Saber mirar y ver
Hay veces en la vida que, sin que sepa muy bien por qué, reparo en ella y me sorprende: es cuando la siento como un don, como un privilegio, como una suerte de ser yo uno de los elegidos, uno de los señalados como apto para vivir, para sentir, para ser poseedor de un cerebro, de un corazón, de un alma y, sobre todo, me conmueve haber poseído la oportunidad de amar, de sentirme profundamente amado por una mujer, y haber tenido la dicha de procrear, de traer descendientes al mundo, de hacerme perpetuo gracias a la transmisión de mis genes. Y en ese momento de pasión por la vida, dejo de gruñir, dejo de maldecir y de lamentar, dejo de criticar a mi vecino y me convierto en un ser amable, el más tierno de la tierra. Es, también, cuando me comporto como un ser humano, como creo que debe de ser una criatura, socialmente pura, consciente y civilizada, es decir, en un individuo amable, comprensivo y transigente. Cuanto más mayor me voy haciendo, más advierto la necesidad de acceder a lo que llamo «una vida consciente y verídica», y me dispongo a vivirla con ahínco, con ilusión, con apego, y me avengo a lo que representa la «autenticidad», la preocupación social y fervorosa (no fervorosa en el sentido de fervor religioso, sino en el entusiasmo y la vehemencia). Tengo una especie de fijación teórica relacionada con lo que debía de ser la configuración de un mundo habitado por gente civilizada, por gente consciente de lo que es y lo que le debe a la vida y lo que la vida representa. «¡Mira a tu alrededor!», me digo: «¿No sientes tus pálpitos emocionado de ser uno de los privilegiados para contemplar ese mar, ese cielo, esos árboles, ese mundo que gira a tu alrededor? ¿No te sientes dichoso de haber sido invitado a este circo, a esta función, a este centro de amor colmado de poesía, música y belleza, y con libertad tanto para exponer tus quejas como para regocijarte de vivir?
Unas de las características que nos convierte en seres superiores es el don de sentir, de advertir lo que existe a nuestro alrededor, de darnos cuenta de cuales son nuestras funciones, el deber que tenemos de escuchar a quienes nos hablan y nos proponen, y de la responsabilidad que tenemos ante la vida. Amar es un sentimiento excelso y profundo; llorar es un sentimiento de piedad o de dolor (a veces ese dolor significa felicidad); oír música, ver deporte, alegrarse por la victoria de tu equipo (en mi caso, la victoria del Atlético de Madrid, porque yo soy de ese equipo), es un sentimiento de pasión. ¿Habremos sido hechos para ir construyendo la vida? ¿Seremos los hacedores de nuestro mundo? Hay que tener en cuenta que si no fuera por esa facultad del ser humano, el mundo sería igual hoy que hace un millón de años… (¡Bravo! gritará mi hija Mónica). ¿Y de qué serviría eso? ¡Nadie lo aprovecharía entonces porque nadie advertiría la belleza de las flores o de una sonrisa, ni el vuelo de las aves, ni sus trinos, ni las puestas de sol…!
Sí, este es un mundo maravilloso a pesar de que lo hayamos contaminado y hayamos talado sus árboles…
domingo, 23 de noviembre de 2014
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