Existen muchas personas que encuentran severas dificultades para manifestar sus sentimientos o para hablar desde su lado interior, o desde su «corazón», o desde su espíritu, o desde su condición humana, o desde su intimidad. Y es que esa guerra despiadada entre espíritu y materia nunca termina, es infinita, perenne. Pero, ¿qué quieren?, así está hecho el mundo y el ser humano, con esa característica ñoña de querer un vida inventada o, si acaso, intentar explicar lo inexplicable, o todo aquello que está cargado de concreciones limitadas. Yo creo que el materialismo es más propio, más productivo, más eficiente para el funcionamiento de la vida, menos «cuestionador», porque es lo que invita a luchar sin hacerse preguntas, y abrirse paso en la función práctica; a desear consumir buenos y saludables alimentos y a vivir cada día mejor y sin esconderse. Y si sostengo esta teoría, no es por convencimiento propio (yo me siento más cerca del espíritu que de la materia), sino porque entiendo que eso es lo que funciona y lo que me dicta la lógica. Es decir: es así como se desarrolla la vida y como se progresa. Y esa teoría me lleva a preguntarme: ¿será la condición espiritual un defecto psicológico o una forma tramposa de estimular nuestros afectos y nuestro pensamiento? Tú ves claramente que el mundo depende de hombres y mujeres de acción, de quienes ponen entusiasmo en conducir empresas o negocios, y de quienes realizan una labor material. Por al contrario, cuando miras hacia los que únicamente se especializan en las manifestaciones del espíritu, como los filósofos, los religiosos y los pensadores, solo se ve pasividad, confusión, retraimiento, mitomanía, superstición… Nuestra condición psicológica, nuestra mente, nuestros afanes y nuestros anhelos nos conducen a crear un mundo deseado pero ficticio, plagado de mitos y fábulas. Y precisamente ahí es donde reside lo inexplicable: ¿Por qué forma parte de nuestra composición mental ese lado subconsciente que tanto nos perturba y nos hace desear composiciones intangibles de vida, falsas o poco de fiar, para las que no hay demostración posible? ¿Es necesario para nuestra supervivencia? Porque, además, el lado psicológico o el llamado incorpóreo o emocional en nuestra representación mística influye poderosamente en la vida de cada persona. No hace mucho leía que gran parte de las enfermedades son el resultado de emociones reprimidas o de actitudes morales insatisfechas. Es el caso de los «placebos» o medicinas inocuas: en un momento dado (en homeopatía, por ejemplo), te hacen creer que son verdaderas. Y quien las toma, si se lo cree, se cura sin que se sepa por qué. Pero es señal de que el efecto psicológico es importante para la salud. Bueno, para que mi nuera (o norinha) Robi, y Angelina, su suegra fallecida, no se enfaden conmigo, habrá que decir que hay personas que combinan muy bien los dos aspectos: el espiritual y el material. Y de todos modos y en contra de todos los arañazos que recibimos en el alma, les deseo un próspero Año Nuevo, como decimos los que nunca sabemos lo que decimos…
miércoles, 31 de diciembre de 2014
Existen muchas personas que encuentran severas dificultades para manifestar sus sentimientos o para hablar desde su lado interior, o desde su «corazón», o desde su espíritu, o desde su condición humana, o desde su intimidad. Y es que esa guerra despiadada entre espíritu y materia nunca termina, es infinita, perenne. Pero, ¿qué quieren?, así está hecho el mundo y el ser humano, con esa característica ñoña de querer un vida inventada o, si acaso, intentar explicar lo inexplicable, o todo aquello que está cargado de concreciones limitadas. Yo creo que el materialismo es más propio, más productivo, más eficiente para el funcionamiento de la vida, menos «cuestionador», porque es lo que invita a luchar sin hacerse preguntas, y abrirse paso en la función práctica; a desear consumir buenos y saludables alimentos y a vivir cada día mejor y sin esconderse. Y si sostengo esta teoría, no es por convencimiento propio (yo me siento más cerca del espíritu que de la materia), sino porque entiendo que eso es lo que funciona y lo que me dicta la lógica. Es decir: es así como se desarrolla la vida y como se progresa. Y esa teoría me lleva a preguntarme: ¿será la condición espiritual un defecto psicológico o una forma tramposa de estimular nuestros afectos y nuestro pensamiento? Tú ves claramente que el mundo depende de hombres y mujeres de acción, de quienes ponen entusiasmo en conducir empresas o negocios, y de quienes realizan una labor material. Por al contrario, cuando miras hacia los que únicamente se especializan en las manifestaciones del espíritu, como los filósofos, los religiosos y los pensadores, solo se ve pasividad, confusión, retraimiento, mitomanía, superstición… Nuestra condición psicológica, nuestra mente, nuestros afanes y nuestros anhelos nos conducen a crear un mundo deseado pero ficticio, plagado de mitos y fábulas. Y precisamente ahí es donde reside lo inexplicable: ¿Por qué forma parte de nuestra composición mental ese lado subconsciente que tanto nos perturba y nos hace desear composiciones intangibles de vida, falsas o poco de fiar, para las que no hay demostración posible? ¿Es necesario para nuestra supervivencia? Porque, además, el lado psicológico o el llamado incorpóreo o emocional en nuestra representación mística influye poderosamente en la vida de cada persona. No hace mucho leía que gran parte de las enfermedades son el resultado de emociones reprimidas o de actitudes morales insatisfechas. Es el caso de los «placebos» o medicinas inocuas: en un momento dado (en homeopatía, por ejemplo), te hacen creer que son verdaderas. Y quien las toma, si se lo cree, se cura sin que se sepa por qué. Pero es señal de que el efecto psicológico es importante para la salud. Bueno, para que mi nuera (o norinha) Robi, y Angelina, su suegra fallecida, no se enfaden conmigo, habrá que decir que hay personas que combinan muy bien los dos aspectos: el espiritual y el material. Y de todos modos y en contra de todos los arañazos que recibimos en el alma, les deseo un próspero Año Nuevo, como decimos los que nunca sabemos lo que decimos…
lunes, 22 de diciembre de 2014
¿Por qué la Naturaleza, en su papel exterminador (entre otros) acaba por cerrarnos la puerta a la esperanza y al deseo de vivir de una forma tan radical, tan irrespetuosa, inculcándonos la sensación de que ya no pertenecemos a este mundo y estamos aquí de sobra? Eso demuestra, por una parte, que hay una inteligencia superior gobernando el orbe, alguien que dirige nuestro destino espiritual y biológico y, entonces, aplica sus leyes sin atenerse a consideraciones hacia nada ni hacia nadie. Será que si nos permite el acceso a la verdad nuestro comportamiento sería diferente… Aunque, claro, también pudiera suceder que, dentro de esta composición, o de esta nomenclatura universal, la Naturaleza, con su trato hacia quienes hemos rebasado la etapa utilitaria, esté tratando de que nos familiaricemos con la muerte; que vayamos aminorando la marcha y el deseo de vivir en este mundo, es decir, que nos habituemos a la idea de que ya no pertenecemos a este sector… Pero no deja de ser una opinión un tanto frívola, soltada así, a la ligera, algo que más pertenece a la fantasía que al sentido común. El tema verdadero es muchísimo más complejo. Pienso que el Universo sí se ha podido construir por azar, como resultado de explosiones, choque de moléculas, ondas catastróficas, meteoritos díscolos que se han salido de sus órbitas, lo que sea… Pero, llegado el momento y pasado el tiempo, al reunir nuestra Tierra de todas las condiciones físicas requeridas para formar la vida, lo «hayan» dotado de ella, porque, dentro de todo este conglomerado, lo que llama la atención es la aparición de seres vivos, algunos con vida interior, con sentimientos, y poseedores de un cerebro con pensamientos y movimientos propios e individuales, y con sensibilidad y deseos de libertad, y que el ser humano haya sido habilitado para llegar a los niveles que se ha llegado. Eso no pudo ser consecuencia del azar, o de una condición casual: es técnicamente imposible. Se nota que hay un plan. Es algo que tuvo que surgir gracias al deseo de alguien con grandes conocimientos de biología, física y química, y que aprovechó la situación propicia que presentaba la Tierra para construirlo a base de sembrar unas moléculas y permitir que se desarrollaran. ¿No hay en este momento un grupo de seres humanos –formado por «700 científicos»– haciendo pruebas con un manoseado acelerador de partículas que no se sabe hasta dónde puede llegar (bueno, si es que en realidad llega a alguna parte)? Pues esa es una demostración de que el pensamiento y la acción del ser humano no tiene límites, que la ambición y el deseo de progresar forma parte de nuestra estructura. ¿Quién nos puede asegurar que no seamos el resultado de una mente superior perteneciente a uno cultura muy por encima de la nuestra? También pudiera ser (y perdonen que eche mi imaginación a volar) que vivamos en una etapa de transición y que en nuestros organismos se fabriquen las almas o los espíritus, o los alientos necesarios para dar vida a otros seres de mayor nivel y solvencia. Que serían, tal vez, unos seres más civilizados tanto en el orden técnico como en el filosófico…
miércoles, 17 de diciembre de 2014
Seguimos sin saber dónde vamos
Nuestro complicado mecanismo no solo material sino también espiritual, garantiza la procedencia divina acerca de donde venimos. (Perdonen el inciso, pero es que a veces me asombro de que ciertas afirmaciones —como ésta— sean hechas por mí, un agnóstico empedernido. Y es que hay momentos que siento como si alguien ajeno a mí o muy emparentado conmigo dictara mis impulsos, y me obligara a expresarlos. Se aprovecha de mi manía de tratar de esclarecer las dudas. O también puede deberse a que mi hemisferio izquierdo espera a que el derecho se quede dormido para hablar sobre los enigmas.)
Pero no albergo ninguna duda de que esta cuestión es algo que se les escapa a los científicos… Entendamos: la mayoría de los científicos son materialistas. Y he dicho «la mayoría» porque no dudo que tiene que haber alguno que investiga la materia pero lo hace desde una posición espiritual. Incluso, me atrevería a decir que «algunos» creen en Dios, y que lo confirman precisamente en sus investigaciones. Pero es natural que el científico, envuelto siempre en sus análisis materialistas, en su física cuántica, o tratando de entender el comportamiento de las hormonas, de las células, de las moléculas, de las neuronas, de la biología, y de la química, acabe creyendo que eso es todo, que detrás de ello no hay nada, que se le anule la imaginación, que crea solo en lo que ve. Claro, también se podría afirmar que el método de muchos intelectuales y hombres de ciencia, según parece, consiste en negar a Dios, soltar unas cuantas burradas más y después escribir un libro. He observado que existen muchos más libros escritos por los que niegan a Dios que por los que creen en su existencia. Ahí sí que hay considerar que este mundo es sobre todo materialista…
Aparte de ironías, la verdad es que para interpretar las cosas, para sentirlas, para entrar en ellas, se requiere un grado de sensibilidad que no todo el mundo posee. ¿A qué se deberá, me pregunto, que los soportes, la razón, la estructura de la vida, el destino, nuestra validez y responsabilidad, no tengan el mismo significado para todos, ni se sostengan los mismos orígenes, ni constituya iguales preocupaciones, ni las mismas facultades espirituales?
Bueno, también es posible que esa falta de entendimiento sea necesaria para el desarrollo de la vida… Pero es como si viviéramos en un desbarajuste perpetuo, encerrados en una vida loca, en un parque de atracciones sin sentido… Sobre todo, los equívocos, las contradicciones, suceden con prioridad cuando se comentan cuestiones de ateísmo y de teísmo, de ontología divina, de éticas o comportamientos, de espiritualidad, de la existencia del alma, de actitudes morales, de deismo, de filosofía, de vida después de la muerte.
Y es que debo confesar que esta diversidad de criterios en el temario de la existencia perturba mi sistema psicológico, mi sistema de entendimiento y mi función de entender la vida. Tal vez el asunto de la Torre de Babel sea un mito, pero no deja de ser un símbolo que describe a la existencia.
Nuestro complicado mecanismo no solo material sino también espiritual, garantiza la procedencia divina acerca de donde venimos. (Perdonen el inciso, pero es que a veces me asombro de que ciertas afirmaciones —como ésta— sean hechas por mí, un agnóstico empedernido. Y es que hay momentos que siento como si alguien ajeno a mí o muy emparentado conmigo dictara mis impulsos, y me obligara a expresarlos. Se aprovecha de mi manía de tratar de esclarecer las dudas. O también puede deberse a que mi hemisferio izquierdo espera a que el derecho se quede dormido para hablar sobre los enigmas.)
