viernes, 27 de diciembre de 2013

Ay, Navidad, Navidad…
¿En qué has quedado?
Cuando yo era pequeño la importancia de la Navidad consistía principalmente en el día de Reyes. Los otros días y los consiguientes actos navideños que ocasionaban (el belén, los villancicos, las actitudes complacientes y festivas de los mayores, los adornos, los solemnes actos religiosos), aunque representaban algo grandioso, su papel era más como preámbulo a la jornada más importante del año: el 6 de enero, que era cuando, la noche antes, se ponía el zapato en el balcón y allí mismo recibíamos los juguetes y sus complementos de golosinas. Ese día y sus mitos maravillosos encerraba una magia especial, llena de poesía y encanto: Unos reyes o unos magos, o unos reyes magos, habían salido de «un lugar remoto» en Oriente, con sus camellos cargados de juguetes y atendidos por unos diligentes pajes, y habían venido expresamente hasta nosotros, los niños, a cumplimentar nuestros deseos (expresados en una carta dirigida a ellos unos días antes…). El mundo en aquellos días se llenaba de magia, de argumentos celestiales, de implementos maravillosos, de entendimientos mágicos que lo justificaban a cabalidad, que lo convertían en un lugar lleno de encanto, de risas, de alegrías, de cariño y de modales exquisitos… No importaba que se tratara de uno o varios grandes juguetes, porque lo importante consistía en el hecho en sí, en cómo se avenía el mundo a la mente conveniente y soñadora de un niño, cómo lo pintaba de magia, de prodigio, de buenas comidas, de turrones y mazapanes, de olores apetitosos procedentes de los guisos especiales preparados en la cocina. Porque, además, eran unos días únicos solo con repetición al cabo de un año.
Pero luego, de buenas a primeras, se presentó un tal Santa Claus, con una vestimenta exageradamente roja y una risa estentórea y cavernosa, repetido hasta la saciedad en fotos, en almacenes, malamente disfrazados, tocando una campana en la calle y pidiendo dinero en lugar de darlo… Y los comerciantes vieron que era más útil, más publicitario, con un atractivo visual superior al de los reyes, y que no había que esperar hasta el 6 de enero para vivir la fiesta de los regalos, sino que se cumplía el 25 de diciembre. ¿Para qué querían más si el asunto consistía en hacer dinero lo más pronto posible?
Bueno, así es como se han ido matando los mitos. En el mundo de hoy ya no hay sitio para las fantasías (y, si me apuran, para el amor). Hoy todo resulta más fingido, más artificial, más deslumbrante pero con poca alma. 
Claro, el propósito más sobresaliente es que la gente se gaste sus dineros…
Pero, en fin, no me queda otro remedio que decirle a mis amigos que, a pesar de las «crisis», ¡Feliz Navidad y próspero Año nuevo!

miércoles, 18 de diciembre de 2013



La dicha de la espiritualidad
Es inevitable que en esta etapa de mi vida —la de «la edad tardía», según decir de García Marquez— se vea inclinado uno a mirar el mundo como algo cada vez más ajeno, o más alejado de mí, de mis miramientos clásicos, de mis intereses lúdicos, o de mis criterios tradicionales. Incluso, de lo que creía que eran mis motivaciones más perentorias. Con el paso de los días, uno —o al menos yo— se va volviendo más místico, con tendencia a valorar cosas que antes no se apreciaban apenas, y a quitarle importancia a hechos que antes me parecían de importancia suprema, como el amor físico, las reuniones sociales, las exquisiteces alimentarias, los vestidos y la infinidad de objetivos que me atraían. Ahora las cosas se interiorizan más, se miran o se contemplan desde la fuerza del alma, desde las necesidades del corazón, desde los anhelos del espíritu. Uno se va alejando cada día más de la materia, o la va desfigurando, o la va considerando innecesaria, algo menos por quien luchar. Por ejemplo, ese gran distingo que se hace entre el amor físico y el amor platónico: en la medida que el primero va decayendo y se van perdiendo facultades —entre ellas los impulsos de la pasión—, el segundo aumenta, se siente con más enjundia, se trata como el gran templo de la vida, la única motivación. Si existe un paraíso, uno al morir tendría que ir revestido por ese sentimiento. Es curioso ver cómo la naturaleza influye en nosotros, cómo nos induce, cómo nos maneja. Parece como si para que el mundo crezca, se desarrolle, evolucione o se multiplique, introduce en nosotros esos ímpetus desmedidos, esos deseos, esos afanes que nos llevan a acrecentar nuestro radio de influencia, a mover —con distintos procedimientos— las ruedas dentadas para que esto camine. Pero cuando se llega al estado denominado de «persona mayor», cuando ya «no pinchas ni cortas», entonces se te permite entrar y poseer una especie de conciencia de la verdad, se te iluminan los sentimientos para ver las cosas que hay a tu lado y están exentas de intereses, pero que son las que tienen alma, las que te inducen a sentir el verdadero amor por las personas y las cosas, a advertir las pequeñas cosas que en tu vida merecieron la pena: como los hijos, los sacrificios por los demás, la satisfacción de amar a una persona que se avino a vivir contigo sin ponerte condiciones y, sobre todo, haberse sentido amado por ella. Esos sentimientos son los que permanecen en uno.  

