martes, 2 de diciembre de 2014

Una humanidad diversa
La mayoría de la gente hace las cosas a la fuerza, sin disfrutarlas, sin sentirlas ni gozarse del trabajo bien hecho; es como si actuara a la fuerza o de forma mecánica. Creo que es interesante y útil la misión, por ejemplo, de los científicos, la de los maestros, las de algunos médicos (los que obran fundamentalmente con un sentimiento humanitario o como una acción moral, no los que atienden a sus pacientes solamente por dinero), o de los escritores, si acaso, y no porque yo me considere un miembro de sus filas, sino porque, en muchos casos, ellos tocan las fibras sensibles o despiertan sentimientos o normas que permanecían estancadas. Pero si nos fijamos en la mayoría de las personas, vemos que hacen las cosas sin pasión, o porque, casualmente, se ven envueltas en un hacer, o porque no tienen otro remedio para ganarse la vida, o porque no tienen cultura, o porque tratan de abstraerse y evitan dar sentido de la vida. Solo por eso. No hay duda de que este mundo en muchos aspectos es pintoresco. Existen infinidad de actitudes impuestas por gente mediocre o por gente deshonesta, o por gente sin principios, o por gente corta de inteligencia, o por ese tipo clásico del aplaudidor que bate palmas sin ton ni son o cuando un cartel le dice «aplausos». ¿Dónde se han quedado los principios, hoy? ¿Adónde han ido a parar? La mayor parte de las cosas no se hacen para obtener un resultado eficaz o valioso, sino para presumir de algo fútil o para llenar el tiempo o producir envidias, o para dar la impresión de que uno está en todo. Hoy abunda las películas o las series de televisión catastróficas, pero a mí solo me gustan las películas que me emocionan, que me producen sentimientos gratos. Las películas donde la gente se ama, las que exponen una buena relación entre padres e hijos. En la historia universal, la mayoría de las culturas han desaparecido por ablandar excesivamente las reglas, por desbocar en los placeres de la libido olvidándose de las exigencias del espíritu. Estoy leyendo un libro sobre la decadencia y caída del Imperio Romano, y en ese desmoronamiento —que duró más de un siglo— se ve claramente que la causa principal fue la descomposición moral, la pérdida de valores, el hecho de tener cada día la «manga más ancha». Y no es que yo sea un gazmoño, pero reconozco que tiene que haber unas reglas, unos preceptos en un mundo como éste, muy dispuesto a desmandarse. Los seres humanos somos así: según nos vamos otorgando permisos, quitándole hierro a las cosas, pensando que todo está permitido, esa permisividad se va convirtiendo en un vicio destructivo. Tal vez en una cultura muy civilizada, con gente madura y conocedora de su misión, esa contemporización sea lógica y posible, pero en un mundo tan desigual como este, con personas de tantos niveles culturales y económicos, donde existen unas inteligencias tan disímiles, no se puede abrir tanto la mano. Y si no que se lo digan a ese pobre individuo que ha muerto en una trifulca de esos pervertidos grupos llamados «Frentes», unos partidarios del Depor y otros partidarios del Atlético. ¿Habrá una forma más estúpida de morir? Desde luego, cuando los hijos de este individuo lo recuerden mañana no podrán decir: «Mi padre murió por una causa justa» (bueno, suponiendo que haya «causas justas» por las que merece la pena morir…) El caso de este pobre señor y el de los que lo acompañaban no puede resultar más grotesco y deprimente, especialmente si se piensa que uno pertenece al mismo género de ellos, a la misma raza humana…

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