Pero no albergo ninguna duda de que esta cuestión es algo que se les escapa a los científicos… Entendamos: la mayoría de los científicos son materialistas. Y he dicho «la mayoría» porque no dudo que tiene que haber alguno que investiga la materia pero lo hace desde una posición espiritual. Incluso, me atrevería a decir que «algunos» creen en Dios, y que lo confirman precisamente en sus investigaciones. Pero es natural que el científico, envuelto siempre en sus análisis materialistas, en su física cuántica, o tratando de entender el comportamiento de las hormonas, de las células, de las moléculas, de las neuronas, de la biología, y de la química, acabe creyendo que eso es todo, que detrás de ello no hay nada, que se le anule la imaginación, que crea solo en lo que ve. Claro, también se podría afirmar que el método de muchos intelectuales y hombres de ciencia, según parece, consiste en negar a Dios, soltar unas cuantas burradas más y después escribir un libro. He observado que existen muchos más libros escritos por los que niegan a Dios que por los que creen en su existencia. Ahí sí que hay considerar que este mundo es sobre todo materialista…
Aparte de ironías, la verdad es que para interpretar las cosas, para sentirlas, para entrar en ellas, se requiere un grado de sensibilidad que no todo el mundo posee. ¿A qué se deberá, me pregunto, que los soportes, la razón, la estructura de la vida, el destino, nuestra validez y responsabilidad, no tengan el mismo significado para todos, ni se sostengan los mismos orígenes, ni constituya iguales preocupaciones, ni las mismas facultades espirituales?
Bueno, también es posible que esa falta de entendimiento sea necesaria para el desarrollo de la vida… Pero es como si viviéramos en un desbarajuste perpetuo, encerrados en una vida loca, en un parque de atracciones sin sentido… Sobre todo, los equívocos, las contradicciones, suceden con prioridad cuando se comentan cuestiones de ateísmo y de teísmo, de ontología divina, de éticas o comportamientos, de espiritualidad, de la existencia del alma, de actitudes morales, de deismo, de filosofía, de vida después de la muerte.
Y es que debo confesar que esta diversidad de criterios en el temario de la existencia perturba mi sistema psicológico, mi sistema de entendimiento y mi función de entender la vida. Tal vez el asunto de la Torre de Babel sea un mito, pero no deja de ser un símbolo que describe a la existencia.
martes, 9 de diciembre de 2014
¿Evolución por cuenta de quién?
De todos modos, el mundo, la vida, los sentimientos, están absolutamente envueltos en el misterio. Y esto debe ser aceptado lo mismo si se cree en Dios como si no se cree. No hay filosofía que sea capaz de darnos una respuesta, ni doctrina, ni libro sagrado, ni papas o sacerdotes. No importa que recurras a la ciencia, al análisis metafísico, a la elucubración científica o psicológica, nada te descubre nada. Y si acudes a las religiones, menos aún. Las religiones sólo se sostienen en mitos, en explicaciones caducadas que sólo se podían creer hace 10 siglos. Hoy no. De ninguna manera se puede aceptar que un Dios cree una religión como instrumento para ser adorado o para someternos como perritos amaestrados a él. Si un Dios busca adoradores, en el acto deja de ser dios. Y si somos producto de un Creador, él mismo nos inculcó, supongo, un sentimiento del bien y el mal, es decir, todos los mortales «sabemos» cuál ha de ser nuestro comportamiento. Por instinto o porque dentro de esos parámetros hemos sido construidos. Tenemos una conciencia que nos conmueve, nos emociona y nos hace llamadas de atención.
No obstante, nuestra presencia puede ser esencial para alguien, por ejemplo, para nuestro Creador; para la Naturaleza, para que el Universo funcione, o ciertas reglas, o algunas significaciones. De la misma forma sabemos (por lógica, por razonamiento, por deducción) que los seres humanos no podemos ser producto de la casualidad. Eso solo pueden creerlo personas con una mente reducida, o los que son poco inteligentes, o insensibles al milagro humano, o con un hemisferio de su mente anquilosado. O que buscan un interés… Podríamos ser las neuronas de Dios, o sus herramientas para edificar la vida conforme a sus deseos y necesidades. O también podemos ser sus brazos biológicos y materiales, o quienes ponemos en marcha su pensamiento. Fíjate que las hormigas, siendo como son prácticamente antidiluvianas, no han progresado ni tienen afán de hacerlo: su sistema de vida, su modus vivendi, es el mismo ahora que el que era al principio de su existencia. Los elefantes, las jirafas, los monos, los cocodrilos en sus géneros de vida, no han evolucionado. Algunos de ellos, como los gatos y los perros —y muchas gallinas—, han pasado a depender de los humanos, y eso les ha hecho cambiar de costumbres. Pero nada más. Se han habituado a vivir con y a expensas del ser humano, han pasado de huir de él a vivir con él, pero en cuestiones de progreso, a pesar de su evolución biológica y física, no han cambiado, no han operado nada que surja del pensamiento. El hombre sí. El único que verdaderamente tiene noción de la evolución, del progreso, de la cultura, es el ser humano. Yo, en las fotografías que adornan mi pared contemplo una serie de actos relacionados con la historia de mi familia y, por tanto, de mi vida. Veo a mi esposa sonriendo, veo a mi hijos reunidos, veo a mi padre leyendo un libro. No veo a una cebra dando clases de física, ni a un perro usando una computadora: solo veo seres humanos en diferentes actitudes, contemplativas o constructivas, pero solo son seres humanos los que saben sonreír, y los que saben llorar, y quienes tienen sensibilidad para admirar el arte, y los que saben inventar un avión o una nave que viaja al espacio, o se emocionan con una canción, o se enamoran. ¿Esto no tiene ningún significado? ¿Es posible que se trate de una acción inútil, baldía, que no persigue nada? Tal cosa no cabe en mi cabeza.
De todos modos, el mundo, la vida, los sentimientos, están absolutamente envueltos en el misterio. Y esto debe ser aceptado lo mismo si se cree en Dios como si no se cree. No hay filosofía que sea capaz de darnos una respuesta, ni doctrina, ni libro sagrado, ni papas o sacerdotes. No importa que recurras a la ciencia, al análisis metafísico, a la elucubración científica o psicológica, nada te descubre nada. Y si acudes a las religiones, menos aún. Las religiones sólo se sostienen en mitos, en explicaciones caducadas que sólo se podían creer hace 10 siglos. Hoy no. De ninguna manera se puede aceptar que un Dios cree una religión como instrumento para ser adorado o para someternos como perritos amaestrados a él. Si un Dios busca adoradores, en el acto deja de ser dios. Y si somos producto de un Creador, él mismo nos inculcó, supongo, un sentimiento del bien y el mal, es decir, todos los mortales «sabemos» cuál ha de ser nuestro comportamiento. Por instinto o porque dentro de esos parámetros hemos sido construidos. Tenemos una conciencia que nos conmueve, nos emociona y nos hace llamadas de atención.
No obstante, nuestra presencia puede ser esencial para alguien, por ejemplo, para nuestro Creador; para la Naturaleza, para que el Universo funcione, o ciertas reglas, o algunas significaciones. De la misma forma sabemos (por lógica, por razonamiento, por deducción) que los seres humanos no podemos ser producto de la casualidad. Eso solo pueden creerlo personas con una mente reducida, o los que son poco inteligentes, o insensibles al milagro humano, o con un hemisferio de su mente anquilosado. O que buscan un interés… Podríamos ser las neuronas de Dios, o sus herramientas para edificar la vida conforme a sus deseos y necesidades. O también podemos ser sus brazos biológicos y materiales, o quienes ponemos en marcha su pensamiento. Fíjate que las hormigas, siendo como son prácticamente antidiluvianas, no han progresado ni tienen afán de hacerlo: su sistema de vida, su modus vivendi, es el mismo ahora que el que era al principio de su existencia. Los elefantes, las jirafas, los monos, los cocodrilos en sus géneros de vida, no han evolucionado. Algunos de ellos, como los gatos y los perros —y muchas gallinas—, han pasado a depender de los humanos, y eso les ha hecho cambiar de costumbres. Pero nada más. Se han habituado a vivir con y a expensas del ser humano, han pasado de huir de él a vivir con él, pero en cuestiones de progreso, a pesar de su evolución biológica y física, no han cambiado, no han operado nada que surja del pensamiento. El hombre sí. El único que verdaderamente tiene noción de la evolución, del progreso, de la cultura, es el ser humano. Yo, en las fotografías que adornan mi pared contemplo una serie de actos relacionados con la historia de mi familia y, por tanto, de mi vida. Veo a mi esposa sonriendo, veo a mi hijos reunidos, veo a mi padre leyendo un libro. No veo a una cebra dando clases de física, ni a un perro usando una computadora: solo veo seres humanos en diferentes actitudes, contemplativas o constructivas, pero solo son seres humanos los que saben sonreír, y los que saben llorar, y quienes tienen sensibilidad para admirar el arte, y los que saben inventar un avión o una nave que viaja al espacio, o se emocionan con una canción, o se enamoran. ¿Esto no tiene ningún significado? ¿Es posible que se trate de una acción inútil, baldía, que no persigue nada? Tal cosa no cabe en mi cabeza.
viernes, 5 de diciembre de 2014
Misterios…
Es impepinable que por más que pensemos, por más que investiguemos, por más que nos rompamos la cabeza, nunca descubriremos el procedimiento y la causa de nuestra presencia en el mundo, ni sabremos cuál es la esencia de la vida; nunca sabremos si existe un Dios «a nuestra imagen y semejanza», o se trata de un ser cuya apariencia no tenemos ni la más remota idea de cómo es. Claro, también podría ocurrir que no existiera nadie, aunque eso lo dudo. Pero, en cualquier caso, tampoco sabremos nunca para qué somos necesarios, o para qué nos necesitaría ese Dios ni con qué fin nos ha creado. La vida toda es un enorme misterio y todo está hecho de forma que nos sea imposible penetrar en ella. Solo hay una verdad: se nos ha impuesto, se nos han dado las herramientas para que procreemos, para traer seres al mundo, y unos sentimientos prodigiosos para que cuidemos a nuestros hijos y los ayudemos a crecer. Y a la Naturaleza, supuestamente creada por ese supuesto Dios, le han sido dados todos los elementos, todos los poderes para que cuide de nosotros y nos mantenga en la condición física apropiada, tanto biológica como química y con el conocimiento en un cerebro que descubre, inventa y establece los objetivos necesarios, así como la producción de alimentos. No hay duda de que dentro de todo este enjambre de condiciones, existen aberraciones y desequilibrios, pero, en general, el mundo funciona y progresa —evoluciona— gracias a la mente humana y a pesar de nuestro aparente desquicio.
Está, por otra parte, el lado espiritual, el no físico, el que asume los mitos y trata de penetrar en los misterios; el ser que ora, el que cree, el que implora a su Dios, el que se consuela pensando que detrás de él existe una fuerza creadora, protectora y bienhechora que lo ayudan a crecer, a vivir, a pensar, a organizar su vida. Yo, me cuesta confesarlo, dentro de esa barricada que sitúo frente al mito, frente a todo aquello que no es refrendado por la razón, tengo mis momentos débiles. Hace unos días, una persona sencilla se cruzó conmigo me animó a orar, a que hablara con Dios. Y cuando le dije que yo no creía, el me dijo que eso no importaba, que hablara con Dios aunque no creyera en él. Y, un poco a pesar mío, así lo hice: abrí mi ventana y, mirando hacia el espacio, puse mis cinco sentidos en comunicarme con ese Dios «recomendado», y el efecto fue sorprendente: al rato sentí una calma espiritual, un reposo interior, un amor a la vida y a las cosas, a mis semejantes, sentí más cerca de mí a Angeline, mi mujer, mi otra diosa, y sentí una gran confianza y admiración por la vida… Claro, se puede decir que fue el efecto psicológico, el subconsciente, el deseo de que ese misticismo afectivo me ocurriera y me transportara, pero ahí reside el misterio: ¿Quién me ha dado esos poderes, esa constitución psicológica, ese deseo y ese poder de introducirme en un mundo aparentemente cerrado para mí? No he repetido el acto porque me produce un poco de miedo que el momento mágico no se repita y concluya con toda la dulzura que todavía me queda, pero, lo tengo que confesar: desde ese día no estoy tan cerrado a las creencias místicas.
Es impepinable que por más que pensemos, por más que investiguemos, por más que nos rompamos la cabeza, nunca descubriremos el procedimiento y la causa de nuestra presencia en el mundo, ni sabremos cuál es la esencia de la vida; nunca sabremos si existe un Dios «a nuestra imagen y semejanza», o se trata de un ser cuya apariencia no tenemos ni la más remota idea de cómo es. Claro, también podría ocurrir que no existiera nadie, aunque eso lo dudo. Pero, en cualquier caso, tampoco sabremos nunca para qué somos necesarios, o para qué nos necesitaría ese Dios ni con qué fin nos ha creado. La vida toda es un enorme misterio y todo está hecho de forma que nos sea imposible penetrar en ella. Solo hay una verdad: se nos ha impuesto, se nos han dado las herramientas para que procreemos, para traer seres al mundo, y unos sentimientos prodigiosos para que cuidemos a nuestros hijos y los ayudemos a crecer. Y a la Naturaleza, supuestamente creada por ese supuesto Dios, le han sido dados todos los elementos, todos los poderes para que cuide de nosotros y nos mantenga en la condición física apropiada, tanto biológica como química y con el conocimiento en un cerebro que descubre, inventa y establece los objetivos necesarios, así como la producción de alimentos. No hay duda de que dentro de todo este enjambre de condiciones, existen aberraciones y desequilibrios, pero, en general, el mundo funciona y progresa —evoluciona— gracias a la mente humana y a pesar de nuestro aparente desquicio.
