viernes, 5 de diciembre de 2014

Misterios…
Es impepinable que por más que pensemos, por más que investiguemos, por más que nos rompamos la cabeza, nunca descubriremos el procedimiento y la causa de nuestra presencia en el mundo, ni sabremos cuál es la esencia de la vida; nunca sabremos si existe un Dios «a nuestra imagen y semejanza», o se trata de un ser cuya apariencia no tenemos ni la más remota idea de cómo es. Claro, también podría ocurrir que no existiera nadie, aunque eso lo dudo. Pero, en cualquier caso, tampoco sabremos nunca para qué somos necesarios, o para qué nos necesitaría ese Dios ni con qué fin nos ha creado. La vida toda es un enorme misterio y todo está hecho de forma que nos sea imposible penetrar en ella. Solo hay una verdad: se nos ha impuesto, se nos han dado las herramientas para que procreemos, para traer seres al mundo, y unos sentimientos prodigiosos para que cuidemos a nuestros hijos y los ayudemos a crecer. Y a la Naturaleza, supuestamente creada por ese supuesto Dios, le han sido dados todos los elementos, todos los poderes para que cuide de nosotros y nos mantenga en la condición física apropiada, tanto biológica como química y con el conocimiento en un cerebro que descubre, inventa y establece los objetivos necesarios, así como la producción de alimentos. No hay duda de que dentro de todo este enjambre de condiciones, existen aberraciones y desequilibrios, pero, en general, el mundo funciona y progresa —evoluciona— gracias a la mente humana y a pesar de nuestro aparente desquicio.
Está, por otra parte, el lado espiritual, el no físico, el que asume los mitos y trata de penetrar en los misterios; el ser que ora, el que cree, el que implora a su Dios, el que se consuela pensando que detrás de él existe una fuerza creadora, protectora y bienhechora que lo ayudan a crecer, a vivir, a pensar, a organizar su vida. Yo, me cuesta confesarlo, dentro de esa barricada que sitúo frente al mito, frente a todo aquello que no es refrendado por la razón, tengo mis momentos débiles. Hace unos días, una persona sencilla se cruzó conmigo me animó a orar, a que hablara con Dios. Y cuando le dije que yo no creía, el me dijo que eso no importaba, que hablara con Dios aunque no creyera en él. Y, un poco a pesar mío, así lo hice: abrí mi ventana y, mirando hacia el espacio, puse mis cinco sentidos en comunicarme con ese Dios «recomendado», y el efecto fue sorprendente: al rato sentí una calma espiritual, un reposo interior, un amor a la vida y a las cosas, a mis semejantes, sentí más cerca de mí a Angeline, mi mujer, mi otra diosa, y sentí una gran confianza y admiración por la vida… Claro, se puede decir que fue el efecto psicológico, el subconsciente, el deseo de que ese misticismo afectivo me ocurriera y me transportara, pero ahí reside el misterio: ¿Quién me ha dado esos poderes, esa constitución psicológica, ese deseo y ese poder de introducirme en un mundo aparentemente cerrado para mí? No he repetido el acto porque me produce un poco de miedo que el momento mágico no se repita y concluya con toda la dulzura que todavía me queda, pero, lo tengo que confesar: desde ese día no estoy tan cerrado a las creencias místicas.

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