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Necesitamos un acelerador 
de la conciencia
¿Como podremos establecer una relación cabal fundamentada entre la conducta humana que nos es propia —o sea, los actos en nosotros que son naturales—, y el comportamiento artificial, agregado o adquirido? Me refiero al comportamiento que nos ha conferido la Naturaleza, por un lado, y, por otro, el que hemos adoptado debido a las imposiciones de la sociedad, las modas, el comercio despiadado, los pillos que nos han gobernado —buscando exclusivamente su beneficio—, la implantación histórica de políticas erradas, los falsos predicadores, las confabulaciones egoístas, la lucha despiadada por el dinero, así como los truhanes que pueblan el mundo. Sería, tal vez, conveniente adentrarse en las necesidades que motivaron nuestra implantación, en lo que motivó a crear esta vida, qué finalidad tenía nuestro creador y qué pensaba obtener de nosotros. Es decir, para qué fuimos necesarios originalmente y con qué fin nos trajeron al mundo. Porque, me repito continuamente, este tinglado inexplicable tiene que tener una explicación, un sentido, una razón. 
En lo que respecta a mí, ni la Ciencia ni los científicos son elementos en quienes pueda confiar. Me vendrán a asegurar que todo obedeció a la casualidad, o que se trató de la influencia sobre la vida de eso que llaman el «azar» compaginado con la «necesidad», que es lo que mueve las cosas y crea las actitudes… Y aunque no voy a negar que a la ciencia la humanidad le debe mucho, tanto en el sentido cultural como en el evolutivo, estoy seguro de que no le debemos nada en el campo filosófico porque ellos en esa rama no entran, saben poco, hasta quizá la desprecian, y nada han aportado en ella. Sí, se recrean, insisten, se pavonean, se creen los poseedores del secreto, pero solamente nos explican el «como», mientras que no dan la mínima pista del «por qué». Y no les hables de espiritualidad, ni de imaginación, y mucho menos de algo llamado alma, porque pierdes el tiempo o te mandan al carajo. 
Solamente tenemos que volver la vista hacia el cacareado «acelerador de partículas», que ha producido tanto gasto, tantas ideas falsas, tantas presunciones, tanta palabrería, tanta alharaca… Nos vinieron con que se trataba de la «partícula de Dios», o sea, la partícula con la cual Dios construyó al mundo… Y tanto ruido para nada. Y eso que están metidos en este asunto nada menos que unos seiscientos científicos… 
Pero ellos no entienden nada de esos aspectos internos, envolventes, que son el signo de cada persona, la conformación de cada individuo, la constitución, la estructura de la personalidad, la individualidad, las manías, sus necesidades particulares, los mitos, y su capacidad de sentir, de llorar, de reír, y de crear y admirar el arte. ¡Ah! y de crear música y poesía.

viernes, 6 de diciembre de 2013


Mada Carreño: momentos 
intensamente vividos
¿Puedo considerar aquel como uno de los pasajes más intensos y emocionantes de mi vida? Me estoy refiriendo al momento cuando vi a Mada en persona por primera vez. Acabábamos de arribar Angelines y yo a México, recién casados, y al día siguiente de nuestra llegada al Distrito Federal, por la mañana, ella se nos apareció en la puerta de entrada del apartamento donde habíamos ido a vivir, situado en la calle Xochicalco, de la Colonia Narvarte. Hasta entonces nuestra comunicación se había realizado exclusivamente por carta: unas cartas que, al principio, eran de absoluta belicosidad desde mi lado, cargadas de ira, de acusaciones, de reclamaciones morales… Ella, quizás, entendiendo mi enojo, capeó el temporal como pudo y mostró en todo momento una comprensiva actitud hacia mí, expresando reiteradamente su deseo de ayudarme. Y, poco a poco, esas misivas fueron creando entre nosotros un trato más afable, cargando nuestra amistad de profunda comunicación acerca de la vida, los modos y las actitudes de las personas. Y acabaron por convertirnos en grandes amigos. Así que, después de intercambiar numerosas epístolas en las que ella me mostraba una vida diferente a la que me metieron a «machamartillo» en la España de aquel «caudillo» impuesto a los españoles «por la gracia de Dios», Mada nos ayudó a trasladarnos a México y salir de la casposa e insoportable España de aquellos días… 
Y aquella escena reflejaba el momento que nos veíamos en persona por primera vez… 
Ella, 30 años mayor que yo, al mirarme se sonrojó. Yo es posible que también me sonrojara. ¡Habían ocurrido numerosos momentos de emociones encontradas entre nosotros como para comportarnos con normalidad!
¡Qué cantidad de imágenes, emociones, situaciones, ensueños y proyectos pasaron en aquel momento por mi mente! 
Yo era hijo de Eduardo de Ontañón, periodista y escritor,  alguien que había sido su amante, primero, y su marido, después. Todo comenzó durante aquellos días complicados de la guerra de España, cuando mi padre, viéndolo todo perdido, optó por huir al exilio a México, dando como disculpa que tenía que tomar esa determinación por cuestiones políticas (él había militado en el partido comunista), pero el hecho de hacerse acompañar por Mada, compañera suya en el periódico, daba a entender que estaba aprovechando la oportunidad para separarse de mi madre, cuya relación ya estaba muy deteriorada… Así que yo crecí con un resentimiento contra de los dos: contra Mada Carreño y contra mi padre. Ella era la causante de mi «orfandad» paterna anticipada. 
Después, una vez finalizada la guerra, mi actitud negativa continuó. Pero al morir mi progenitor, nuestro trato mejoró mucho. Yo tenía entonces 17 años y Mada unos 47. Y se me ofreció reiteradamente para sufragar los gastos si quería estudiar o instruirme en aquello que deseara, como estudiar periodismo —algo recomendado por ella—, por ejemplo, que fue lo que hice unos años después siguiendo su consejo, su apoyo y su asesoría. Además, di mis primeros pasos como periodista gracias a su influencia publicando mis artículos en varios periódicos y revistas mexicanas. ¿Quién me iba a decir que viviría días tan extraordinarios si consideramos unos principios tan desastrosos?  Mi relación con Mada me mostró los caminos, las actitudes, el sentido de la vida, y cómo debía encarar mi apreciación del mundo y de las personas.
¡Qué momentos tan intensos depara la vida! ¡Qué cantidad de emociones nos salen al paso! Eran los días donde mi juventud me proponía sin reservas la osadía de conquistar el mundo con la máquina de escribir como arma: 28 años, recién casado y llegando a México como todo un periodista hecho y derecho, e introducido en un mundo de gente culta y muy intensa… 
La verdad es que todo me sonreía.

