De cualquier manera, si el mundo, el universo, o sea, el orbe, ese que a veces nos amedrenta con ensañamiento, es producto de un proceso aleatorio y los seres humanos, animales y vegetales no tenemos ningún significado, es decir, no pintamos nada en él y estamos aquí de casualidad, así porque sí, sin destino alguno, en ese caso no hay nada que pensar ni nada que decidir acerca de nosotros, de nuestro fin y nuestras estructura, ni de nuestra composición espiritual. No tenemos por qué admirarnos de nosotros mismos. Esto es así y seguirá siendo así por los siglos de los siglos. Sí, ya sé que ahora vivimos más tiempo que antes, somos más refinados y más exigentes, pero nos vamos sintiendo cada vez más desamparados al imponerse la teoría de que no somos nada y que todo se debe a la combinación de unas casualidades biológicas y físicas (y si no, que se lo pregunten al biólogo Richard Dawkins, que de este asunto sabe mucho y se ha enriquecido publicando libros que niegan a Dios —tal vez sea ese su único objetivo), y todo pensamiento al respecto sale sobrando: estamos tratando de interpretar lo que no es interpretable ya que todo se hizo por sí solo y carece de un fin y un destino. Y por otro lado, si hemos sido creados por un ser superior, la cosa no cambia mucho: él puede tener sus fines que, por la razón que sea, decidió no comunicarnos, debido a que dichos planes han de ser universales y cumplen una función diferente de la que creemos; algo inamovible, física o espiritualmente, con un fin determinado, del cual solo somos una minúscula parte, y, en ese caso, no existe una razón para que nos pasemos la vida dudando entre si somos espíritus o somos materia y cual puede ser nuestro destino. Ante esta segunda posibilidad (que es de la que yo estoy más cerca) creo, por mi parte, que ciencias como psicoanálisis, antropología, filosofía, metafísica, sociología, están sobrando. ¿De qué nos sirven si no nos aseguran ni nos descubren nada? ¿Adónde nos lleva tanta verbosidad perdida en el espacio? Sí, ya se que forman parte de la cultura, de la cultura occidental, y del conocimiento humano, y que están entroncadas con el progreso, pero, repito, ¿a dónde nos lleva una cantidad tan enorme de teorías? ¿Resuelven nuestros cuestionamientos sobre Dios? ¿Nos descubren el misterio del universo y la razón de nuestra presencia en él? ¿Hacen que a un loco se convierta en un ser «normal»? ¿Nos señalan unos principios de vida, unas normas, una condición espiritual, un comportamiento, una ética, una actitud con un fin evolutivo y el ensalzamiento del yo? En mis bibliotecas digital y física reposan unos cuantos libros de filosofía que contienen parte de lo que dijo Sócrates, Platón, Epicuro, Kant, Nietzsche, Kierkegaard, Heidegger, Sartre, Foucault, y otros filósofos de distintas tendencias, y casi nadie coincide. Y si no hay un acuerdo general sobre las formas y las finalidades, es una clara señal de la confusión que se padece, de que estamos viviendo aún en la bíblica Torre de Babel y no sabemos hacia dónde mirar ni a qué clavo agarrarnos. Eso que la mayoría de los pensadores citados expusieron sus teorías en otros tiempos, cuando no existían lo medios de comunicación de hoy y la mayoría de la gente era analfabeta, y se creían todas las fábulas y mitos que le contaban con el fin de coaccionarlo, de hacerlo vivir en un temor continuo. Y eso no es nada si lo comparamos con el desorden ideológico de hoy día, hasta el punto que actualmente es muy complicado creer en Dios, ya que tantas teorías nos han llevado a una descomposición de las ideas. Tal vez sea ese el peor mal de la cultura: que nos ha metido en la cabeza un interminable rosario de teorías y posibilidades, de creencias encontradas, de negaciones y afirmaciones, en muchos casos, de estupideces. Pero también puede ser peor no creer en nada, porque la falta de creencia aumenta nuestra soledad y nos hace considerar que la vida es algo sin sentido, fútil.
domingo, 9 de noviembre de 2014
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