Con la verdad a cuestas
Leía el otro día unas declaraciones de Vargas Llosa donde manifestaba que a él de niño le ocultaron todo. Que, por ejemplo, le hicieron creer que su padre había fallecido cuando, en realidad, se había separado de su mamá. Eso me hizo recordar que a mí, por el contrario, de niño, si bien no se me dieron explicaciones sobre el funcionamiento de la vida, tampoco se me ocultó nada: ni lo relacionado con un situación adversa por la que estábamos pasando: como la guerra, o la huída de mi padre, o las «lecciones» aprendidas durante los tres años pasados en el Crucero de Montija al terminar la guerra, o sea, desde los tres años hasta los diez a mí no sé me disimuló ningún hecho relacionado con nuestra vida. Claro, a todos los actos adversos siempre se anteponía (¡¡cuidado!!) el castigo del Infierno. Y eso hacía que uno se sintiera continuamente amenazado. Pero, no sé si es que yo sería un niño muy listo que lo advertía todo… De la guerra tengo escenas muy claras, precisas, donde no faltan las punzadas del hambre, los necesitados que pululaban por las calles de Madrid, la escasez de protección personal, o las peleas de mujeres en las colas de abasto, donde se agarraban en peleas físicas, se insultaban y se levantaban las faldas unas a otras para enseñar públicamente la entrepierna. Vivíamos en Ríos Rosas, casi esquina a Bravo Murillo, donde la guerra era un poco más cruda; desde allí veíamos a los aviones del otro bando cuando lanzaban sacos con comida para los hambrientos madrileños. Enfrente de nuestro edificio había un cuartel que antes había sido colegio de monjas, y fue ocupado por milicianos (¡monjas y niñas a la calle, violentamente!) y convertido en cuartel. Estos soldados siempre estaban en gresca, peleándose entre ellos o contra la gente de otras facciones si es que alguno osaba acercarse por allí. A la hora del almuerzo, frente al portón que daba entrada al cuartel, se reunía una cantidad de personas necesitadas para que les dieran lo que sobrara de la comida (por lo general, lentejas llenas de bichos). Esto suscitaba muchas peleas sobre todo cuando alguien no respetaba la fila (a veces las sobras no alcanzaban para todos los de la cola, sino solo para los primeros, entonces siempre había algunos que trataban de colarse). Recuerdo también con mucha claridad el momento que mi madre recibió la carta de separación de mi padre diciendo que salía para el exilio y que había decidido separarse de ella, que en su vida había otra mujer (Mada), o sea: separarse de ella definitivamente. Veo a mi madre sentada en un sillón de la sala con el codo derecho apoyado sobre el brazo de la butaca y la mano sobre su frente, con la carta donde mi padre comunicaba la noticia sostenida en su mano izquierda, lánguidamente caída sobre sus rodillas, y llorando con amargura, mientras Florencia, nuestra chacha, hacía lo posible por consolarla, y mis dos hermanas y yo contemplábamos la escena desde la puerta de la sala tristes y compungidos, sin saber qué pensar. Mi madre nos advirtió que no contáramos nada a los otros niños con los que nos relacionábamos, que lo mantuviéramos en secreto. Aunque no sé por qué. Esto ocurría a finales del 1938, cinco meses antes de que acabara la guerra. Y cuando acabó, nos llevaron al Crucero, el pueblo de mis abuelos. Y, la verdad, no sé qué fue peor: si la guerra o los tres años del Crucero donde todo eran acusaciones y pobreza de sentimientos. Además, teníamos la mala fama de ser unos niños que provenían del bando «rojo», y algo se nos habría pegado. Pero, bueno: ¡este es el signo de los españoles a perpetuidad!
viernes, 3 de octubre de 2014
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