Está, por otra parte, el lado espiritual, el no físico, el que asume los mitos y trata de penetrar en los misterios; el ser que ora, el que cree, el que implora a su Dios, el que se consuela pensando que detrás de él existe una fuerza creadora, protectora y bienhechora que lo ayudan a crecer, a vivir, a pensar, a organizar su vida. Yo, me cuesta confesarlo, dentro de esa barricada que sitúo frente al mito, frente a todo aquello que no es refrendado por la razón, tengo mis momentos débiles. Hace unos días, una persona sencilla se cruzó conmigo me animó a orar, a que hablara con Dios. Y cuando le dije que yo no creía, el me dijo que eso no importaba, que hablara con Dios aunque no creyera en él. Y, un poco a pesar mío, así lo hice: abrí mi ventana y, mirando hacia el espacio, puse mis cinco sentidos en comunicarme con ese Dios «recomendado», y el efecto fue sorprendente: al rato sentí una calma espiritual, un reposo interior, un amor a la vida y a las cosas, a mis semejantes, sentí más cerca de mí a Angeline, mi mujer, mi otra diosa, y sentí una gran confianza y admiración por la vida… Claro, se puede decir que fue el efecto psicológico, el subconsciente, el deseo de que ese misticismo afectivo me ocurriera y me transportara, pero ahí reside el misterio: ¿Quién me ha dado esos poderes, esa constitución psicológica, ese deseo y ese poder de introducirme en un mundo aparentemente cerrado para mí? No he repetido el acto porque me produce un poco de miedo que el momento mágico no se repita y concluya con toda la dulzura que todavía me queda, pero, lo tengo que confesar: desde ese día no estoy tan cerrado a las creencias místicas.
martes, 2 de diciembre de 2014
Una humanidad diversa
La mayoría de la gente hace las cosas a la fuerza, sin disfrutarlas, sin sentirlas ni gozarse del trabajo bien hecho; es como si actuara a la fuerza o de forma mecánica. Creo que es interesante y útil la misión, por ejemplo, de los científicos, la de los maestros, las de algunos médicos (los que obran fundamentalmente con un sentimiento humanitario o como una acción moral, no los que atienden a sus pacientes solamente por dinero), o de los escritores, si acaso, y no porque yo me considere un miembro de sus filas, sino porque, en muchos casos, ellos tocan las fibras sensibles o despiertan sentimientos o normas que permanecían estancadas. Pero si nos fijamos en la mayoría de las personas, vemos que hacen las cosas sin pasión, o porque, casualmente, se ven envueltas en un hacer, o porque no tienen otro remedio para ganarse la vida, o porque no tienen cultura, o porque tratan de abstraerse y evitan dar sentido de la vida. Solo por eso. No hay duda de que este mundo en muchos aspectos es pintoresco. Existen infinidad de actitudes impuestas por gente mediocre o por gente deshonesta, o por gente sin principios, o por gente corta de inteligencia, o por ese tipo clásico del aplaudidor que bate palmas sin ton ni son o cuando un cartel le dice «aplausos». ¿Dónde se han quedado los principios, hoy? ¿Adónde han ido a parar? La mayor parte de las cosas no se hacen para obtener un resultado eficaz o valioso, sino para presumir de algo fútil o para llenar el tiempo o producir envidias, o para dar la impresión de que uno está en todo. Hoy abunda las películas o las series de televisión catastróficas, pero a mí solo me gustan las películas que me emocionan, que me producen sentimientos gratos. Las películas donde la gente se ama, las que exponen una buena relación entre padres e hijos. En la historia universal, la mayoría de las culturas han desaparecido por ablandar excesivamente las reglas, por desbocar en los placeres de la libido olvidándose de las exigencias del espíritu. Estoy leyendo un libro sobre la decadencia y caída del Imperio Romano, y en ese desmoronamiento —que duró más de un siglo— se ve claramente que la causa principal fue la descomposición moral, la pérdida de valores, el hecho de tener cada día la «manga más ancha». Y no es que yo sea un gazmoño, pero reconozco que tiene que haber unas reglas, unos preceptos en un mundo como éste, muy dispuesto a desmandarse. Los seres humanos somos así: según nos vamos otorgando permisos, quitándole hierro a las cosas, pensando que todo está permitido, esa permisividad se va convirtiendo en un vicio destructivo. Tal vez en una cultura muy civilizada, con gente madura y conocedora de su misión, esa contemporización sea lógica y posible, pero en un mundo tan desigual como este, con personas de tantos niveles culturales y económicos, donde existen unas inteligencias tan disímiles, no se puede abrir tanto la mano. Y si no que se lo digan a ese pobre individuo que ha muerto en una trifulca de esos pervertidos grupos llamados «Frentes», unos partidarios del Depor y otros partidarios del Atlético. ¿Habrá una forma más estúpida de morir? Desde luego, cuando los hijos de este individuo lo recuerden mañana no podrán decir: «Mi padre murió por una causa justa» (bueno, suponiendo que haya «causas justas» por las que merece la pena morir…) El caso de este pobre señor y el de los que lo acompañaban no puede resultar más grotesco y deprimente, especialmente si se piensa que uno pertenece al mismo género de ellos, a la misma raza humana…
La mayoría de la gente hace las cosas a la fuerza, sin disfrutarlas, sin sentirlas ni gozarse del trabajo bien hecho; es como si actuara a la fuerza o de forma mecánica. Creo que es interesante y útil la misión, por ejemplo, de los científicos, la de los maestros, las de algunos médicos (los que obran fundamentalmente con un sentimiento humanitario o como una acción moral, no los que atienden a sus pacientes solamente por dinero), o de los escritores, si acaso, y no porque yo me considere un miembro de sus filas, sino porque, en muchos casos, ellos tocan las fibras sensibles o despiertan sentimientos o normas que permanecían estancadas. Pero si nos fijamos en la mayoría de las personas, vemos que hacen las cosas sin pasión, o porque, casualmente, se ven envueltas en un hacer, o porque no tienen otro remedio para ganarse la vida, o porque no tienen cultura, o porque tratan de abstraerse y evitan dar sentido de la vida. Solo por eso. No hay duda de que este mundo en muchos aspectos es pintoresco. Existen infinidad de actitudes impuestas por gente mediocre o por gente deshonesta, o por gente sin principios, o por gente corta de inteligencia, o por ese tipo clásico del aplaudidor que bate palmas sin ton ni son o cuando un cartel le dice «aplausos». ¿Dónde se han quedado los principios, hoy? ¿Adónde han ido a parar? La mayor parte de las cosas no se hacen para obtener un resultado eficaz o valioso, sino para presumir de algo fútil o para llenar el tiempo o producir envidias, o para dar la impresión de que uno está en todo. Hoy abunda las películas o las series de televisión catastróficas, pero a mí solo me gustan las películas que me emocionan, que me producen sentimientos gratos. Las películas donde la gente se ama, las que exponen una buena relación entre padres e hijos. En la historia universal, la mayoría de las culturas han desaparecido por ablandar excesivamente las reglas, por desbocar en los placeres de la libido olvidándose de las exigencias del espíritu. Estoy leyendo un libro sobre la decadencia y caída del Imperio Romano, y en ese desmoronamiento —que duró más de un siglo— se ve claramente que la causa principal fue la descomposición moral, la pérdida de valores, el hecho de tener cada día la «manga más ancha». Y no es que yo sea un gazmoño, pero reconozco que tiene que haber unas reglas, unos preceptos en un mundo como éste, muy dispuesto a desmandarse. Los seres humanos somos así: según nos vamos otorgando permisos, quitándole hierro a las cosas, pensando que todo está permitido, esa permisividad se va convirtiendo en un vicio destructivo. Tal vez en una cultura muy civilizada, con gente madura y conocedora de su misión, esa contemporización sea lógica y posible, pero en un mundo tan desigual como este, con personas de tantos niveles culturales y económicos, donde existen unas inteligencias tan disímiles, no se puede abrir tanto la mano. Y si no que se lo digan a ese pobre individuo que ha muerto en una trifulca de esos pervertidos grupos llamados «Frentes», unos partidarios del Depor y otros partidarios del Atlético. ¿Habrá una forma más estúpida de morir? Desde luego, cuando los hijos de este individuo lo recuerden mañana no podrán decir: «Mi padre murió por una causa justa» (bueno, suponiendo que haya «causas justas» por las que merece la pena morir…) El caso de este pobre señor y el de los que lo acompañaban no puede resultar más grotesco y deprimente, especialmente si se piensa que uno pertenece al mismo género de ellos, a la misma raza humana…
domingo, 30 de noviembre de 2014
Una novela en el baúl
Estaba repasando aquella primera novela que escribí a raíz de la muerte de Angeline: De la misma tela que los sueños, con la cual estuve cuatro años empeñado, y me sorprendí. ¿Por qué guardé esta novela en el «baúl de los recuerdos» sin haber intentado publicarla? No me lo explico porque contiene todo lo que debe contener una gran novela: buena y amena escritura; un argumento que atrae el interés del lector porque el tema que trata es de alto interés social; un contenido filosófico de altura… Y al releer una de sus partes, me emocioné. Me confirmé a mí mismo que en mí hay un escritor, que soy un escritor en potencia, pero sin descubrir. Tal vez esta novela es el símbolo de mi personalidad, esa personalidad que una vez Mada describió como el complejo de Sísifo, por el cual se confirmaba que casi nunca termino las cosas, que empiezo una gestión y nunca la acabo, aunque sea excelente y prometedora, que siempre pongo mi interés en lo nuevo, en lo que viene por allá; que siempre cifro mi pasión en lo otro, no en lo que estoy haciendo. Eso hace que abandone lo que estoy haciendo aunque no lo haya terminado. Esa es la razón de que los dioses, igual que en el mito de Sísifo, me castiguen a subir la pesada piedra hasta la cumbre eternamente, y cuando estoy a punto de llegar al pico más alto, la dejo caer puede que con intención o porque ella se me cae. Esto me obliga a volver a empezar. Yo, en realidad, en muchas ocasiones me he descrito como que pertenezco a otro mundo, a ese mundo del sueño, de la quimera, de la ilusión por las cosas inmateriales, del idealismo espiritual. Que solo con crear en el pensamiento una cosa de cierto valor intelectual, ya me conformo. En éste mundo en donde vivo he tenido innumerables momentos para progresar, pero para eso se requería un deseo, un interés desorbitado en los bienes materiales que esa actividad proporciona; y eso no va conmigo (yo nunca he luchado por conquistar dinero), mi inteligencia no es materialista, no es consumista: es idealista. Escribo para darme gusto a mí mismo; para estar orgulloso de mí y sentirme inteligente y creativo, para mantener mi mente ocupada con un ejercicio y darme una conformidad. Por otra parte, soy tímido, y el tímido es poco luchador. La idea de que una novela mía tuviera éxito, me abruma, deteriora mis principios, encoge mi corazón porque no se atiene a mis requerimientos no materialistas. Pero en esta novela, al releerla, he pensado que fue una pena porque me volqué, me entregué a ella en cuerpo y alma, y el resultado final fueron 700 páginas que al leerlas atontan mi propia concepción y hace que me pregunte: «¿Cómo es posible que esto haya salido de mí, de mi mente, de mis conceptos, y yo esté aquí tan tranquilo, sin preocuparme, como si no tuviera importancia? También me aterra la idea de hacerme famoso ahora, a los 82 años, cuando ya no tengo oportunidad de disfrutar. Ni tampoco lo deseo…
domingo, 23 de noviembre de 2014
Saber mirar y ver
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de ser yo uno de los elegidos, uno de los señalados como apto para vivir, para sentir, para ser poseedor de un cerebro, de un corazón, de un alma y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo gracias a la transmisión de mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me avengo a lo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones, el deber que tenemos de escuchar a quienes nos hablan y nos proponen, y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores o de una sonrisa, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de ser yo uno de los elegidos, uno de los señalados como apto para vivir, para sentir, para ser poseedor de un cerebro, de un corazón, de un alma y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo gracias a la transmisión de mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me avengo a lo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones, el deber que tenemos de escuchar a quienes nos hablan y nos proponen, y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores o de una sonrisa, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
miércoles, 19 de noviembre de 2014
Supongamos que, debido a un encantamiento, o por un desvío cerebral, o a causa de un lapsus mental o de la conciencia, abriera un día los ojos y tuviera la sensación de encontrarme solo en el mundo, sin compañía alguna, sin leyes, sin normas y sin recordar nada de mi vida anterior, aunque manteniendo el nivel total de mi pensamiento de hoy, pero sin recordar experiencias pasadas, sin tener almacenada ninguna cultura o cualidad, ni virtudes, ni tropelías o aberraciones relativas a la vida de la gente; ¡ah! y la vida sería sin libros, sin obras de referencia, sin Internet, sin televisión, y sin los conocimientos académicos adquiridos a lo largo de la existencia… O sea, estaría en estado puro, inocente, desprovisto de prejuicios y de ideas preconcebidas, sin impulsos ni deseos producidos por la publicidad. Y al pasar mi vista por el entorno me preguntaría: ¿Qué puede ser esto? ¿De qué se trata? ¿En qué consiste? Y, lo más importante, ¿qué papel pinto yo aquí? Inmediatamente después pensaría que existe, por encima de mí, otro ser más poderoso, alguien que me ha construido no solo a mí sino a todo lo que me circunda. No tardaría en pensar que esto ha sido hecho con un propósito, atendiendo a un plan. No valdrían investigaciones científicas, ni mucho menos pensaría que todo lo que contemplo se debería al azar; aquí no habría componendas desorbitadas, ni argumentos filosóficos o bíblicos interesados en ejercer un dominio. Es decir: la presencia, la utilidad, el uso para mi vista, la apreciación de los colores, el aire que respiro, todo estaría pensado para mí, para mi vida y para mi bienestar, y todo aquello que contemplo tendría que deberse a alguien y estaría ahí por alguna razón. A continuación, instintivamente, me invadirían algunas nociones relacionadas con la muerte, con la preocupación por mi destino. Y me vendría una convicción: me moriría, sí, pero mis componentes espirituales sobrevivirían, no podría haber una muerte definitiva, una descomposición fatal de todo lo que me daba ahora la vida y me había construido.