lunes, 2 de diciembre de 2013


Mi hoy, teñido de añoranza
Hoy, que no tengo a Angelines a mi lado, me siento obligado a realizar un esfuerzo complementario para amar la vida, o sea, para amarla con la misma pasión de antes. Ahora mi empeño consiste, simplemente, en establecer un orden según los requerimientos de mi conciencia y ateniéndome a mis necesidades de hombre mayor. Y, para compensar su falta, y como ya no la pueda abrazar en persona, trato de captarla con una imaginación ilusoria, aunque sin extravagancias ni exageraciones; más bien echando mano de mi sentimiento. Y lo digo con todo el candor que soy capaz de sentir. Aunque, debo hacer una aclaración: todo lo que antes era «normal», es decir, el sentido del «amor» de antes, ahora carece de significado. Hoy mis sentimientos son más modulados, más discretos, tal vez más espirituales. Ya sé que es difícil determinar qué cosa es espiritualidad, o cuál es la representación del amor y en qué consiste. Considero que la Naturaleza no está para trotes lingüísticos ni conceptuales, y se desatiende de las normas relacionadas con las composturas humanas: para ella —que va, obsesivamente, a lo suyo—, lo normal, lo aceptable, lo imperativo, es que traigamos hijos al mundo, que los alimentemos, que les enseñemos a abrirse camino, a luchar contra el enemigo, a proveerse de alimentos, a buscar un cobijo donde guarecerse y a defenderse de los depredadores. Lo demás le trae sin cuidado. No le importa que cubramos nuestro cuerpo con una piel de oso o con una capa de Cristian Dior; que comamos exquisiteces elaboradas por un maestro de cocina como Anguiñano o que cacemos escarabajos, saltamontes y mariposas, los trituremos y nos los comamos. No le interesa si viajamos en un avión supersónico o en una carreta tirada por bueyes. Ella, mientras nos reproduzcamos, determina que sus imperativos están cubiertos. Y para cumplir sus propósitos nos introduce la orquitis (inflamación de los testículos cuando uno necesita desahogarse y no lo hace), el olor embriagante que se desprende de la mujer los días de celo, la pasión, el hambre, la sed, y el endurecimiento del pene. También podría ocurrir que la Naturaleza, Dios, el inexplicable creador del Universo, o quien nos haya plantado en este mundo, se regocije cuando ve que disfrutamos, cuando nos mostramos exigentes con nosotros mismos, o cuando ponemos el mayor empeño en luchar contra nuestras enfermedades y contra nuestra corrupción moral… 

viernes, 22 de noviembre de 2013


Pensándome a mí
En nuestros pensamientos, en nuestros sueños, no existen los vivos ni los muertos; solo hay unos seres —no siempre conocidos— que se mueven en distintas direcciones, que hacen cosas que, la mayoría de las veces, no son decididas por nosotros sino por ellos, a pesar de que somos quienes los sueña; a veces ni tan siquiera son reflejo de nuestros deseos aunque sí estén relacionadas con nuestras sensaciones de una vida «normal». Pero no deja de ser una versión amanerada, o acomodada a unos instrumentos que son el resultado de intereses, deseos, creencias y regulaciones preferentes y, a veces, opuestas a una posible realidad —bueno, siempre que esta realidad exista—. Y me pregunto: ¿por qué mientras soñamos no podemos estar dando vida a un mundo, o a un complejo distinto al nuestro, perdido en otra dimensión, aunque sea tan descabalado como éste que nosotros juzgamos «normal», pero que no dejará de ser, en realidad, un mundo desconcertante y lleno de acciones vanas y surrealistas, como este nuestro y que nos hemos introducido en él y tratamos de hacernos creer que ésta, la vida toda, es así, como nosotros la vivimos, aunque no sea el resultado de un proyecto procedente de unas reglas determinadas, y que, si lo pensamos bien, podría haber sido muy diferente de como es.
Tengo un amigo médico neurólogo, muy sapiente él, con el que, a veces, entablaba conversaciones de este tipo, o sea, entre filosóficas, fantásticas y científicas. Él es un hombre que vive dos vidas, una, la práctica y por la que recibe la retribución correspondiente —tan necesaria para la vida práctica—, y otra la vida de los encantos, de los sueños, la de la imaginación sin límites. Él es quien me decía que en la vida del pensamiento y de los sueños no se distingue entre vivos y muertos. En un momento determinado, el mismo valor podía tener en mi pensamiento él, que está vivo, como mi mujer, que yace muerta. Se trataría simplemente de dos seres que se mueven a mi alrededor y ejercen influencias sobre mi vida. Mi mujer, que ya va para doce años desde que murió, puede ser retenida por mí, y pensada y creada en mis divagaciones. Con sueños intencionados o con mi imaginación puedo captarla y retenerla; verla cuando emitía esa leve sonrisa al estilo de Gioconda, o en el momento que me lanzaba aquellas miradas preñadas de amor y ternura, o cuando se reía con esa risa suya contagiosa y cascabelera con la que todos los presentes sentíamos ganas de reír. Al pensar en ella, la veo ahí, viva, conversadora, animada o mustia algunas veces; la veo dichosa, amorosa, feliz y triste, según el momento y el acontecimiento. ¿Y quien me dice a mí que al pensarla no la estoy resucitando o, mejor dicho, recreándola en otro plano diferente de este mío? ¿No podemos ser usted y yo en este momento el producto del pensamiento de otros seres en otros mundos? (Eso se ha dicho). Ella —eso no lo pongo en duda ni intento adivinar cual es el método usado por la Naturaleza para que venga a mí— está presente en mi vida de muchas maneras, lo mismo si se trata de figuraciones de mi mente o de imaginaciones de mis cerebros secundarios o de ese subconsciente  que vive a mi servicio, y me ayuda a soportar la vida… Lo que sea, pero no se puede ignorar que los mecanismos de la naturaleza operan cuando se les necesita…
Y es que esta vida nuestra tiene tantas fases, tantas manifestaciones… Yo, ahora, suelo quedarme embelesado viendo a mis nietos mientras se preparan para formar un día parte de la vida activa, de esa vida que es inapelable y que ellos la ven como algo único y necesario, como un acicate, como una razón de ser, como un estímulos para hacer, aprender y creer en las cosas que han de utilizar mañana, y abrirse paso con ellas, y ganar dinero, y adaptarse a la vida material y espiritualmente creyendo en esto y aquello, actitudes que a mí, ahora, a mi edad, me parecen superfluas, inútiles, una especie de obcecaciones sin sentido, de engaños de la naturaleza para hacernos funcionar y que funcione el mundo. Porque, si me fijo bien, ¿qué he construido yo en mis más de 80 años de vida? Mis hijos, mi principal y absolutamente magna obra. Entre ellos los habrá que estén agradecidos por haberlos traído al mundo; otros no tanto (no a todos nos gusta una vida que no hemos solicitado o a la que hemos accedido sin dar nuestro consentimiento). Pero, dejémoslo en eso: seis hijos mi principal obra y la de mi mujer… Es lo único que tiene permanencia y futuro, que esa es la única verdad de la vida. A veces pienso en esos miles de seres que me antecedieron, y que, sin saberlo ellos, fueron utilizados para que mi bisnieta, mis nietos, mis hijos y yo llegáramos a este mundo… ¿Qué más se puede pedir? Dentro de millones de combinaciones biológicas y sociales, el resultado feliz fuimos nosotros.
Y otra de las razones de la vida es hacernos sentir el amor.

