lunes, 6 de octubre de 2014


El profundo misterio del amor 
¿Por qué ahora, cuando no puedo demostrárselo, siento un amor tan profundo por Angelines, mi mujer fallecida hace catorce años? Hasta podría decirse que lo que percibo hoy se trata de un amor superior, más intenso y más enloquecedor del que sentía en aquellos 40 años que vivimos juntos. Me explicaré: este sentimiento de ahora puede estar refiriéndose a lo que se denomina amor pleno, o sea, el amor en toda su magnitud, un sentimiento que yo detento en este momento, cuando ella ya no se encuentra a mi lado, y que, cosa curiosa, antes no lo advertía a fuerza de tenerlo a mano, como si se tratara de un don preciado y poseído, pero guardado bajo la almohada y que no se advierte su falta hasta que no se dispone sobre quién verterlo. Claro, también pudiera ocurrir que en mi añoranza de aquellos días y la fuerza de aquel amor, no pasara de ser un sentir poético un tanto distorsionado, estimulado o producido por la añoranza, y excesivamente elevado a un nivel irreal o traído por mi imaginación envuelto en exageraciones. O podría tratarse de un amor engendrado según el dictado de mis anhelos. Pero podría asegurar —no sin una leve reserva dictada por mi facultad de razonar— que ella era así, tal y como la recuerdo, o como la siento hoy, y conforme a su manera de ser registrada en mi corazón durante los 40 años que vivimos juntos. Sí, reconozco que mi recuerdo podría estar elaborado o engatusado y espabilado por mis preferencias, y tratarse en parte —solo en parte— de una mujer inventada y construida para excitar mis pretensiones. Podría también tratarse de alguien amoldada en su composición a aquello que sería la mujer perfecta desde los requerimientos de mi condición masculina inculcado al no disponer ahora de ello. Pero no se puede negar que ella era tierna, femenina, calmada, excelente compañera, muy buena amiga y una excelsa amante… Y eso no puede ser inventado porque está grabado con letras de oro en mis registros cerebrales. ¿Qué más se puede pedir? Entre las muchas fotografías que tengo de ella, hay una —la que encabeza este artículo— que fue tomada en Burgos, cuando estábamos en Casa Ojeda comiendo cordero asado, donde se «reflejan claramente los componentes de su personalidad, tanto en el lado espiritual como en el dramático o demostrativo». Ahí se ve palpablemente de lo que hablo, de cuánta era su delicadeza, su forma de sentir el amor, la poesía que transmitía en la sobriedad de sus gestos, en su mirada, en su aparente —solo aparente— pasividad. Por esa razón, esta que padezco ahora es una situación muy curiosa y forma parte extrema del atontamiento que la vida, en sus múltiples misterios, nos tiene preparados a todos los seres. Se da el caso de que, desde que ella murió, he tenido acceso a tres relaciones femeninas y las tres han huido de mi lado debido a que, sin poderlo remediar, les hablaba continuamente de Angelines, de sus actitudes, de su personalidad, de su carácter, de su exquisita condición, con lo que contribuí a que las citadas amigas se sintieran en inferioridad, disminuidas o desplazadas en la comparación y pusieran «pies en polvorosa» (bueno, también podrían haber huido porque les disgustaba mi aliento…). En realidad, es como si se tratase de un conmovedor y angustioso misterio en el que la vida nos envuelve. Es como si el espíritu de ella, además de estar presente en mi corazón a todas horas, ejerciera una influencia, una presión, un poder sobre mi ser desde aquellos confines donde pueda encontrarse. Ayer leía que existe un enlace de la materia con el componente espiritual de los seres, un enlace promovido por la física cuántica donde las partículas son eternas y se comunican entre sí. O sea: no solo son la base de la materia sino también de la vida. Eso me dio qué pensar: ¿Y si sus moléculas cuánticas no hubieran muerto y, transformadas en otra condición física o espiritual, me estuviera esperando en algún lugar ignoto? (¿Quedará muy lejos de aquí el manicomio más cercano?)

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