Ante mi necesidad biológica de reponer los líquidos reclamados por mi organismo, vería ahí mismo, cerca de mí, el agua de un río donde aplacar mi sed; y al tener necesidad de llevar a mi estómago algún alimento sólido, solo habría que alzar la mano y desprender una fruta del árbol. Vería los árboles, las plantas, las frutas, el sol, el mar azul, las aves, las montañas… Todo me parecería algo mágico, un regalo a mis sentidos y a mis necesidades.
Estas serían las deducciones que haría un individuo en estado virgen, sin haber sido maleado por culturas, sabihondos, estraperlistas, interesados en que el mundo funcione de una forma acomodada a sus intereses, o maleados por las filosofías, por las creencias, por las políticas, o por las religiones. Es indudable que si Dios construyó este mundo, no debió de considerar la religión necesaria para su funcionamiento ni para que nadie lo adorara. Eso no se explica en todo un Dios. Inculcó al ser humano un sentido del bien y del mal y con eso basta. Es algo que que lo aceptamos por instinto. No me digas que las personas ignoran que matar es un mal y amar es un bien…
jueves, 13 de noviembre de 2014
Acerca de la ética
Comencé a leer un libro de Victoria Camps: el titulado El gobierno de las emociones. Y a pesar de no acabarlo todavía, creo estar en condiciones de expresar algún comentario debido a que, a medida que lo voy leyendo, me va produciendo distintas «emociones»: unas más estridentes que otras y, algunas, muy moduladas, muy propias de meditación. Mi cuestionamiento fundamental consiste en detenerme a pensar si la ética (sobre la que Camps comenta bastante en su libro), la honradez, la decencia, la integridad, incluso la justicia y la moralidad, son virtudes que permanecen vigentes, ahora, en estos tiempos materialistas y escasos de compromiso social, plagados de desorden moral y faltos de miramientos éticos. En unos tiempos como éstos donde el comportamiento de las personas es más bien trivial, algo a lo que no se concede demasiada importancia y todo se acepta sin cargos de conciencia. Tiempos éstos de la «banalidad del mal», según Hannah Arend. Y no es porque yo desprecie semejante actitudes morales —ya que forman parte de mi personalidad y mis convencimientos—, pero no puedo evitar que me resulten un tanto distanciadas o ajenas propagarlas en el tiempo actual. ¿Cómo se adquieren hoy día estas bases de ética y moralidad si estamos viendo de forma palpable que existe un gran derrumbe de posiciones altruistas y cada día está más generalizada la corrupción, cada vez más presente en todos los sectores? ¿Quién nos sensibiliza o nos predispone para que sintamos necesidad de la piedad o de la bondad, y sobre qué bases? ¿La televisión o el cine? ¿Las modas? ¿Lo truculento de muchas historias que, por lo general, suelen ser bien aceptadas? Hoy, incluso, muchas prevenciones de tipo moral, producen risa. Antes, mucho antes, cuando yo era un niño, los sentimientos morales te salían al paso por donde caminaras, te obligaban a tener un comportamiento: eran los curas, la familia, el ambiente, la escuela, la universidad, y eran impuestos mediante diferentes métodos, que iban desde lo violento y la amenaza, hasta lo ejemplar o el castigo leve. Pero nada de tipo moral se dejaba en el aire. Entre la sociedad común había que ser bueno y tener un comportamiento aceptable sí o sí, de lo contrario te exponías a innumerables castigos tanto aquí abajo en la Tierra, como allá arriba en el Cielo. Y también te exponías al desprestigio social. Existían los correccionales, los correctivos en las escuelas (¿cuantas veces me pusieron castigado de rodillas con los brazos en cruz?), los regaños, el desprecio, la intranquilidad de conciencia. Claro, como método, como detergente para recuperar la virtud estaba la confesión: te confesabas y quedabas más limpio que el suelo del Vaticano… Y no estoy aceptando con liberalidad los métodos de antaño porque esos procedimientos totalitarios nunca fueron de mi agrado e incluso en más de una ocasión sufrí represiones por mostrar mi desagrado hacia ellos. Pero entonces la moral era un principio básico para abrirte camino y te veías obligado a fingirla si no la sentías de verdad. Por el contrario, el mal horrorizaba a las mayorías. No sé si estas actitudes se sentían de verdad o era una mera hipocresía para evitar el «qué dirán» que entonces se vigilaba mucho, pero hoy sí me preocupa la apatía social, el conformismo y la aceptación del mal. Temo que, a pesar de su buena intención, todos esos comentarios acerca de las virtudes resulten un tanto anacrónicos.
Comencé a leer un libro de Victoria Camps: el titulado El gobierno de las emociones. Y a pesar de no acabarlo todavía, creo estar en condiciones de expresar algún comentario debido a que, a medida que lo voy leyendo, me va produciendo distintas «emociones»: unas más estridentes que otras y, algunas, muy moduladas, muy propias de meditación. Mi cuestionamiento fundamental consiste en detenerme a pensar si la ética (sobre la que Camps comenta bastante en su libro), la honradez, la decencia, la integridad, incluso la justicia y la moralidad, son virtudes que permanecen vigentes, ahora, en estos tiempos materialistas y escasos de compromiso social, plagados de desorden moral y faltos de miramientos éticos. En unos tiempos como éstos donde el comportamiento de las personas es más bien trivial, algo a lo que no se concede demasiada importancia y todo se acepta sin cargos de conciencia. Tiempos éstos de la «banalidad del mal», según Hannah Arend. Y no es porque yo desprecie semejante actitudes morales —ya que forman parte de mi personalidad y mis convencimientos—, pero no puedo evitar que me resulten un tanto distanciadas o ajenas propagarlas en el tiempo actual. ¿Cómo se adquieren hoy día estas bases de ética y moralidad si estamos viendo de forma palpable que existe un gran derrumbe de posiciones altruistas y cada día está más generalizada la corrupción, cada vez más presente en todos los sectores? ¿Quién nos sensibiliza o nos predispone para que sintamos necesidad de la piedad o de la bondad, y sobre qué bases? ¿La televisión o el cine? ¿Las modas? ¿Lo truculento de muchas historias que, por lo general, suelen ser bien aceptadas? Hoy, incluso, muchas prevenciones de tipo moral, producen risa. Antes, mucho antes, cuando yo era un niño, los sentimientos morales te salían al paso por donde caminaras, te obligaban a tener un comportamiento: eran los curas, la familia, el ambiente, la escuela, la universidad, y eran impuestos mediante diferentes métodos, que iban desde lo violento y la amenaza, hasta lo ejemplar o el castigo leve. Pero nada de tipo moral se dejaba en el aire. Entre la sociedad común había que ser bueno y tener un comportamiento aceptable sí o sí, de lo contrario te exponías a innumerables castigos tanto aquí abajo en la Tierra, como allá arriba en el Cielo. Y también te exponías al desprestigio social. Existían los correccionales, los correctivos en las escuelas (¿cuantas veces me pusieron castigado de rodillas con los brazos en cruz?), los regaños, el desprecio, la intranquilidad de conciencia. Claro, como método, como detergente para recuperar la virtud estaba la confesión: te confesabas y quedabas más limpio que el suelo del Vaticano… Y no estoy aceptando con liberalidad los métodos de antaño porque esos procedimientos totalitarios nunca fueron de mi agrado e incluso en más de una ocasión sufrí represiones por mostrar mi desagrado hacia ellos. Pero entonces la moral era un principio básico para abrirte camino y te veías obligado a fingirla si no la sentías de verdad. Por el contrario, el mal horrorizaba a las mayorías. No sé si estas actitudes se sentían de verdad o era una mera hipocresía para evitar el «qué dirán» que entonces se vigilaba mucho, pero hoy sí me preocupa la apatía social, el conformismo y la aceptación del mal. Temo que, a pesar de su buena intención, todos esos comentarios acerca de las virtudes resulten un tanto anacrónicos.
domingo, 9 de noviembre de 2014
¿A quién creemos?
De cualquier manera, si el mundo, el universo, o sea, el orbe, ese que a veces nos amedrenta con ensañamiento, es producto de un proceso aleatorio y los seres humanos, animales y vegetales no tenemos ningún significado, es decir, no pintamos nada en él y estamos aquí de casualidad, así porque sí, sin destino alguno, en ese caso no hay nada que pensar ni nada que decidir acerca de nosotros, de nuestro fin y nuestras estructura, ni de nuestra composición espiritual. No tenemos por qué admirarnos de nosotros mismos. Esto es así y seguirá siendo así por los siglos de los siglos. Sí, ya sé que ahora vivimos más tiempo que antes, somos más refinados y más exigentes, pero nos vamos sintiendo cada vez más desamparados al imponerse la teoría de que no somos nada y que todo se debe a la combinación de unas casualidades biológicas y físicas (y si no, que se lo pregunten al biólogo Richard Dawkins, que de este asunto sabe mucho y se ha enriquecido publicando libros que niegan a Dios —tal vez sea ese su único objetivo), y todo pensamiento al respecto sale sobrando: estamos tratando de interpretar lo que no es interpretable ya que todo se hizo por sí solo y carece de un fin y un destino. Y por otro lado, si hemos sido creados por un ser superior, la cosa no cambia mucho: él puede tener sus fines que, por la razón que sea, decidió no comunicarnos, debido a que dichos planes han de ser universales y cumplen una función diferente de la que creemos; algo inamovible, física o espiritualmente, con un fin determinado, del cual solo somos una minúscula parte, y, en ese caso, no existe una razón para que nos pasemos la vida dudando entre si somos espíritus o somos materia y cual puede ser nuestro destino. Ante esta segunda posibilidad (que es de la que yo estoy más cerca) creo, por mi parte, que ciencias como psicoanálisis, antropología, filosofía, metafísica, sociología, están sobrando. ¿De qué nos sirven si no nos aseguran ni nos descubren nada? ¿Adónde nos lleva tanta verbosidad perdida en el espacio? Sí, ya se que forman parte de la cultura, de la cultura occidental, y del conocimiento humano, y que están entroncadas con el progreso, pero, repito, ¿a dónde nos lleva una cantidad tan enorme de teorías? ¿Resuelven nuestros cuestionamientos sobre Dios? ¿Nos descubren el misterio del universo y la razón de nuestra presencia en él? ¿Hacen que a un loco se convierta en un ser «normal»? ¿Nos señalan unos principios de vida, unas normas, una condición espiritual, un comportamiento, una ética, una actitud con un fin evolutivo y el ensalzamiento del yo? En mis bibliotecas digital y física reposan unos cuantos libros de filosofía que contienen parte de lo que dijo Sócrates, Platón, Epicuro, Kant, Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger, Sartre, Foucault, y otros filósofos de distintas tendencias, y casi nadie coincide. Y si no hay un acuerdo general sobre las formas y las finalidades, es una clara señal de la confusión que se padece, de que estamos viviendo aún en la bíblica Torre de Babel y no sabemos hacia dónde mirar ni a qué clavo agarrarnos. Eso que la mayoría de los pensadores citados expusieron sus teorías en otros tiempos, cuando no existían lo medios de comunicación de hoy y la mayoría de la gente era analfabeta, y se creían todas las fábulas y mitos que le contaban con el fin de coaccionarlo, de hacerlo vivir en un temor continuo. Y eso no es nada si lo comparamos con el desorden ideológico de hoy día, hasta el punto que actualmente es muy complicado creer en Dios, ya que tantas teorías nos han llevado a una descomposición de las ideas. Tal vez sea ese el peor mal de la cultura: que nos ha metido en la cabeza un interminable rosario de teorías y posibilidades, de creencias encontradas, de negaciones y afirmaciones, en muchos casos, de estupideces. Pero también puede ser peor no creer en nada, porque la falta de creencia aumenta nuestra soledad y nos hace considerar que la vida es algo sin sentido, fútil.