jueves, 14 de noviembre de 2013


Nuestra vida éramos 
nosotros mismos
¿Cómo sería la vida si no fuera por esa multiplicidad de influencias y modos externos e internos que recibimos? Me refiero a manías, ambiciones, desdenes, mitos, fantasías, engaños, momentos de felicidad, alegrías e ilusiones, amores, que todos portamos en nuestras almas y los vamos trasladando después a nuestros pensamientos. Ellos forman una confluencia inseparable con nuestra manera de encarar la vida, y de interpretarla. Y eso sin dejar de considerar las actitudes constructivas y destructivas que exhalamos con nuestros modos y que van modificando el mundo y ejerciendo tal vez un desvío de sus planes originales y naturales.
¿Angelines y yo pertenecimos como pareja a un mundo explicable y coherente, constructivo? ¿Edificamos algo respondiendo a las exigencias de un ser que está fuera de nuestra comprensión?  ¿Respondimos a la Naturaleza construyendo seis vidas como pago de arbitrios y utilidades por el servicio de nuestra creación? Entonces, habrá alguien que controla el comportamiento, que exige nuestr aplauso y que nos premia o nos castiga según el uso que hagamos de la vida que se nos ha sido entregada.
A ver, a ver, entremos en materia: 
¿Me podrías decir, sin timideces ni cortedades qué pensabas tú de mí? ¿Cómo me juzgabas en realidad? ¿Cuál era mi significado material y espiritual para tu vida? ¿Compensaba yo tus apetencias sexuales y emocionales o había necesidades que no llegaba a cubrir? ¿Te sentías agradecida a tu dios por lo generoso que había sido contigo, o escondías tus lamentos porque habrías necesitado o ambicionabas algo superior a mí, más concordante con tus apetencias y con lo que creías que en verdad te correspondía? Una vez que pasaron los primeros años de pasión desbordada, a medida que fuimos dejando de ser amantes en términos frenéticos para convertirnos en dos seres fraternos y armoniosos, amigos, confidentes y conciliadores, moldeadores respectivamente de nuestras almas, ¿cubrías conmigo a tu lado tus necesidades de amor o escondías otras apetencias de otra vida y otras intensidades?  
Recuerdo que cuando íbamos a caminar al Parque Central, en San Juan, en un punto de nuestro recorrido comenzamos a cruzarnos con un individuo que caminaba en sentido contrario a nosotros y que se detenía a mirarte cuando cruzábamos delante de él, sin ningún respeto hacia a mí que era tu acompañante permanente. Al tercero o cuarto día de encontrarnos con el tal individuo, yo me sentía tan molesto, que iba con la intención de llamarla la atención incluso con violencia si era necesario. Pero, de forma imprevisible, cuando nos faltaban alrededor de 50 metros para cruzarnos con él, vi que te atusabas el pelo y adoptabas una compostura más solemne: ibas a pasar delante de tu admirador… Entonces yo me aproximé a ti, te pasé el brazo por encima de los hombros, y te dije: 
—Ahí tenemos a tu admirador de todos los días…
—¡Qué tonto eres! —dijiste cariñosamente entre risas.
—Si no me importa. Al contrario: me siento encantado de que todavía seas admirada por los demás y no sólo por mí.
—¡Anda! ¿Qué te crees tú? ¡Una todavía tiene sus encantos…!
—No lo pongo en duda. Pero te aseguro que yo soy tu admirador principal…
—¡Ya lo sé! Yo también soy tu máxima admiradora…
Pasamos tan acaramelados delante del «presunto admirador», que desde aquel día no volvió a aparecer. Y yo cambié mi actitud en adelante: me sentí satisfecho —y orgulloso— de que ella sintiera que todavía atraía las miradas de otros hombres.
Fue una anécdota ésta que sirvió para que, en lo sucesivo, yo viviera demostrándole más intensamente lo valiosa que era para mí y lo mucho que la admiraba.

jueves, 7 de noviembre de 2013


Lo efímero
Así va concluyendo la vida, sin miramientos, sin alharaca, con gestos melancólicos, con sonrisas tristes que más parecen muecas de desagrado. ¿Y por qué no resignarse, si desde hace miles de siglos ha sucedido así? ¿Por qué no aceptar lo que es inexorable, aunque sea un tanto despiadado, implacable, irremediable? Además, la Naturaleza ha configurado nuestro final de esta manera, sin piedad para el usuario, sin paños calientes, sin refuerzos morales, sin ningún género de consuelo para las víctimas: «¡Te mueres y te mueres! ¡Ya no te necesito…!», nos dice una voz oculta con tono destemplado. Y a partir de ahí comienza el mal trato. Desde cierta edad, la línea comienza a descender, las facultades se atrofian paulatinamente, los reflejos van entrando en una disfunción insultante, se van entorpeciendo, se vuelven lentos, se anquilosan. Y, hay que reconocerlo, esa es la vida, está hecha así, no le des más vueltas. Todo consiste en que, desde el mismo momento que nacemos, ponen un cebo delante de nosotros, nos meten entre ceja y ceja una fantasía acerca del buen futuro que nos espera, y las delicias que están ahí mismo, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina: «¡Qué rico es el amor!», nos grita; «Te has dado cuenta de lo placentero que es traer hijos al mundo? ¿Has visto los manjares a los que puedes tener acceso a poco que te esfuerces? ¡Vive, vive, disfruta! ¡Eres eterno! ¡La vida es un puro deleite, es amar, gozar, sentir! Búscate una pareja y trae hijos al mundo, y así estarás absolutamente completo! ¡Progresa y serás cada día más feliz, feliz, feliiiiiizzzzz!». Y tú, con tanta promesa, pones cara de enajenado y te obcecas, y te pierdes en la vorágine. Hasta que llega un momento que te miras en el espejo y te preguntas: ¿Quién soy yo y qué hago aquí? ¿Para qué todo esto? ¿Quién tiene interés en mí, en que yo viva y me multiplique? ¿Hay alguien que se nutre de mi aliento, o del humus que se desprende de mi carroña?

