jueves, 13 de noviembre de 2014

Acerca de la ética

Comencé a leer un libro de Victoria Camps: el titulado El gobierno de las emociones. Y a pesar de no acabarlo todavía, creo estar en condiciones de expresar algún comentario debido a que, a medida que lo voy leyendo, me va produciendo distintas «emociones»: unas más estridentes que otras y, algunas, muy moduladas, muy propias de meditación. Mi cuestionamiento fundamental consiste en detenerme a pensar si la ética (sobre la que Camps comenta bastante en su libro), la honradez, la decencia, la integridad, incluso la justicia y la moralidad, son virtudes que permanecen vigentes, ahora, en estos tiempos materialistas y escasos de compromiso social, plagados de desorden moral y faltos de miramientos éticos. En unos tiempos como éstos donde el comportamiento de las personas es más bien trivial, algo a lo que no se concede demasiada importancia y todo se acepta sin cargos de conciencia. Tiempos éstos de la «banalidad del mal», según Hannah Arend. Y no es porque yo desprecie semejante actitudes morales —ya que forman parte de mi personalidad y mis convencimientos—, pero no puedo evitar que me resulten un tanto distanciadas o ajenas propagarlas en el tiempo actual. ¿Cómo se adquieren hoy día estas bases de ética y moralidad si estamos viendo de forma palpable que existe un gran derrumbe de posiciones altruistas y cada día está más generalizada la corrupción, cada vez más presente en todos los sectores? ¿Quién nos sensibiliza o nos predispone para que sintamos necesidad de la piedad o de la bondad, y sobre qué bases? ¿La televisión o el cine? ¿Las modas? ¿Lo truculento de muchas historias que, por lo general, suelen ser bien aceptadas? Hoy, incluso, muchas prevenciones de tipo moral, producen risa. Antes, mucho antes, cuando yo era un niño, los sentimientos morales te salían al paso por donde caminaras, te obligaban a tener un comportamiento: eran los curas, la familia, el ambiente, la escuela, la universidad, y eran impuestos mediante diferentes métodos, que iban desde lo violento y la amenaza, hasta lo ejemplar o el castigo leve. Pero nada de tipo moral se dejaba en el aire. Entre la sociedad común había que ser bueno y tener un comportamiento aceptable sí o sí, de lo contrario te exponías a innumerables castigos tanto aquí abajo en la Tierra, como allá arriba en el Cielo. Y también te exponías al desprestigio social. Existían los correccionales, los correctivos en las escuelas  (¿cuantas veces me pusieron castigado de rodillas con los brazos en cruz?), los regaños, el desprecio, la intranquilidad de conciencia. Claro, como método, como detergente para recuperar la virtud estaba la confesión: te confesabas y quedabas más limpio que el suelo del Vaticano… Y no estoy aceptando con liberalidad los métodos de antaño porque esos procedimientos totalitarios nunca fueron de mi agrado e incluso en más de una ocasión sufrí represiones por mostrar mi desagrado hacia ellos. Pero entonces la moral era un principio básico para abrirte camino y te veías obligado a fingirla si no la sentías de verdad. Por el contrario, el mal horrorizaba a las mayorías. No sé si estas actitudes se sentían de verdad o era una mera hipocresía para evitar el «qué dirán» que entonces se vigilaba mucho, pero hoy sí me preocupa la apatía social, el conformismo y la aceptación del mal. Temo que, a pesar de su buena intención, todos esos comentarios acerca de las virtudes resulten un tanto anacrónicos.

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