miércoles, 5 de noviembre de 2014
Psicoanálisis, antropología, filosofía, metafísica, religión, ¿de qué nos servirán éstas y otras ciencias que no nos aseguran ni nos descubren nada? ¿Adónde nos llevan? Sí, ya sé que forman parte del bagaje de nuestra la cultura, de la cultura occidental, y de nuestro conocimiento, y que están entroncadas con el progreso, pero, repito, ¿a dónde nos llevan? ¿Resuelven nuestros cuestionamientos sobre Dios? ¿Nos descubren el misterio del universo y nuestra presencia en él? ¿Hacen que un loco piense correctamente y entre por la vereda? ¿Nos señalan unos principios verdaderos de vida, unas normas, una condición espiritual, una actitud, un comportamiento? En mis bibliotecas digital y física reposan unos cuantos libros de filosofía que contienen parte de lo que dijo Sócrates, Platón, Epicuro, Kant, Nietzsche, Heidegger, Foucault, y otros filósofos «mayores y menores» de la plantilla, y casi nadie coincide en nada. Y si no hay un acuerdo general, una idea conjunta y firme, es una clara señal de la confusión que padecemos; de que estamos viviendo todavía en la Torre de Babel. Eso que la mayoría de los pensadores citados expresaron sus afirmaciones en otros tiempos, cuando no existían los medios de comunicación de hoy y la mayoría de la gente era analfabeta, y se creían todas las fábulas y mitos que le contaban con el fin obtener de ellos un comportamiento y hacerles sentir que estaban amenazados, y que no disponían de vida íntima o secreta. Y hoy, todavía más, es muy complicado creer en Dios, aunque también lo es no creer en él. Pero los científicos y los pensadores continuan discutiendo como si fueran a descubrir la verdad. A mí, ya lo he dicho anteriormente, me gustaría creer, pero tendría que contar con unas bases, y no me es posible porque mi función de razonar no las acepta. Es posible que posea unos hemisferios cerebrales que chocan entre ellos, o que no funcionan correctamente, o que se pasen de la raya; tal vez quieran ir más lejos de lo que les está permitido. También es posible que se deba a que de niño metieron en mi cabeza un exceso de infiernos, purgatorios, pecados, amenazas de condenas, cuidado con lo que haces porque «la Virgen te está mirando» y otras coacciones por el estilo… Yo a veces hasta lloraba cuando cometía un pecadillo sin importancia y no veía el momento de confesarme. Un día manifesté al confesor de turno (me enviaban a confesar una vez a la semana) que tenía dudas acerca de la existencia de Dios, y entonces el cura descorrió la cortinilla, abrió la portezuela de su caseta cargada de penitencias y perdones, me agarró de una oreja y me sacó de la iglesia. Me dijo, «¡Aquí los ateos como tú no tienen cabida! ¡Se lo diré a tu tía Clemen para que te meta en un correccional!». No me dio una patada en el culo de puro milagro. Y ante tal «explicación» acerca de la existencia de Dios, yo me quedé estupefacto. No podía concebir un Dios cuyos representantes en la Tierra le arrancaban casi la oreja al que tenía dudas de su existencia, en lugar de mostrar a su representado como un ser amoroso y misericordioso, y tratar de explicar con sensatez los misterios de Dios. Pero estas actitudes son propias de España… O eran, porque hoy las cosas han cambiado bastante. Creo.
viernes, 31 de octubre de 2014
Sentimiento
No me cabe ninguna duda de que el hecho de escribir esta novela llena mis espacios mentales, y hasta pudiera sobrepasrlos. Hay varias motivaciones importantes al escribirla: primero mantengo a Angeline cerca de mí, me obliga a pensar en ella continuamente; mantiene la función creadora en mi cerebro y en mi corazón; me convierte en una especie de dios dispuesto a crear un mundo. Y, sobre todo, me sostiene vivo y mantiene lejos de mí el viejo que soy. No elegí un tema fácil, sino que me envolví en lo más complicado de nuestro vivir, en aquello que se desenvuelve dentro de la función filosófica o en esos campos misteriosos que, si tenemos sensibilidad, veremos que nos rodean por todas partes.
Aquí intervienen tres personajes:
Hay un narrador, que va desgranando la historia de forma cronológica pero en tiempo presente, como si los hechos ocurrieran en el mismo momento que los cuenta, y lo hace fríamente, sin comentarios paralelos y sin ponerse de parte de nadie. Es como si él estuviera presenciando la trama desde un lugar apartado y fuera narrando los detalles más significativos, lo esencial, lo que puede sugerir que no somos nosotros los que organizamos nuestra vida.
Está Eduardo, uno de los protagonistas, que tiene el sentido de que el espíritu de su esposa le habita y está cerca de él, o dentro de él, y que le escucha, le impulsa y le mantiene la inspiración. Eduardo, por lo general, se dedica a comentar en detalle los hechos contados por el narrador, a esclarecerlos, a darle un matiz espiritual. Pero, fundamentalmente, en sus comentarios, se suele dirigir a la esposa y comentar con ella hechos que vivieron juntos, así como pedirle disculpas por ciertas acciones suyas censurables o poco lamentadas en su momento. También se duele por haber mantenido con ella esa actitud un tanto displicente a causa de un engreimiento personal.
Y está el espíritu de Angeline, la esposa fallecida, que Eduardo piensa que vive dentro de él y que comenta hechos secretos de su vida guardados bajo siete llaves, herméticos, ocultos. Cosas relativas a sus deseos, a sus pensamientos, a sus anhelos, a su sexualidad; a la vida con sus padres y sus hermanos, y, sobre todo, su relación con Eduardo, al que venera porque la libró de una vida opaca y convencional. Se refiere a temas sexuales que suelen ser mantenidos en secreto por las mujeres. Ella es el personaje más controvertido, el más difícil de interpretar. Para describirla a ella así como sus anhelos y sus sufrimientos, o sus humillaciones como mujer, tengo que meterme en su cerebro y en su alma, y adivinar sus reacciones, sus impulsos, sus necesidades espirituales. Por esa razón se me dificulta más dado que yo no creo en los espíritus, es decir, no creo en su existencia. Y es curioso que al asumir su personalidad, siento como una metamorfosis, un signo espiritual, un fuerte cambio de mi función mental y psicológica. Es como si todo fuese verdad, o que ella misma me ayudara a interpretarla, a desvelar su personalidad íntima. Por el hecho de no ser ella un personaje propio de la ficción, o sea, alguien que se puede manipular según la necesidad interpretativa del autor, Angeline se convierte en un ser verdadero con sus sufrimientos y hasta con sus perversiones. Al mismo tiempo que manifiesta que Eduardo la mantiene viva, y que gracias a él continua disfrutando del mundo, por el cual siente cierta añoranza todavía. Ella, junto a Eduardo, va construyendo otra vida más real, menos quimérica, más amorosa… No habla apenas de las cosas del supuesto paraíso a donde se supone que van a parar los muertos. Es más, al respecto se muestra más bien confusa, o poco comunicativa En general, es un lugar que, a pesar de estar en él, casi no conoce y rehusa describirlo. Habla de asuntos que no fueron interpretados o que no se profundizó en ellos, que fueron juzgados superficialmente por su propia familia, bien por envidias o porque veían que ella accedía a un mundo intelectualmente distanciado. Describe —o intenta describir— el mundo interior de ella, un mundo acerca del cual siempre se mantuvo un tanto hermética.
No me cabe ninguna duda de que el hecho de escribir esta novela llena mis espacios mentales, y hasta pudiera sobrepasrlos. Hay varias motivaciones importantes al escribirla: primero mantengo a Angeline cerca de mí, me obliga a pensar en ella continuamente; mantiene la función creadora en mi cerebro y en mi corazón; me convierte en una especie de dios dispuesto a crear un mundo. Y, sobre todo, me sostiene vivo y mantiene lejos de mí el viejo que soy. No elegí un tema fácil, sino que me envolví en lo más complicado de nuestro vivir, en aquello que se desenvuelve dentro de la función filosófica o en esos campos misteriosos que, si tenemos sensibilidad, veremos que nos rodean por todas partes.
Aquí intervienen tres personajes:
Hay un narrador, que va desgranando la historia de forma cronológica pero en tiempo presente, como si los hechos ocurrieran en el mismo momento que los cuenta, y lo hace fríamente, sin comentarios paralelos y sin ponerse de parte de nadie. Es como si él estuviera presenciando la trama desde un lugar apartado y fuera narrando los detalles más significativos, lo esencial, lo que puede sugerir que no somos nosotros los que organizamos nuestra vida.
Está Eduardo, uno de los protagonistas, que tiene el sentido de que el espíritu de su esposa le habita y está cerca de él, o dentro de él, y que le escucha, le impulsa y le mantiene la inspiración. Eduardo, por lo general, se dedica a comentar en detalle los hechos contados por el narrador, a esclarecerlos, a darle un matiz espiritual. Pero, fundamentalmente, en sus comentarios, se suele dirigir a la esposa y comentar con ella hechos que vivieron juntos, así como pedirle disculpas por ciertas acciones suyas censurables o poco lamentadas en su momento. También se duele por haber mantenido con ella esa actitud un tanto displicente a causa de un engreimiento personal.
Y está el espíritu de Angeline, la esposa fallecida, que Eduardo piensa que vive dentro de él y que comenta hechos secretos de su vida guardados bajo siete llaves, herméticos, ocultos. Cosas relativas a sus deseos, a sus pensamientos, a sus anhelos, a su sexualidad; a la vida con sus padres y sus hermanos, y, sobre todo, su relación con Eduardo, al que venera porque la libró de una vida opaca y convencional. Se refiere a temas sexuales que suelen ser mantenidos en secreto por las mujeres. Ella es el personaje más controvertido, el más difícil de interpretar. Para describirla a ella así como sus anhelos y sus sufrimientos, o sus humillaciones como mujer, tengo que meterme en su cerebro y en su alma, y adivinar sus reacciones, sus impulsos, sus necesidades espirituales. Por esa razón se me dificulta más dado que yo no creo en los espíritus, es decir, no creo en su existencia. Y es curioso que al asumir su personalidad, siento como una metamorfosis, un signo espiritual, un fuerte cambio de mi función mental y psicológica. Es como si todo fuese verdad, o que ella misma me ayudara a interpretarla, a desvelar su personalidad íntima. Por el hecho de no ser ella un personaje propio de la ficción, o sea, alguien que se puede manipular según la necesidad interpretativa del autor, Angeline se convierte en un ser verdadero con sus sufrimientos y hasta con sus perversiones. Al mismo tiempo que manifiesta que Eduardo la mantiene viva, y que gracias a él continua disfrutando del mundo, por el cual siente cierta añoranza todavía. Ella, junto a Eduardo, va construyendo otra vida más real, menos quimérica, más amorosa… No habla apenas de las cosas del supuesto paraíso a donde se supone que van a parar los muertos. Es más, al respecto se muestra más bien confusa, o poco comunicativa En general, es un lugar que, a pesar de estar en él, casi no conoce y rehusa describirlo. Habla de asuntos que no fueron interpretados o que no se profundizó en ellos, que fueron juzgados superficialmente por su propia familia, bien por envidias o porque veían que ella accedía a un mundo intelectualmente distanciado. Describe —o intenta describir— el mundo interior de ella, un mundo acerca del cual siempre se mantuvo un tanto hermética.