miércoles, 6 de noviembre de 2013


Desconcertante etapa…
Con el recuerdo me desplazo a la época cuando soy un niño. No tengo claro quién soy, ni quién puedo ser, ni cuáles son mis inclinaciones. Me limito a vivir y hacer lo posible por resultar simpático y agradar a las personas que me festejan y se ríen conmigo. Pero no hay sitio para la esperanza… Puede que haya un momento cuando advierto que formo parte del mundo, que habito en él, pero en mi concepto se va imponiendo con fuerza que, si bien todo es digno de admiración, también es conveniente mirar las cosas, los hechos y las personas con cierto recelo. 
Observo, eso sí, todo lo que me rodea un tanto fascinado, pero sin abandonar la impresión de que la vida pertenece a otros, no a mí. Aún así, pongo todo mi empeño en aferrarme a ella, en mirarla con sonriente e ingenua ilusión, en infundirme afanes asido a un futuro que solo se me da en migajas y donde no abundan las promesas… Se trata de una ilusión no exenta de reservas, porque son incontables los inconvenientes que me salen al paso, y van anidando en mi subconsciente. 
Los cito tal como van llegando: 
La ruina que representa nuestro traslado de Burgos a Madrid después de liquidar la librería. En aquellos días, solo tengo tres años; el inicio de la guerra civil española con todas sus imposiciones y la deshumanización que conllevan todas las guerras: el hambre permanente, las amenazas, los bombardeos del bando contrario que nos obligan a salir huyendo para el refugio o la estación del metro más próxima; la deserción de mi padre (huyó a México dijo que por razones políticas, pero lo hizo acompañado de su secretaria y nos dejó a mi madre y a mis dos hermanas y a mí empantanados), después de la guerra, las imposiciones de mis tías y mis abuelos maternos (lo que significaría misas, novenas, comuniones, penitencias, pórtate bien que Dios te está mirando, Purgatorios, Infiernos a todo pasto), los días de colegio interno pasados en un caserón de Burgos cuyo recuerdo aún me hiela la sangre, las enfermedades, la soledad que significó el desmembramiento de la familia, la falta de estabilidad impuesta por los cambios constantes, la sensación de ser un hijo poco amado, el continuo estado «sufridor» de mi madre y sus empleos precarios que nos obligan a vivir en una especie de «miseria decorosa»… Es decir, puro maltrato emocional y físico hasta cumplidos los 14 años. ¡Ah! Y, dentro de esta situación, cero escuelas, que es lo mismo que decir cero universidad… A partir de ahí, mi primer trabajo (de mensajero repartidor de cartas y paquetes por todo Madrid conduciendo una bicicleta), y, como colofón, el regreso de mi padre, lo que vino a significar mi hundimiento definitivo. 
Ahora tengo 17 años y, muerto mi padre, emprendo el intento fallido de ser marino mercante, lo que, debido a las imposibilidades «académicas» que existen en mi «educación», decido entrar en la Marina, lo que fue un gran error… Y ahí sigue como colofón de esta etapa, el triste regreso a casa, sin oficio, sin ideas, sin ambiciones, sin amor y pelado al cero (lo cual entonces era un signo vergonzante).
¿Cuándo comienzo a elaborar planes más o menos aptos para ser vividos? ¿Habrá habido en mi vida un instante en el que pretendo ser algo o en el que decido hacer lo posible por destacar en una profesión?
Eso ocurre cuando Angelines se cruza en mi camino… 
Tengo 21 años y es en ese momento cuando comienza la vida para mí.

domingo, 3 de noviembre de 2013


¡Estás en mí!
En realidad, para poner las cosas en su sitio, es necesario que entienda mi relación con Angelines: y es que no es el caso que esté todo el día preguntándome si está o no está en algún sitio, y si me quiere o no me quiere y lo haga con un tono desabrido maldiciendo a la razón. Ya un día escribí sobre este asunto. Pero, tal como soy yo, pronto me olvido de los razonamientos. Por esa razón, hoy voy a reproducir aquella nota que iba dirigida a ella:

Claro, amor, ahora caigo en la cuenta de que no hago las cosas como es debido: te doy un trato como si fueras una persona viva, presente en otro lugar. Y eso es imposible, porque yo te vi morir, y contemplé tu cuerpo cuando estabas muerta; y te enterré. Y te he visitado cientos de veces en el cementerio. O sea: tú, en tu configuración anterior, ya no existes; de aquella representación tuya terrenal no queda nada… Eso es incuestionable. En todo caso, existirás —de acuerdo con el significado etimológico de la palabra—, en otra configuración y en otro lugar, siempre que los métodos universales así lo tengan establecido. Pero, si estás, será en otra versión, en aquella que se aplique a las almas, o a los espíritus de los que mueren dentro de esas reglas inmutables que rijan la vida. Ignoro si escucharás estas palabras (que no te las digo solamente a ti sino también me las digo a mí mismo); si sonreirás como lo hacías antes; si estarás pendiente de mí en otro lugar y en otra configuración. Pero, lo más importante de todo es lo que afectas en mí, lo que adornas mi vida, lo que la moldeas, lo que la configuras, lo que la haces soportable. Es maravilloso que estés presente en todas las cosas que hago pensando si a ti te complacen o te desagradan; en la forma que te mantengo en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo, y en todas las acciones de mi vida; en cómo trato de imitarte en tu bondad y en tu ternura; y en la valiosa esencia del amor que siento por ti, que es un sentimiento superlativo, glorioso, que me transfigura espiritualmente, que me enaltece y que me enorgullece experimentarlo dada su trascendencia. Ahí, en esas actitudes mías, es donde te traigo a la vida, y donde nadie me puede disputar si me asiste una razón o estoy equivocado, ni venir a decirme que tú no estás viva, que todo es una patraña propia de un individuo pusilánime y supersticioso. ¿Cómo me van a destruir tu imagen si estás tan dentro de mí y soy solo yo quien puede darte alcance y situarme a tu altura, y hablarte? ¡Ahí nadie puede tener acceso, porque es un lugar donde sólo tú y yo habitamos.

