viernes, 10 de octubre de 2014


Los fundamentos del amor
Sí, explícamelo, ilumíname, prodúceme la inspiración que necesito para determinar cuál es el juego de la vida. En principio, no tengo ninguna duda en afirmar que está fundada en el amor, pero necesito perfilarlo, delinearlo. Admito que en este juego nos podemos desviar, podemos poner nuestro punto de interés en otros asuntos materiales, e, incluso, morales; podemos ser desviados por la ambición, o por el afán de destacar en una función determinada, incluso los deseos lúdicos nos pueden conducir por distintos derroteros, pero por encima de todo está el auténtico amor, el verdadero. Y conste que de esta argumentación no excluyo al amor sexual, pero creo sin lugar a dudas que es el amor espiritual lo que impera, lo que se impone sobre nosotros. El amor sexual bien interpretado puede ser una consecuencia del amor espiritual (aunque también puede ocurrir que el amor espiritual sea una consecuencia del amor sexual…). Fíjate en mí. Yo, que ahora siento que el sexo no es lo primordial en mi vida, que dicha acción ha pasado a cumplir un papel secundario, ambiguo, que ya no me quita el sueño, siento el amor como nunca lo había sentido antes. Estoy necesitado de ese sentirse amado que procedía de ti, de esa identificación casi plena que teníamos nosotros, de esa comunicación íntima, de esa mirada complaciente tuya, de esa sonrisa que alentaba mi vida, de esa interpretación nuestra de un aria lírica a dos voces, de ese ver crecer a nuestros hijos tomados de la mano. En medio de la lucha por la vida, nos desviamos, nos desatendemos de la pasión amorosa, pero el amor está ahí, presente, alentando mis dones sensibles. Si yo a lo largo de la vida he ido permitiendo que tú me reconozcas y te des a conocer por mí; si siento que me he ido formando gracias a tu proximidad, si hemos ido aceptando y dando forma a nuestra vida mientras nos mirábamos a los ojos, a todo eso no se puede interponer la frivolidad…
La verdad es que no puedo dejar de evocar y sentirme trémulo ante los recuerdos; siento, sobre todo, aquellos acontecimientos de la vida que nos involucraron a nosotros. Un día que aquí, en Valencia, no paró de llover durante toda la noche, y anunciaban en los noticiarios posibles inundaciones, me vino a la memoria aquella vez que fuimos a El Sombrero, a unos 200 kilómetros de Caracas, y un diluvio medio inundó la ciudad, de tal manera que nos vimos obligados a meternos en un hotel y permanecer en aquel apartado rincón, con la inseguridad y la consiguiente preocupación por parte mía de si sería sólo por una noche o tendríamos que quedarnos más tiempo. Pero, en aquellos momentos de tragedia, mi desesperación se encontró con tu sonrisa, con tu confianza y tu serenidad, y me calmé. Siempre eras así: en los momentos difíciles te crecías y confiabas en Dios, en ese Dios nunca puesto en duda por ti. Aquella vez no sólo lograste que me calmara, sino que supiste convertir el problema en una experiencia memorable hasta el punto que quedó grabado en mi como uno de los momentos más cautivadores de nuestra historia. 
Recuerdo también el regreso, al día siguiente, cuando pasamos por el exuberante parque de El Guatopo, con los amarillos intensos de los araguaneyes en flor, los pájaros volando a ras de tierra, delante del coche, los helechos gigantes, más verdes, más asombrosos después de la lluvia, la frondosa vegetación, los luminosos flamboyanes, que tal parecía que estuviéramos cruzando por el paraíso terrenal… Íbamos despacio y nos deteníamos de cuando en cuando para contemplar el paisaje, y yo no me cansaba de admirar tu expresión extasiada, con tus ojos llenos de lágrimas por la intensa emoción que te infundían estas visiones casi sobrenaturales… Esa era una de las cosas que más me gustaban de ti: tu capacidad para sentir intensamente la vida y la belleza.

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