martes, 28 de octubre de 2014
Metiendo al alma en el puchero
Si ya lo sé, no es necesario darle tantas vueltas: es muy probable que la vida después de la muerte no exista, porque si profundizamos en ello llegaremos a la conclusión de que es algo que no es posible. Carece de entendimiento y de lógica. Bien: vamos a suponer que hay un creador, que alguien nos ha traído al mundo con un propósito físico, químico o espiritual, y nos ha traído para que construyamos puentes, enviemos un hombre a la Luna y al planeta Marte, cuidemos a los perros, sembremos boniatos, ejercitemos el sexo y continuemos poblando el mundo… Lo que sea. Podríamos ser la mente y los brazos de ese Creador, también. Pero, lo demás, es cosa de la metafísica que, para mantener esta idea viva, tiene que echar mano de recursos míticos, de sueños paranoicos, de imaginaciones desbordadas, de propósitos ilusos. Es inconcebible que un Dios nos haya creado para llevar nuestra alma ante él y que dancemos, organicemos grandes cantos de alabanza y distintos espectáculos con velos al viento, rayos de luz, y todas esas cosas de tinte glorioso pero propio de cuentos infantiles, y todo para que él se divierta. Eso no puede estar relacionado con un Dios que, se supone, está exento de toda vanidad, ni de un ser celestial que utilice a las almas para su provecho propio. Si recurrimos a la razón, una propiedad que ha sido instalada en nuestro ser al mismo tiempo que la ilusión, el pensamiento y la sonrisa, si recurrimos al conocimiento, al concepto realista, al esplendor de la vida y a la decrepitud de la muerte, al destino final de un cadáver, vemos que no hay ninguna luz al final del camino. La vida es un misterio, de acuerdo, y hasta aceptaría que hay alguien o algo por encima de nuestras cabezas que nos manipula y, tal vez nos necesita, pero que solo nos puede utilizar mientras estamos vivos; una vez que nos vamos «pal» hoyo, ya no servimos de nada. Nos convertimos en carroña, primero, y más tarde en tierra o en cagada de gusanos. Mientras, van llegando unos nenes y nenas nuevos al mundo, primorosos, regordetes, encantadores, y todos tan contentos, y gritamos: ¡Oh, el mundo se renueva…! ¡Que bien está pensado todo! Pero, ¿donde podría estar ahora mi antepasado Pedro de Ontañón, que murió en el año mil quinientos y tantos, y está enterrado en una iglesia de Medina de Pomar, provincia de Burgos, junto a su esposa Doña Catalina Enríquez y Mendoza, y que no sé después de cuantas generaciones hizo posible (transmitiéndome sus genes, claro) para que yo arribara al mundo y hablara de ellos y ratificara su remota existencia? ¿Usted se puede imaginar que los millones y millones de seres que han muerto antes de nosotros estén por ahí vagando, convertidos en espíritus? ¿Y qué hacen? ¿A qué se dedican? ¿Cómo se divierten? Y, lo más, importante, ¿dónde están? Y ahora, grítenme: «¡Pues eres un falso! Nos sacas a tu difunta mujer, Angeline, de vez en cuando a la palestra y hablas de ella como si estuviera viva, y cuentas lo que ella te dice.» Claro, ese es uno de los recursos que me ha dado la vida: la función espiritual, la imaginación, y la posibilidad de que, con ella, pueda resucitar a un ser querido y hablar con él y mantenerlo en mi corazón. Considero, igual que Fechner, que la materia y el espíritu son una sola cosa y estamos hechos tanto para lo mágico como para lo real. Pero reconozco que puede tratarse todo ello de pura fantasía, de puro deseo interior, hasta se puede decir que es una forma quimérica pero valiosa de enfrentarse a la vida. El otro día leía que una pensadora famosa (no recuerdo ahora su nombre) expresaba que las personas muertas viven o recobran la vida mientras se las recuerda. Cuando dejamos de recordarlas, desaparecen. Y yo estoy absolutamente dispuesto a que mi imprescindible Angeline viva conmigo hasta que yo me muera… Por lo menos hasta entonces.
martes, 21 de octubre de 2014
Un escritor desconocido
Yo, normalmente, escribo durante todo el día. O sea, lo hago con el mismo fervor que si fuese un escritor profesional, de esos avezados que viven de la escritura, es decir, aquellos que están comprometidos con una editorial, que han visto sus libros publicados y que están sometidos por un contrato a un tiempo de entrega. Muchas veces me pregunto: ¿Por qué hago esto? ¿A qué estaré jugando? ¿No seré ya un poco mayor para fingir que soy lo que no soy? Pero, no, de ninguna manera: fingir no. ¡Yo me siento escritor, caramba, aunque no me hayan publicado nada! ¡Claro! ¿Cómo me van a publicar si nunca he ido con mi original bajo el brazo, de editor en editor? A no, miento. Una vez sí le llevé un original a un editor de Barcelona que me habían recomendado, un editor importante… de quien prefiero ocultar su nombre por unos gramos de decencia que todavía me quedan. Me recibió él mismo, le entregué el manuscrito personalmente, lo ojeó delante de mí, y a veces se quedaba como absorto leyendo un párrafo u otro y lo celebraba con una exclamación; de cuando en cuando me miraba con una sonrisa muy prometedora. Después de darme alguna esperanza (nada concreto, desde luego), nos despedimos y regresé a Valencia que era donde yo vivía. A los pocos días recibí una especie de tarjetón firmado por él donde me felicitaba por la calidad y el contenido de mi obra y eso me hizo concebir ilusiones. En dicho tarjetón me decía «¡Llegó tu hora! Espera cuatro o cinco meses y te daré una respuesta definitiva». ¿Hay una frase más alentadora que esta? Han pasado cinco o seis años y todavía lo estoy esperando… Creo que esa acción fallida fue la que me quitó las ganas de iniciar nuevos intentos. Y eso que el mundo editorial es lo mío. No en vano he trabajado en este campo durante casi 45 años, y lo he hecho en España, en México, en Venezuela, otra vez en España, en Estados Unidos, en México de nuevo, en España de nuevo y en Puerto Rico (ahora estoy jubilado). Pero, claro, lo sé: para ser escritor y vivir de la escritura hay que comenzar más temprano. Yo empecé como periodista pero como me convertí en un elemento tan valioso en el mundo editorial, al casarme y llegar los primeros hijos pensé (bueno, más bien aconsejado por Mada la segunda esposa de mi padre): «el trabajo editorial es lo tangible; la escritura ya llegará con el tiempo…». ¡Ah! Antes de este hecho que acabo de contar de Barcelona, envié una obra mía a un concurso de Editorial Planeta y el premio se lo dieron a una señora que era la madrina de Lara, el dueño de la editorial. Ella era una escritora conocida, lo reconozco… Pero se ha dicho tantas veces (aunque nadie le presta atención) que los concursos son para descubrir nuevos valores y no para premiar a gente consagrada (que es lo que ocurre en España). El caso es que estos sucesos me quitaron las ganas. Y entonces me dije: ¡Pues se quedaron sin mí! ¡Ellos se lo pierden! De cualquier manera, la escritura mantiene en funcionamiento mi mente y así, como dijo Clint Eastwood, retardo en lo posible la entrada del viejo en casa…
Bueno, tal vez después de que yo me muera a alguno de mis hijos le nazca el propósito de darme a conocer…
Ahora estoy escribiendo una novela que me tiene loco porque es muy ambiciosa; ella me quita el sueño… ¡Pero eso lo dejo para la próxima entrega!
Yo, normalmente, escribo durante todo el día. O sea, lo hago con el mismo fervor que si fuese un escritor profesional, de esos avezados que viven de la escritura, es decir, aquellos que están comprometidos con una editorial, que han visto sus libros publicados y que están sometidos por un contrato a un tiempo de entrega. Muchas veces me pregunto: ¿Por qué hago esto? ¿A qué estaré jugando? ¿No seré ya un poco mayor para fingir que soy lo que no soy? Pero, no, de ninguna manera: fingir no. ¡Yo me siento escritor, caramba, aunque no me hayan publicado nada! ¡Claro! ¿Cómo me van a publicar si nunca he ido con mi original bajo el brazo, de editor en editor? A no, miento. Una vez sí le llevé un original a un editor de Barcelona que me habían recomendado, un editor importante… de quien prefiero ocultar su nombre por unos gramos de decencia que todavía me quedan. Me recibió él mismo, le entregué el manuscrito personalmente, lo ojeó delante de mí, y a veces se quedaba como absorto leyendo un párrafo u otro y lo celebraba con una exclamación; de cuando en cuando me miraba con una sonrisa muy prometedora. Después de darme alguna esperanza (nada concreto, desde luego), nos despedimos y regresé a Valencia que era donde yo vivía. A los pocos días recibí una especie de tarjetón firmado por él donde me felicitaba por la calidad y el contenido de mi obra y eso me hizo concebir ilusiones. En dicho tarjetón me decía «¡Llegó tu hora! Espera cuatro o cinco meses y te daré una respuesta definitiva». ¿Hay una frase más alentadora que esta? Han pasado cinco o seis años y todavía lo estoy esperando… Creo que esa acción fallida fue la que me quitó las ganas de iniciar nuevos intentos. Y eso que el mundo editorial es lo mío. No en vano he trabajado en este campo durante casi 45 años, y lo he hecho en España, en México, en Venezuela, otra vez en España, en Estados Unidos, en México de nuevo, en España de nuevo y en Puerto Rico (ahora estoy jubilado). Pero, claro, lo sé: para ser escritor y vivir de la escritura hay que comenzar más temprano. Yo empecé como periodista pero como me convertí en un elemento tan valioso en el mundo editorial, al casarme y llegar los primeros hijos pensé (bueno, más bien aconsejado por Mada la segunda esposa de mi padre): «el trabajo editorial es lo tangible; la escritura ya llegará con el tiempo…». ¡Ah! Antes de este hecho que acabo de contar de Barcelona, envié una obra mía a un concurso de Editorial Planeta y el premio se lo dieron a una señora que era la madrina de Lara, el dueño de la editorial. Ella era una escritora conocida, lo reconozco… Pero se ha dicho tantas veces (aunque nadie le presta atención) que los concursos son para descubrir nuevos valores y no para premiar a gente consagrada (que es lo que ocurre en España). El caso es que estos sucesos me quitaron las ganas. Y entonces me dije: ¡Pues se quedaron sin mí! ¡Ellos se lo pierden! De cualquier manera, la escritura mantiene en funcionamiento mi mente y así, como dijo Clint Eastwood, retardo en lo posible la entrada del viejo en casa…
Bueno, tal vez después de que yo me muera a alguno de mis hijos le nazca el propósito de darme a conocer…
Ahora estoy escribiendo una novela que me tiene loco porque es muy ambiciosa; ella me quita el sueño… ¡Pero eso lo dejo para la próxima entrega!
miércoles, 15 de octubre de 2014
La Biblia dice…
En realidad, no puedo dejar de considerar que he vivido muchas vidas, pero, a estas alturas, si me dieran a elegir, no sabría con certeza con cuál quedarme… Si acaso adoptaría la que más me justifique. La que pueda mostrarme quién soy, qué hice y qué se esperaba que hiciera. Me quedaría la que me permita con más certeza mirar hacia mi interior y encontrarme con mi yo cara a cara; tal vez con la que me asegure que mi nombre no solo estará escrito en un lápida, sino que será bendecido por muchas personas. Sí, ya sé que me dirás que presumo con tener unos hijos excepcionales y haber estado casado con una mujer amorosa, divina, única, nada menos que 40 años; me diréis que he vivido en cuatro países y que he conocido a muchas personas, y he descubierto acciones y cosas del mundo con ellas. Precisamente a eso me refiero cuando afirmo que son muchas las vidas que he vivido. Y, sí, lo reconozco, esta sucesión de experiencias sería algo que llenaría la vida de otros, pero no la mía. Mi demanda sobre la vida es más exigente, porque no es suficiente para mis apetencias o para mi sensibilidad. Porque mi vida es mi vida, y yo soy yo, y tengo la absoluta necesidad de descubrirme, de decirme que mi vida es más que eso, que no estoy aquí cubriendo el espacio de molécula que me asignó la Naturaleza, que reniego continuamente de estas estructuras y mitos que no significan nada, que no asignan un destino, que te explican la vida como ellos (¿quienes?) quieren. ¿Por qué esa simulación de nuestra vida y nuestro destino? ¿Quién lo ha ordenado así y por qué razón? ¿Por qué el amor nace con tanta fuerza y luego se extingue…? ¿Seremos el juguete de un niño caprichoso? Hablaba en días pasados con un ministro de la iglesia y ha todos los cuestionamientos que yo le planteaba, él me respondía machaconamente: «Respecto a eso la Biblia dice…». ¡La Biblia dice, la Biblia dice! Pero, ¿a qué estamos jugando? Definitivamente, cada persona ha recibido su dosis de inteligencia… La Biblia dice, la Biblia dice… ¡Por favor!