miércoles, 30 de octubre de 2013


Así te recuerdo

Nunca me reprochaste nada. Nunca, que yo recuerde, me abordaste con actitudes avinagradas o descompuestas; nunca me echaste algo en cara. Y me pregunto: ¿es que me aceptabas tal como era? ¿Sin fomentar ninguna rebeldía, sin ninguna contrariedad hacia mis desquiciamientos, sin objetar mi personalidad ni mis afanes, sin ponerme pegas? ¿Qué estados de intranquilidad o inconformidad emocional te producía tu convivencia conmigo, con nosotros, con unos hijos no convencionales -y tan sumamente inteligentes- y con un marido como yo, con un pasado plagado de rebeldías, de enconos, de frustraciones; intelectualmente complicado y entregado fervientemente a la evolución del pensamiento? ¿Cuales eran las bases de nuestra unión? ¿Cómo arreglábamos los asuntos donde discordábamos? Cuando yo me enfurecía, recuerdo que me mirabas con esa expresión quieta pero medio felina, de aparente sometimiento, de total mansedumbre, pero también se advertía el afán que se concitaba en tus propósitos y en tu alma, con el mensaje telepático de "Ya nos veremos luego las caras, cuando la fiereza se te haya pasado, cuando vuelvas a ser un personaje civilizado, comprensivo, asequible, mesurado, condescendiente; cuando aprecies mi suavidad y no puedas prescindir de mi ternura, cuando implores mi perdón o te avengas de nuevo a mis modos, cuando no puedas soslayar mi mirada. ¿Piensas que soy sumisa y que con mi condescendencia lo tienes todo ganado, que eres tú el que manda aquí, sin consideración alguna hacia mi persona, mi voluntad y mi pensamiento? ¡Ay, amor, cuán equivocado estás!" 
Y es que tú naciste para entenderte con las personas, para dialogar con ellas, para emplear unos métodos basados en la suavidad, en el comedimiento, en el amor...

domingo, 20 de octubre de 2013


El regreso de Jedeoncito.



Hola Álvaro (y Amparo y amigos contertulios):

(Nota: Me refiero también a los «contertulios» por si te parece conveniente leer este mensaje en la Tertulia dominical. Mi idea es plantear una cuestión filosófica o artística cada vez que escriba —lo que haría con cierta periodicidad. La idea es estar presente ahí de alguna manera. Luego, que me conteste quien quiera…)

¿Cuál sería la forma ideal de transmitirles mi estado de satisfacción en el día de hoy? Pues describiendo mi entorno y las impresiones del momento que estoy viviendo. Como ven, ya estoy aquí, en San Juan, Puerto Rico (Isla verde, Carolina), mi residencia de ahora; es el lugar que más me enfrenta a mí mismo, el que más me acerca a mí, el que me permite verme y sentirme en mí y en el espíritu de mi mujer, que es la mejor aleación para mi vida. 
O sea, me veo como quería verme: estar solo con mi pensamiento, frente a mi computadora, rodeado de mis libros, de las fotografías de Angelines que adornan mi mesa, mis paredes y mi estantería, y esa extraordinaria vista al mar que se aprecia desde los amplios miradores del apartamento donde vivo. Ahí afuera, cerca y de frente, casi al pie de mi ventana, veo un grupo de ornamentales palmeras, y delante de ellas está la playa. A continuación, el misterioso mar —ahora azul-turquesa—, que es como una especie de antídoto para las tribulaciones del alma. Hoy ha hecho un día espléndido pero ya comienza a atardecer: todo afuera se va tiñendo de ese tono dorado que solo se puede apreciar en el Trópico; poco después, todo se irá tornando en un azul-morado —incluso el mar—para pasar un poco más tarde al azul-negro misterioso de la noche (ya saben que por aquí por el trópico los atardeceres son muy cortos). Desde mi mirador vislumbro en la playa a un matrimonio joven con un niño de unos dos años que corretea por la arena y suele caerse de panza, lo que causa su regocijo más escandaloso mientras mueve la arena con sus diminutos brazos en abanico como si quisiera echarse a volar. No hay nadie más. Son las cinco y media de la tarde. Como verán, la escena no puede ser más bucólica. Si no fuera por el movimiento de las olas y las torpes correrías del niño, parecería una fotografía fija o una postal para el recuerdo. 
Esto ocurre 20 días después de haber salido de Valencia, que se han pasado rápido. 
Mi grata permanencia en esa ciudad concluyó en la estación de Joaquín Sorolla, cuando abordé el AVE que me llevaría a Madrid; continuaría con el traslado en taxi desde Atocha al hotel Ibis —cercano al aeropuerto—, donde pasé la noche y, al día siguiente, temprano, debería salir rumbo a Nueva York. 
El avión donde viajo pertenece a la línea de American Airlines (un servicio que hace —en teoría— en nombre o en colaboración con Iberia, pero donde se da la incongruencia de que las aeromozas —americanas— ni tan siquiera saben un español elemental (al menos una de ellas), pues a solicitud mía de que me sirviera un «jugo de naranja», no entendió bien de qué se trataba y tuve que aclararle en mi inglés chapurreado que lo que quería era «one orange juice»). Pero, bueno, anécdotas aparte, tuve la suerte de que me tocara un compañero español muy culto y con altos conocimientos de filosofía; teísta convencido él, para más señas, y defensor convencido de sus creencias mientras me exponía unas ideas y unos argumentos sólidos —y muy convincentes, si me apuran—, lo cual produjo que el viaje resultara ameno y entretenido por el intercambio de reflexiones, dudas y profunda aclaración de conceptos. Así, casi sin darnos cuenta, tras 7 horas, llegamos a NY (recogí mi maleta y una bolsa con los libros comprados en España –unos 12 en edición tradicional, o sea impresos en papel, porque además llevaba otros seis o siete títulos cargados en el sistema digital en el iPad, pero éstos no pesan). Una vez en el aeropuerto de NY me vinieron a buscar mi hijo Dani y mi «norinha» (diminutivo de nuera en portugués) Roberta. Y después, todo se convirtió en unas actividades apretadas y previamente planificadas: durante los cuatro días que permanecí en la ciudad de los rascacielos, los dediqué a las imprescindible visitas a los museos: Moma, Guggenheim, y el inmenso Metropolitan Museum of  Art (al cual se requerirían sucesivas visitas para poder verlo del todo, pero donde tuve la oportunidad de comparar el arte griego y el romano —en las dos primeras salas—, y apreciar que aquel, es decir el arte griego, pese a ser menos extenso, es mucho más sensible, más sensual, más delicado, más expresivo y espiritual si se compara con el romano, tan presuntuoso él además de extenso, y mucho más ambicioso desde el punto de vista material, pero que no pasa de ser una imitación y por eso resulta más frío, más sin vida, y hasta más impersonal, es decir, con menos contenido emocional. En el griego se aprecia una sensibilidad exquisita por minúscula que sea la pieza, una perfección espiritual, un misticismo que el romano no supo captar ni plasmar en sus obras porque los romanos eran más duros y representaban a la fuerza más que al espíritu. En ellos se aprecia la grandilocuencia, la presunción del poderoso, la expresión a a voces de que el suyo es un centro dominador, que es él quien manda, el imperialista, el que sojuzga, el que somete. Se ve claramente que es una imitación pero con altas pretensiones de supremacía y un exceso de vanagloria, pero sin tanto tono místico como el griego. Al menos yo así lo veo. Y bueno, ¿en qué no imitaron los romanos a los griegos?). 
Fuimos una noche a un concierto de jazz; otra, estuvimos en Broadway (cerca de Times Square) para ver una obra musical llamada Chicago. También me llevaron a las imprescindibles cenas en restaurantes señalados (italianos, franceses…). Total, que fueron 4 días bien aprovechados aunque un tanto agotadores.
Y ahora ya estoy aquí, donde quiero estar (aunque me vea obligado a adaptarme de nuevo a esta tierra, porque España, a pesar de las crisis y la inutilidad demostrada tanto por los políticos como por ciertos sectores, es mucha España y cinco meses de estancia ahí es tiempo suficiente para que recalen en uno las costumbres, los alimentos, las amistades, y el fragor de la vida, y que te vuelva a atrapar antes de que te hayas dado cuenta…). Aunque ni yo mismo pueda dar una respuesta clara a qué se debe esta preferencia mía. Tal vez sea porque Puerto Rico era el lugar preferido de mi mujer, el sitio donde la encuentro más a ella, y quien un día, mientras caminaba descalza por una bonita playa denominada El último troly, me manifestó que sentía como si aquel momento fuera el más feliz de su vida. Puede ser también porque aquí me encuentro de forma más frecuente con ella, que su espíritu vive de una forma palpable en mí, y que mantenemos mayor comunicación (aunque todo sea producto de mi imaginación, claro). De cualquier manera, en Puerto Rico vivo más conmigo, me hablo más, estoy más consciente de mí y del misterio que me envuelve (el mismo que nos envuelve a todas y a todos), y me siento con más vocación de ser, es decir, soy más yo que en ningún otro sitio; comprendo mejor el mundo y acepto las cosas con más resignación, y no a regañadientes como me ocurre por aquellos pagos. Pudiera ser también que me estoy convirtiendo en una especie de Rousseau a pequeña escala…
Y sobre todo escribo. Que es lo que quiero hacer y lo que me hace sentir que mi mente permanece en condiciones de pensar y trabajar, lo que a mi edad, es algo muy positivo. Además —claro— de involucrarme intensamente en el misterio y el don de la palabra. 
Saludos y abrazos para todas y todos.

