domingo, 30 de noviembre de 2014
Una novela en el baúl
Estaba repasando aquella primera novela que escribí a raíz de la muerte de Angeline: De la misma tela que los sueños, con la cual estuve cuatro años empeñado, y me sorprendí. ¿Por qué guardé esta novela en el «baúl de los recuerdos» sin haber intentado publicarla? No me lo explico porque contiene todo lo que debe contener una gran novela: buena y amena escritura; un argumento que atrae el interés del lector porque el tema que trata es de alto interés social; un contenido filosófico de altura… Y al releer una de sus partes, me emocioné. Me confirmé a mí mismo que en mí hay un escritor, que soy un escritor en potencia, pero sin descubrir. Tal vez esta novela es el símbolo de mi personalidad, esa personalidad que una vez Mada describió como el complejo de Sísifo, por el cual se confirmaba que casi nunca termino las cosas, que empiezo una gestión y nunca la acabo, aunque sea excelente y prometedora, que siempre pongo mi interés en lo nuevo, en lo que viene por allá; que siempre cifro mi pasión en lo otro, no en lo que estoy haciendo. Eso hace que abandone lo que estoy haciendo aunque no lo haya terminado. Esa es la razón de que los dioses, igual que en el mito de Sísifo, me castiguen a subir la pesada piedra hasta la cumbre eternamente, y cuando estoy a punto de llegar al pico más alto, la dejo caer puede que con intención o porque ella se me cae. Esto me obliga a volver a empezar. Yo, en realidad, en muchas ocasiones me he descrito como que pertenezco a otro mundo, a ese mundo del sueño, de la quimera, de la ilusión por las cosas inmateriales, del idealismo espiritual. Que solo con crear en el pensamiento una cosa de cierto valor intelectual, ya me conformo. En éste mundo en donde vivo he tenido innumerables momentos para progresar, pero para eso se requería un deseo, un interés desorbitado en los bienes materiales que esa actividad proporciona; y eso no va conmigo (yo nunca he luchado por conquistar dinero), mi inteligencia no es materialista, no es consumista: es idealista. Escribo para darme gusto a mí mismo; para estar orgulloso de mí y sentirme inteligente y creativo, para mantener mi mente ocupada con un ejercicio y darme una conformidad. Por otra parte, soy tímido, y el tímido es poco luchador. La idea de que una novela mía tuviera éxito, me abruma, deteriora mis principios, encoge mi corazón porque no se atiene a mis requerimientos no materialistas. Pero en esta novela, al releerla, he pensado que fue una pena porque me volqué, me entregué a ella en cuerpo y alma, y el resultado final fueron 700 páginas que al leerlas atontan mi propia concepción y hace que me pregunte: «¿Cómo es posible que esto haya salido de mí, de mi mente, de mis conceptos, y yo esté aquí tan tranquilo, sin preocuparme, como si no tuviera importancia? También me aterra la idea de hacerme famoso ahora, a los 82 años, cuando ya no tengo oportunidad de disfrutar. Ni tampoco lo deseo…
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