viernes, 10 de octubre de 2014
Los fundamentos del amor
Sí, explícamelo, ilumíname, prodúceme la inspiración que necesito para determinar cuál es el juego de la vida. En principio, no tengo ninguna duda en afirmar que está fundada en el amor, pero necesito perfilarlo, delinearlo. Admito que en este juego nos podemos desviar, podemos poner nuestro punto de interés en otros asuntos materiales, e, incluso, morales; podemos ser desviados por la ambición, o por el afán de destacar en una función determinada, incluso los deseos lúdicos nos pueden conducir por distintos derroteros, pero por encima de todo está el auténtico amor, el verdadero. Y conste que de esta argumentación no excluyo al amor sexual, pero creo sin lugar a dudas que es el amor espiritual lo que impera, lo que se impone sobre nosotros. El amor sexual bien interpretado puede ser una consecuencia del amor espiritual (aunque también puede ocurrir que el amor espiritual sea una consecuencia del amor sexual…). Fíjate en mí. Yo, que ahora siento que el sexo no es lo primordial en mi vida, que dicha acción ha pasado a cumplir un papel secundario, ambiguo, que ya no me quita el sueño, siento el amor como nunca lo había sentido antes. Estoy necesitado de ese sentirse amado que procedía de ti, de esa identificación casi plena que teníamos nosotros, de esa comunicación íntima, de esa mirada complaciente tuya, de esa sonrisa que alentaba mi vida, de esa interpretación nuestra de un aria lírica a dos voces, de ese ver crecer a nuestros hijos tomados de la mano. En medio de la lucha por la vida, nos desviamos, nos desatendemos de la pasión amorosa, pero el amor está ahí, presente, alentando mis dones sensibles. Si yo a lo largo de la vida he ido permitiendo que tú me reconozcas y te des a conocer por mí; si siento que me he ido formando gracias a tu proximidad, si hemos ido aceptando y dando forma a nuestra vida mientras nos mirábamos a los ojos, a todo eso no se puede interponer la frivolidad…La verdad es que no puedo dejar de evocar y sentirme trémulo ante los recuerdos; siento, sobre todo, aquellos acontecimientos de la vida que nos involucraron a nosotros. Un día que aquí, en Valencia, no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio medio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia.
Recuerdo también el regreso, al día siguiente, cuando pasamos por el exuberante parque de El Guatopo, con los amarillos intensos de los araguaneyes en flor, los pájaros volando a ras de tierra, delante del coche, los helechos gigantes, más verdes, más asombrosos después de la lluvia, la frondosa vegetación, los luminosos flamboyanes, que tal parecía que estuviéramos cruzando por el paraíso terrenal… Íbamos despacio y nos deteníamos de cuando en cuando para contemplar el paisaje, y yo no me cansaba de admirar tu expresión extasiada, con tus ojos llenos de lágrimas por la intensa emoción que te infundían estas visiones casi sobrenaturales… Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti: tu capacidad para sentir intensamente la vida y la belleza.
lunes, 6 de octubre de 2014
El profundo misterio del amor
¿Por qué ahora, cuando no puedo demostrárselo, siento un amor tan profundo por Angelines, mi mujer fallecida hace catorce años? Hasta podría decirse que lo que percibo hoy se trata de un amor superior, más intenso y más enloquecedor del que sentía en aquellos 40 años que vivimos juntos. Me explicaré: este sentimiento de ahora puede estar refiriéndose a lo que se denomina amor pleno, o sea, el amor en toda su magnitud, un sentimiento que yo detento en este momento, cuando ella ya no se encuentra a mi lado, y que, cosa curiosa, antes no lo advertía a fuerza de tenerlo a mano, como si se tratara de un don preciado y poseído, pero guardado bajo la almohada y que no se advierte su falta hasta que no se dispone sobre quién verterlo. Claro, también pudiera ocurrir que en mi añoranza de aquellos días y la fuerza de aquel amor, no pasara de ser un sentir poético un tanto distorsionado, estimulado o producido por la añoranza, y excesivamente elevado a un nivel irreal o traído por mi imaginación envuelto en exageraciones. O podría tratarse de un amor engendrado según el dictado de mis anhelos. Pero podría asegurar —no sin una leve reserva dictada por mi facultad de razonar— que ella era así, tal y como la recuerdo, o como la siento hoy, y conforme a su manera de ser registrada en mi corazón durante los 40 años que vivimos juntos. Sí, reconozco que mi recuerdo podría estar elaborado o engatusado y espabilado por mis preferencias, y tratarse en parte —solo en parte— de una mujer inventada y construida para excitar mis pretensiones. Podría también tratarse de alguien amoldada en su composición a aquello que sería la mujer perfecta desde los requerimientos de mi condición masculina inculcado al no disponer ahora de ello. Pero no se puede negar que ella era tierna, femenina, calmada, excelente compañera, muy buena amiga y una excelsa amante… Y eso no puede ser inventado porque está grabado con letras de oro en mis registros cerebrales. ¿Qué más se puede pedir? Entre las muchas fotografías que tengo de ella, hay una —la que encabeza este artículo— que fue tomada en Burgos, cuando estábamos en Casa Ojeda comiendo cordero asado, donde se «reflejan claramente los componentes de su personalidad, tanto en el lado espiritual como en el dramático o demostrativo». Ahí se ve palpablemente de lo que hablo, de cuánta era su delicadeza, su forma de sentir el amor, la poesía que transmitía en la sobriedad de sus gestos, en su mirada, en su aparente —solo aparente— pasividad. Por esa razón, esta que padezco ahora es una situación muy curiosa y forma parte extrema del atontamiento que la vida, en sus múltiples misterios, nos tiene preparados a todos los seres. Se da el caso de que, desde que ella murió, he tenido acceso a tres relaciones femeninas y las tres han huido de mi lado debido a que, sin poderlo remediar, les hablaba continuamente de Angelines, de sus actitudes, de su personalidad, de su carácter, de su exquisita condición, con lo que contribuí a que las citadas amigas se sintieran en inferioridad, disminuidas o desplazadas en la comparación y pusieran «pies en polvorosa» (bueno, también podrían haber huido porque les disgustaba mi aliento…). En realidad, es como si se tratase de un conmovedor y angustioso misterio en el que la vida nos envuelve. Es como si el espíritu de ella, además de estar presente en mi corazón a todas horas, ejerciera una influencia, una presión, un poder sobre mi ser desde aquellos confines donde pueda encontrarse. Ayer leía que existe un enlace de la materia con el componente espiritual de los seres, un enlace promovido por la física cuántica donde las partículas son eternas y se comunican entre sí. O sea: no solo son la base de la materia sino también de la vida. Eso me dio qué pensar: ¿Y si sus moléculas cuánticas no hubieran muerto y, transformadas en otra condición física o espiritual, me estuviera esperando en algún lugar ignoto? (¿Quedará muy lejos de aquí el manicomio más cercano?)
viernes, 3 de octubre de 2014
Con la verdad a cuestas
Leía el otro día unas declaraciones de Vargas Llosa donde manifestaba que a él de niño le ocultaron todo. Que, por ejemplo, le hicieron creer que su padre había fallecido cuando, en realidad, se había separado de su mamá. Eso me hizo recordar que a mí, por el contrario, de niño, si bien no se me dieron explicaciones sobre el funcionamiento de la vida, tampoco se me ocultó nada: ni lo relacionado con un situación adversa por la que estábamos pasando: como la guerra, o la huída de mi padre, o las «lecciones» aprendidas durante los tres años pasados en el Crucero de Montija al terminar la guerra, o sea, desde los tres años hasta los diez a mí no sé me disimuló ningún hecho relacionado con nuestra vida. Claro, a todos los actos adversos siempre se anteponía (¡¡cuidado!!) el castigo del Infierno. Y eso hacía que uno se sintiera continuamente amenazado. Pero, no sé si es que yo sería un niño muy listo que lo advertía todo… De la guerra tengo escenas muy claras, precisas, donde no faltan las punzadas del hambre, los necesitados que pululaban por las calles de Madrid, la escasez de protección personal, o las peleas de mujeres en las colas de abasto, donde se agarraban en peleas físicas, se insultaban y se levantaban las faldas unas a otras para enseñar públicamente la entrepierna. Vivíamos en Ríos Rosas, casi esquina a Bravo Murillo, donde la guerra era un poco más cruda; desde allí veíamos a los aviones del otro bando cuando lanzaban sacos con comida para los hambrientos madrileños. Enfrente de nuestro edificio había un cuartel que antes había sido colegio de monjas, y fue ocupado por milicianos (¡monjas y niñas a la calle, violentamente!) y convertido en cuartel. Estos soldados siempre estaban en gresca, peleándose entre ellos o contra la gente de otras facciones si es que alguno osaba acercarse por allí. A la hora del almuerzo, frente al portón que daba entrada al cuartel, se reunía una cantidad de personas necesitadas para que les dieran lo que sobrara de la comida (por lo general, lentejas llenas de bichos). Esto suscitaba muchas peleas sobre todo cuando alguien no respetaba la fila (a veces las sobras no alcanzaban para todos los de la cola, sino solo para los primeros, entonces siempre había algunos que trataban de colarse). Recuerdo también con mucha claridad el momento que mi madre recibió la carta de separación de mi padre diciendo que salía para el exilio y que había decidido separarse de ella, que en su vida había otra mujer (Mada), o sea: separarse de ella definitivamente. Veo a mi madre sentada en un sillón de la sala con el codo derecho apoyado sobre el brazo de la butaca y la mano sobre su frente, con la carta donde mi padre comunicaba la noticia sostenida en su mano izquierda, lánguidamente caída sobre sus rodillas, y llorando con amargura, mientras Florencia, nuestra chacha, hacía lo posible por consolarla, y mis dos hermanas y yo contemplábamos la escena desde la puerta de la sala tristes y compungidos, sin saber qué pensar. Mi madre nos advirtió que no contáramos nada a los otros niños con los que nos relacionábamos, que lo mantuviéramos en secreto. Aunque no sé por qué. Esto ocurría a finales del 1938, cinco meses antes de que acabara la guerra. Y cuando acabó, nos llevaron al Crucero, el pueblo de mis abuelos. Y, la verdad, no sé qué fue peor: si la guerra o los tres años del Crucero donde todo eran acusaciones y pobreza de sentimientos. Además, teníamos la mala fama de ser unos niños que provenían del bando «rojo», y algo se nos habría pegado. Pero, bueno: ¡este es el signo de los españoles a perpetuidad!
Leía el otro día unas declaraciones de Vargas Llosa donde manifestaba que a él de niño le ocultaron todo. Que, por ejemplo, le hicieron creer que su padre había fallecido cuando, en realidad, se había separado de su mamá. Eso me hizo recordar que a mí, por el contrario, de niño, si bien no se me dieron explicaciones sobre el funcionamiento de la vida, tampoco se me ocultó nada: ni lo relacionado con un situación adversa por la que estábamos pasando: como la guerra, o la huída de mi padre, o las «lecciones» aprendidas durante los tres años pasados en el Crucero de Montija al terminar la guerra, o sea, desde los tres años hasta los diez a mí no sé me disimuló ningún hecho relacionado con nuestra vida. Claro, a todos los actos adversos siempre se anteponía (¡¡cuidado!!) el castigo del Infierno. Y eso hacía que uno se sintiera continuamente amenazado. Pero, no sé si es que yo sería un niño muy listo que lo advertía todo… De la guerra tengo escenas muy claras, precisas, donde no faltan las punzadas del hambre, los necesitados que pululaban por las calles de Madrid, la escasez de protección personal, o las peleas de mujeres en las colas de abasto, donde se agarraban en peleas físicas, se insultaban y se levantaban las faldas unas a otras para enseñar públicamente la entrepierna. Vivíamos en Ríos Rosas, casi esquina a Bravo Murillo, donde la guerra era un poco más cruda; desde allí veíamos a los aviones del otro bando cuando lanzaban sacos con comida para los hambrientos madrileños. Enfrente de nuestro edificio había un cuartel que antes había sido colegio de monjas, y fue ocupado por milicianos (¡monjas y niñas a la calle, violentamente!) y convertido en cuartel. Estos soldados siempre estaban en gresca, peleándose entre ellos o contra la gente de otras facciones si es que alguno osaba acercarse por allí. A la hora del almuerzo, frente al portón que daba entrada al cuartel, se reunía una cantidad de personas necesitadas para que les dieran lo que sobrara de la comida (por lo general, lentejas llenas de bichos). Esto suscitaba muchas peleas sobre todo cuando alguien no respetaba la fila (a veces las sobras no alcanzaban para todos los de la cola, sino solo para los primeros, entonces siempre había algunos que trataban de colarse). Recuerdo también con mucha claridad el momento que mi madre recibió la carta de separación de mi padre diciendo que salía para el exilio y que había decidido separarse de ella, que en su vida había otra mujer (Mada), o sea: separarse de ella definitivamente. Veo a mi madre sentada en un sillón de la sala con el codo derecho apoyado sobre el brazo de la butaca y la mano sobre su frente, con la carta donde mi padre comunicaba la noticia sostenida en su mano izquierda, lánguidamente caída sobre sus rodillas, y llorando con amargura, mientras Florencia, nuestra chacha, hacía lo posible por consolarla, y mis dos hermanas y yo contemplábamos la escena desde la puerta de la sala tristes y compungidos, sin saber qué pensar. Mi madre nos advirtió que no contáramos nada a los otros niños con los que nos relacionábamos, que lo mantuviéramos en secreto. Aunque no sé por qué. Esto ocurría a finales del 1938, cinco meses antes de que acabara la guerra. Y cuando acabó, nos llevaron al Crucero, el pueblo de mis abuelos. Y, la verdad, no sé qué fue peor: si la guerra o los tres años del Crucero donde todo eran acusaciones y pobreza de sentimientos. Además, teníamos la mala fama de ser unos niños que provenían del bando «rojo», y algo se nos habría pegado. Pero, bueno: ¡este es el signo de los españoles a perpetuidad!