miércoles, 24 de abril de 2013



¿Con qué ojos debemos mirar la vida? 
¿Con los que la reprueban o con los que la bendicen? ¿Con qué cristal y de qué color hemos de observarla?     
A partir del día que en mi declaración fiscal comencé a escribir “viudo” en respuesta a “diga su estado civil”, mis parámetros, es decir, mis impulsos, o sea, mis puntos de vista o, más bien, mi sentido de la vida, ha cambiado radicalmente. Sobre todo, ha cambiado mi entorno, mis circunstancias, mis temores, mis ideales. Ahora, dentro de mi casa, todo es silencio, no hay rumores ni risas, ni conversaciones, ni tan siquiera llantos. Sólo capto la persistente gota de un grifo mal cerrado, o el motor de la nevera, o los sones musicales a los que suelo recurrir cuando mi pensamiento anda perturbado. Y es curioso que lo que antes aborrecía, ahora es lo que más me agrada, como son los ecos del vecindario que llegan a mis oídos desde los patios, o a través de las paredes. Esos clamores me traen la sensación de que la vida no se ha detenido, salvo para mí. Escuchar las discusiones de matrimonios mal avenidos, el angustioso grito de una hija impaciente ante las prevenciones de su madre, los ladridos lejanos de un perro, el paso regular del tren, el lloro de un bebé, el golpeteo rítmico de una lavadora, la música de rock duro que ahoga el desamparo de un adolescente, el palique de dos mujeres de ventana a ventana, o de puerta a puerta, o en los rellanos… 
Viniendo como vengo de una familia numerosa, compuesta por una mujer, la mía, seis hijos, los nuestros —plenos de energía y de humor alborotador—, y yo, es decir, una familia amplia y, por si fuera poco, predispuesta a lo extravagante; donde reinaba el amor, la risa, la ilusión, o la alegría; donde privaban el hambre de vivir, los anhelos, las ansiedades, las pasiones; los proyectos, los discursos, los desengaños, las inquietudes, las ansiedades, las visitas, y otras concreciones ambiguas, si se quiere, pero plenas de vitalidad… desde tal procedencia, digo, a verme desposeído de amor palpable, carente de confrontaciones domésticas, de todas esas pequeñas y grandes agitaciones propias de la vida diaria, ha significado un cambio inesperado, tan ajeno a lo que podría calcular, que he acabado sumido en un anonimato vacío de ilusiones.
Mis vivencias de ahora las obtengo en el acto de pensar, meditar, leer, tomar notas, escribir poesías, registrar mis angustias en un diario, que es como si me escribiera a mí mismo…

