jueves, 19 de noviembre de 2009


Acomodando mi vida a mi ahora


Mi intención, mi afán primordial no es estar todo el santo día vociferando e intentando descifrar qué es la vida y para qué sirve y lamentando la opacidad de mi cerebro para penetrar en el misterio, y mucho menos, ponerme borde y soltar unas cuantas frases despectivas y negativas como si yo fuera un Cioran cualquiera. Eso puede dar la impresión de que trato de «vengarme» de ella —de la vida— por haberme llevado «tan pronto» a la edad decrépita, o sea, la de los achaques y la sensación de vacío. Además, si bien el tiempo que tengo vivido me sitúa en la etapa de la «vejestoría» —quiero decir, más mayor de lo que es posible soportar sin sentir perturbaciones emocionales—, a juzgar por mi espíritu, por mis actitudes, por mi inclinación a reír y disfrutar, no podría asegurar si mi mente, mi espíritu, han envejecido al mismo ritmo. Mi cuerpo tal vez no responde como yo quisiera, pero mi mente genera unas ideas claras, incluso más claras que cuando era joven… Por eso, en el fondo de mis «quejíos», dentro de esos gruñidos que suelo soltar como desahogo, mi gran deseo, mi afán verdadero consiste en comprender la vida, aceptarla y vivirla como siempre la he vivido a pesar de eventuales contratiempos: así, tal cual es, sin ponerle peros y disfrutando de ella sin dejar de mirarla de frente y sin prejuicios ni obsesiones.

Tampoco quiero que se piense que estoy a punto de lanzar la toalla, porque no es así. No solo no la he lanzado sino que no pienso hacerlo, es decir: no he renunciado a vivir. Por razones obvias, he tenido que moderarme y acomodarme a mi circunstancia, pues no hay que olvidar que soy viudo, que tengo una edad avanzada (¡qué obsesión con recalcar este detalle!), y que me muevo dentro de una serie de abstinencias alimenticias y amorosas, aunque ninguna de las dos es tan dramática como para llegar a decir que de esto nunca más. Además, todo tiene su compensación: ahora tengo una vida interior intensa, más que cuando tenía menos años, y se han despertado en mí unos sentimientos más hondos, y unas actitudes más sensatas; entiendo mejor a la gente y la soporto con mejor talante; claro, como es natural, ahora no soy tan apasionados como era a los 20, porque entonces era un torbellino, pero mis sensaciones de ahora son más profundas. Y espero que no se interprete esta declaración como un cambio radical de mis puntos de vista. Sigo pensando que la vejez es una humillación que nos reserva la Naturaleza, pero no quiero dar a entender que yo sea una persona inútil. Solo es cuestión de ingeniárselas y acomodarse a mi ahora dentro de unas posibilidades físicas determinadas. Además, en esta etapa de mi vida disfruto de algunas cosas con mayor intensidad y los sentidos corporales —ver, oír, oler, gustar y tocar— se acrecientan y se tornan más sensibles al disfrute.

Pero, mi mayor estado de felicidad lo alcanzo escribiendo. Eso es algo que está por encima de cualquier otra actividad, dado que representa para mí un sin fin de compensaciones espirituales…

Y debo decir que no tengo miedo a morir, que conste: estoy en los 77 años y, con esta edad no se puede estar seguro de nada porque, además, yo no limito mis movimientos: camino, voy, vengo, subo, bajo, me siento, descanso un minuto y vuelvo a la brega. Ahora, no dejo de reconocer que en cualquier momento podría ocurrir, porque cuanto más viejo, más expuesto a todo. Es más: no solo no tengo miedo, sino que me invade una especie de curiosidad por saber si hay algo tras ella. Y si lo hay, lo sabré; si no lo hay no me enteraré de ello. De todas formas, la muerte siempre sería una buena manera de solidarizarme con mi mujer, Angelines.

Pero, no me urge… Pienso seguir viviendo mientras mi cerebro me lo permita y se mantenga «fresco», como está ahora…

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