lunes, 29 de septiembre de 2014
A vueltas con Mada 2
Pero Mada no significó para mí solamente el papel de «directora laboral» o de «encargada de la oficina de empleo», dado que ella fue la que me convirtió en periodista, traspasándome su experiencia y con sus sabios consejos, con su dirección intelectual, con la corrección de mis originales y su colocación en diferentes periódicos mexicanos. Una vez en México, Mada me propuso que, mientras me hacía un nombre como escritor, entrara a trabajar en una editorial aunque solo fuese por medio tiempo con el fin de generar algunos ingresos inmediatos, cosa que hice y que, a la larga, se convirtió en mi profesión para el resto de mi vida, tanto por cuenta propia (cuando creé una empresa) o por cuenta ajena (cuando fracasé como empresario), relegando el trabajo de periodista a una una actividad temporal o a una especie de pasatiempo… Ella fue también la que eliminó o intentó eliminar de mi corazón la mala conciencia que había almacenado contra mi padre, pintándolo como un ser sensible, cariñoso, y buen «amante de sus hijos» (claro, esta afirmación habría que comprobarla en otro terreno…) y contándome algunos detalles suyos que solo me producían lástima dado que veo a mi padre como un ser pasado de moda, débil de carácter y fracasado como escritor por culpa de sus numerosos complejos. Mada fue la que me ayudó a despojarme de mi sensación de hijo abandonado y a estar consciente de mi propia valía (a veces me decía con su voz muy femenina al mismo tiempo que profunda: «¡Tú eres más buen mozo que tu padre, y escribes mejor que él y no has pasado por sus mismas tragedias!»). Ella, cuando se fue al exilio acompañada de mi progenitor, tenía 20 años (y yo 6) y con eso y los trastornos propios de la guerra justificaba su falta de sensibilidad hacia los problemas familiares que, aunque fuera indirectamente, estaba creando. Trabajaba como periodista en el periódico La verdad (el mismo órgano donde mi padre era jefe de redacción), estaba aprendiendo ballet y comenzaba a tener cierto éxito como poeta (de ahí su admiración por mi padre que entonces estaba en su mayor apogeo). Durante nuestros numerosos encuentros en los primeros cinco años que vivimos en México, en muchas ocasiones me pidió disculpas por «haber raptado» a mi progenitor. Y consideraba que ayudarme a mí era una especie de compromiso moral ineludible. Llegó un momento que Angelines comenzó a tener celos de esa dependencia mía de otra mujer por muy madre putativa que fuera…
jueves, 25 de septiembre de 2014
A vueltas con Mada
Hoy, mientras ojeaba un libro bajado de Internet (¿Cómo percibimos la realidad?, de la autora mexicana Miriam Leticia Ruvalcaba), vi que se citaba a Mada Carreño, la segunda esposa de mi padre y mi, digamos, «segunda mamá». La cita consistía en unas palabras de esta autora extraídas de su libro Los diablos sueltos, donde se dice: «Las palabras tienen fuerza mágica, pero todo es relativo. Si no se apoyan en un mínimo de verdad acaban por perder su virtud». Pero no fueron estas palabras en sí lo que llamó mi atención, porque de Mada conozco muchas expresiones y hasta tengo en mi poder un libro suyo con sus frases más profundas, sino que fue la propia figura de ella la que vino a mi mente: fue cuando me puse a pensar de nuevo en el significado tan hondo que esta mujer tuvo en mi vida, y el que pudo haber tenido si yo hubiera decidido seguir escuchándola, pidiéndole consejo, exponiéndole mis planes; pero decidí interrumpir nuestras conversaciones porque para mí acabaron significando demasiado: llegó un momento que no podía moverme ni hacer nada importante sin consultarlo con ella. Fue como un vicio. Mada forma parte de esos personajes significativos que se cruzan en la vida de uno, e influyen poderosamente en tu historia, y moldean tu personalidad y te incitan a tener un concepto diferente de la vida. Y si son escritores, te conviertes en un personaje de ellos, de sus historias, de sus dichos, de sus anécdotas. Son esos seres que aparecen y desaparecen de tu vida como por ensalmo, pero que siempre te dejan huella. Mada, como hace unos pocos días aseguraba, fue una de las tres mujeres que mayor importancia tuvo en mi vida: Angeline, mi mujer, por encima de todo y como una referencia muy superior a las demás; Astrid, que me hizo pensar en aquello tan poético de que «la vida empieza ahora», y Mada, quien pudo ser la que mayor trascendencia dejó en mis conceptos filosóficos, en mis inquietudes, en mis interpretaciones sacramentales, en mis vivencias.
Cuando Angeline y yo llegamos a México, ella nos recibió, nos esperó en el puerto de Veracruz. Hicimos el viaje hasta la ciudad de México en el auto de ella y nos trasladó directamente al apartamento amueblado que había alquilado para nosotros en la calle Xochicalco, de la colonia Narvarte. Después, con mucha suavidad, con su voz cantarina, sensata, y algo autoritaria, con la inteligencia propia de un ser excepcional, tomó las riendas de mí… En principio lo hizo como una responsabilidad histórica (se sentía responsable por haberme privado de mi padre), pero después derivó hacia el tema de un autor y su personaje. Cinco años después Angeline y yo nos trasladamos a Venezuela y estuvimos una larga temporada sin vernos. Yo me «fugaba» a este país respaldado por un buen contrato, pero la razón principal de mi escapada, era que no quería estar dependiendo moralmente de Mada. Como joven que era, quería ser el responsable de mi destino, decidirlo yo… Y puede que me equivocara, porque unir otro cerebro al mío (y más si se trataba de un cerebro como el de Mada) podría haber dado grandes resultados…
domingo, 21 de septiembre de 2014
En tu aniversario
De todos modos, mi encuentro con Angeline y la presencia de ella en mi vida, fue algo así como la gran retribución que me proporcionó el Destino. Significó para mí un gran premio, una concesión excepcional: me sirvió para asentarme, para tener una nueva interpretación de la vida y renovar mis sentimientos, para sentirme amado por encima de todo, y para saber lo que es el amor: eso sobre todo. Y afirmo tal cosa sin un ápice de romanticismo ni literatura «rosa». ¿Qué puedo decir de una mujer que se unió a mí, que lo dejó todo (una vida próspera y convencional, sin problemas filosóficos ni complicaciones metafísicas) para seguirme, para vivir su vida con un hombre como yo, un tanto inestable, muy quimérico y bastante aventurero? Y que se dedicó a cuidarme, a enseñarme otros caminos, a deleitarme, a acompañarme siempre, a darme su perdón, y trazar su vida a mi lado con esmero, sin echarme nunca nada en cara, con sensata pasión, con un amor superlativo, exclusivo, por encima de todo, que no admitía discusiones ni objeciones externas. Su presencia a mi lado, ¿hasta qué grado compuso mi vida, la formalizó, la dio cuerpo, la realizó, la declaró competente desde el punto de vista moral? Me acostumbré a Angeline de tal manera que ahora, cuando ella me falta, no sé vivir sin ella y la añoro constantemente. Es ella misma, su espíritu sobre mí, quien me impone un esfuerzo para vivir y su presencia en mi corazón o en mi alma o en mí es lo que me sostiene. Yo nunca supuse la trascendencia que podría tener en mi vida, el significado que representaría para mí. Las fotografías que poseo de ella son mi mayor tesoro, y aunque no las separo de mí y las tengo siempre enfrente, las miro a todas horas y, además de embelesarme, todos los días me parecen nuevas. La veo sonreír, con esa sonrisa tan bella que era una de sus características. Me mira con esa mirada suya que aprobaba y nunca me pedía explicaciones, que me daba calma, me bajaba a la tierra o me elevaba a la Luna, según, y que me invitaba sin palabras a aceptar la vida como era. ¡Qué misterio hay en todo esto! ¡Qué misterio tan grande encierra nuestra relación! Primero está el asunto de aquella fotografía de ella que estuvo en mi poder un año antes de conocerla y que cayó en mis manos sin una razón lógica, ni supe que la tenía hasta después de conocerla. Segundo, que yo era de los que decía que de novia nada, que eso ocurriría después de que cumpliera cuarenta años; que no quería complicarme la vida ni echarme encima responsabilidades. Tercero, que ella, siendo bonita y con agradable personalidad, no era mi mujer ideal, mi tipo, mi mujer soñada (tal vez, siendo yo como era, mi tipo de mujer era una más frívola, menos de familia, más alocada, más de cine). Incluso, yo no me creía capaz de albergar un sentimiento como el que ella me produce, incluso o sobre todo ahora, después de muerta. Ahora, cuando no sé qué creer, ella está conmigo permanentemente. La he resucitado para mí, para vivir por ella, y para que ella siga viviendo en mí. (Aproveché que era el cumpleaños de Angeline para dedicarla este blog.)
De todos modos, mi encuentro con Angeline y la presencia de ella en mi vida, fue algo así como la gran retribución que me proporcionó el Destino. Significó para mí un gran premio, una concesión excepcional: me sirvió para asentarme, para tener una nueva interpretación de la vida y renovar mis sentimientos, para sentirme amado por encima de todo, y para saber lo que es el amor: eso sobre todo. Y afirmo tal cosa sin un ápice de romanticismo ni literatura «rosa». ¿Qué puedo decir de una mujer que se unió a mí, que lo dejó todo (una vida próspera y convencional, sin problemas filosóficos ni complicaciones metafísicas) para seguirme, para vivir su vida con un hombre como yo, un tanto inestable, muy quimérico y bastante aventurero? Y que se dedicó a cuidarme, a enseñarme otros caminos, a deleitarme, a acompañarme siempre, a darme su perdón, y trazar su vida a mi lado con esmero, sin echarme nunca nada en cara, con sensata pasión, con un amor superlativo, exclusivo, por encima de todo, que no admitía discusiones ni objeciones externas. Su presencia a mi lado, ¿hasta qué grado compuso mi vida, la formalizó, la dio cuerpo, la realizó, la declaró competente desde el punto de vista moral? Me acostumbré a Angeline de tal manera que ahora, cuando ella me falta, no sé vivir sin ella y la añoro constantemente. Es ella misma, su espíritu sobre mí, quien me impone un esfuerzo para vivir y su presencia en mi corazón o en mi alma o en mí es lo que me sostiene. Yo nunca supuse la trascendencia que podría tener en mi vida, el significado que representaría para mí. Las fotografías que poseo de ella son mi mayor tesoro, y aunque no las separo de mí y las tengo siempre enfrente, las miro a todas horas y, además de embelesarme, todos los días me parecen nuevas. La veo sonreír, con esa sonrisa tan bella que era una de sus características. Me mira con esa mirada suya que aprobaba y nunca me pedía explicaciones, que me daba calma, me bajaba a la tierra o me elevaba a la Luna, según, y que me invitaba sin palabras a aceptar la vida como era. ¡Qué misterio hay en todo esto! ¡Qué misterio tan grande encierra nuestra relación! Primero está el asunto de aquella fotografía de ella que estuvo en mi poder un año antes de conocerla y que cayó en mis manos sin una razón lógica, ni supe que la tenía hasta después de conocerla. Segundo, que yo era de los que decía que de novia nada, que eso ocurriría después de que cumpliera cuarenta años; que no quería complicarme la vida ni echarme encima responsabilidades. Tercero, que ella, siendo bonita y con agradable personalidad, no era mi mujer ideal, mi tipo, mi mujer soñada (tal vez, siendo yo como era, mi tipo de mujer era una más frívola, menos de familia, más alocada, más de cine). Incluso, yo no me creía capaz de albergar un sentimiento como el que ella me produce, incluso o sobre todo ahora, después de muerta. Ahora, cuando no sé qué creer, ella está conmigo permanentemente. La he resucitado para mí, para vivir por ella, y para que ella siga viviendo en mí. (Aproveché que era el cumpleaños de Angeline para dedicarla este blog.)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)