho «cuando me echaron a la calle…» Resulta que se enteraron de que yo estaba haciendo gestiones para trasladarme a México y tal detalle fue suficiente para considerarme un tipo desleal. «¡No, si del Atleti tenías que ser…!», me dijo don Benito Montuenga furioso.

Pero es que verán: en mi mente no había espacio para otra profesión que no fuese convertirme en periodista, en uno de los buenos, como Walter Lippman o Raymod Cartier, a los que yo leía como quien lee la Biblia del periodismo. Y es que en mí anidaba el propósito imperioso de arreglar el mundo cuanto antes, con la máquina de escribir como arma. Y Mada Carreño, la mujer que huyó al exilio junto a mi padre (y con él que se casó más tarde), que en un principio era para mí la mujer más odiada del mundo, tras la muerte de mi padre, a medida que nos escribíamos (mis primeras cartas solo eran para hacerle mis reclamaciones e insultarla), se fue convirtiendo en mi queridísima y gran amiga, en mi protectora, en la mujer que me descubrió que la vida podía ser muy diferente a como yo la concebía en aquel Madrid provinciano, pobre, espeso y desconchado de 1955, donde me eduqué rodeado de beatas. Mada fue la que me hizo ver —impresionada por mis cartas— que había en mí una disposición natural, una habilidad única y excelente para ejercer el periodismo. Y yo, que algo de eso ya me olía —pero que hasta entonces me lo había negado para eludir todo parecido con mi padre, con quien nunca tuve buenas relaciones—, enseguida desplegué mi radar interno y configuré todas las habilidades que me atribuían para decidir mi futuro. Mi aprendizaje lo realicé con ella, por correspondencia; me enviaba lecciones sobre la técnica periodística y sobre cómo ejercerla, que fueron de un valor inmenso. Me indicó que investigara todo lo que pudiera y ella misma me regaló algunos libros sobre el tema. Mada se puso en comunicación con varios periodistas antiguos amigos de mi padre —Ignacio Aldecoa, José Altabella, César González Ruano, José N. de Urgoiti, entre otros— para pedirles que me dieran algunas lecciones y para que me invitaran a acudir a seminarios donde ellos participaban. Hice un intento de entrar a la Escuela Oficial de Periodismo, pero fue inútil: el hecho de ser hijo de un «rojo» me cerraba la puerta (creo, porque otra razón no había). Y cuando comencé a escribir mis primeros artículos, Mada, que estaba vinculada al diario Excelsior de México, los colocó en la revista «Jueves», suplemento cultural de dicho periódico. No olvidaré nunca la emoción que sentí el día que vi publicado el primero y con mi nombre como autor estampado en tipos de imprenta. Se trataba de un reportaje sobre la Semana Santa en Madrid… ¡Y encima, por un artículo me pagaban 300 pesos mexicanos, que eran equivalentes a 1.500 pesetas! Un solo artículo cubría casi el sueldo completo de un mes en la editorial… ¡Y había meses que publicaba seis: 9.000 pesetas! ¡Eso en el año de 1959 era una fortuna! ¿Para qué necesitaba yo trabajar en la Editorial Alhambra? ¡Era el momento de emprender mi camino!

Lo peor fue que no me tomé la recomendación de Mada al pie de la letra. Ella, con más experiencia que yo y más conocedora del factor humano, me pidió que por el momento evitara meterme en asuntos de política. Y en un principio así lo hice: mis primeros artículos fueron entrevistas con gente de la farándula y reportajes sobre distintos aspectos folclóricos de España: la Semana Santa, los toros, el cuplé, las verbenas… Pero llegó un momento que mi impaciencia pudo más que mi aguante y comencé a considerar distintos asuntos sociales y políticos del país, como el atraso que padecíamos con respecto a Europa o lo desproporcionado de la propaganda del gobierno en cuanto a los logros alcanzados y que ellos vociferaban a los cuatro vientos con motivo de los «20 años de paz». Finalmente, en la revista Siempre!, la más importante del país azteca, publiqué un artículo sobre el Valle de los Caídos… Y aunque mis artículos se publicaban en México, está claro que los tentáculos del régimen llegaban lejos. Tras la publicación de este artículo, al ir a retirar un pase para una exposición al Ministerio de Información y Turismo, fui advertido que de seguir por ese camino solo podría acabar en la cárcel.

Y eso fue lo que aceleró nuestro traslado a México… (continuará)

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