        (Escrito integrado en mi novela-memoria De la misma tela que los sueños, escrito en Valencia, España, el año 2004)

martes, 16 de abril de 2013




Una visita al cementerio
Estás en el cementerio. Mientras caminas hacia el nicho donde están depositados los restos de tu mujer, vas leyendo los epitafios de otras lápidas, los mensajes con los que se intenta retener a los difuntos aquí en la Tierra, tratando desesperadamente de identificarlos en ésta y en la otra vida. «Espérame en el cielo, corazón. Tu chica», dice uno, conmovedor y sonoro, sacado, probablemente, de la letra de una canción. «Sólo pudieron estar separados tres días. Ahora están juntos de nuevo en la otra vida», reza otro que presenta los retratos de un hombre y una mujer, posiblemente matrimonio —junto al escudo del Real Madrid—, entre cuyas fechas de fallecimiento solo hay tres días de diferencia. Y piensas que aquí, detrás de esas breves palabras, puede esconderse una intensa historia de amor.  
Alcanzas la puerta principal; cruzas la avenida, entras en la floristería, donde sabes por experiencia que te las tendrás que ver con las dos ajamonadas cincuentonas que atienden el establecimiento, cuyas monsergas ponen a prueba tus propósitos. 
—Es admirable el tesón y la fidelidad que siente usted por su mujer, pero tiene que animarse, que todos hemos de morir, como es natural; y usted se ve aún joven y puede rehacer su vida… Y no es por nada, porque a mí, cuantos más clientes, mejor, pero entiendo que la gente debe superar las situaciones… 
Y tú, que vives debatiendo entre las exigencias de la carne y las del espíritu, sonríes agradecido, y las miras un tanto azorado mientras te preparan un ramo de doce claveles rojos. 
Y las jamonas, dale que dale, con la cantinela: 
—…como le digo, debe usted buscarse otra mujer que llene su vida en la medida de lo posible.
Y tú, débilmente, que no deseas otra mujer, que tu corazón está ocupado por la única, óiganlo bien, la única, la verdadera mujer de tu vida. 
Y ellas, machaconas, insistiendo: 
—Usted todavía debe tener necesidades, y la naturaleza es la naturaleza, y hay que respetarla —y manifiestan sus opiniones entre sonrisas maliciosas y leves e intencionados movimientos de cadera al mismo tiempo que lían el ramo. 
Y tú te agitas en la duda de si las floristas se insinúan o es tu imaginación, es decir, la apreciación normal de un hambriento al que todo le parecen solomillos. Sientes un leve agobio cuando piensas en la actitud que mantendrás cuando te salga al paso una proposición aceptable, ya que, si bien hasta ahora has salido airoso de cuanta tentación se te ha cruzado, que, por cierto, no han sido muchas y ninguna revistió trazas importantes, y se podría decir que fue tu timidez natural más que tus conceptos personales lo que ha impedido que gestiones una relación desde tu iniciativa, y te preguntas qué harás el día que tropieces con un asunto asequible y suficientemente atrayente. ¿Estarás preparado para mantener la firmeza de esa postura que pregonas a los cuatro vientos? Debes asumir que lo que alienta tu postura, lo que incita tu posición, proviene de una razón moral: si sientes a Angelines cerca de ti; si notas la presencia de su espíritu junto al tuyo, si ella está en tu corazón y todo tu ser está invadido por ella, y ella es el único estímulo que recibes al caminar por la vida, sin que importe realmente que su presencia sea fruto de tu imaginación u obedezca al misterioso fenómeno de un mecanismo universal, al acceder a una relación, aunque sea exclusivamente carnal —algo que, siendo tú como eres, es difícil entender—, no puedes esconder a Angelines en un armario mientras te revuelcas con otra, mientras estás en los brazos de otra mujer, porque, además de minar tu conciencia, puedes apartarla a ella de ti definitivamente y te verías abocado a nuevos desamparos; incrementarías tus remordimientos, y podrías caer en el abismo del autodesprecio…

jueves, 4 de abril de 2013


Trataré de exprimir 
algunas gotas de dulzura
Sí, más o menos voy saliendo adelante y viendo las cosas con mayor claridad… Pero, claro, eso lo digo ahora y mañana pensaré o haré las cosas de otra manera, me desesperaré o haré como dice el poema de Herman Hesse, 
«Y trataré de exprimir algunas gotas 
de dulzura de mi temor y mi tristeza. 
Después escucharé el viento y la lluvia. 
Lucharé contra los latidos de mi corazón, 
desearé la muerte, 
temeré la muerte, 
imploraré a Dios. 
Hasta que pase todo, 
hasta que la desesperación se fatigue, 
hasta que consiga algo parecido al sueño y al consuelo. 
Así era entonces, 
así seguirá siendo hasta que llegue el fin. 
Una y otra vez tendré que pagar con estos días mi vida hermosa y amada. 
Una y otra vez volverán estos días y noches, 
el miedo, el hastío, la desesperación… 
Y aún así viviré, y aún así amaré la vida». 
Aunque, claro, mi inconsistencia es mi problema. 
Pero, por lo menos, cuento contigo, dulce Angelines. La mayoría de las cosas las rectifico o las mantengo pensando en ti, en agradarte a ti, en responder a tus deseos, o en tratar de quedar bien contigo. Y lo curioso es que noto tu ayuda, advierto tu apoyo. Los días que tú no estás presente en mi corazón, noto un vacío inmenso (como me ocurrió recientemente). Así de extraña es la vida y hay que aceptarla como es. Si en realidad eres tú o es mi imaginación quien elabora mis argumentos, hay que aceptarlo porque de alguna manera se está operando un milagro… Porque la vida es eso: un cúmulo de milagros, un diálogo permanente con las sombras, con uno mismo y con los demás, y formarse imágenes, y tener sueños, y elaborar ambiciones espirituales, y creerlo o no creerlo, según te dé, ya que en el fondo eso es lo que te ayuda a vivir, tanto lo procedente como lo improcedente. Y no deja de ser maravilloso cómo he prolongado tu vida, cómo te he hecho permanecer aquí y contribuir de alguna manera a que sigas viva para mí, con todo y los días de desarraigo, o de ausencias mortificantes. Creo que esa es la enorme ayuda que se nos da a los que somos mayores: que podemos construirnos una vida y, despojados de ambiciones materiales, analizar las cosas de otra manera.

jueves, 21 de marzo de 2013



Desplome y resurrección
¡Si es que no estoy haciendo las cosas bien, vida mía!: yo te voy tratando —y, casi por instinto, se me va formando la idea— como si fueras una persona viva que estás en otro lugar. Y eso es imposible, porque yo te vi morir y te vi cuando estabas muerta; yo te enterré y te he visitado cientos de veces en el cementerio. O sea: tú, en tu configuración anterior, ya no existes; de aquella vivencia tuya terrenal no queda nada… Eso es una realidad incuestionable. En todo caso, existirás —si es que existes, tal y como representa el significado etimológico de esta palabra—, en otra configuración y en otro lugar, será porque la metodología del Universo así lo tiene previsto. Es decir, si estás lo será en otra versión, en aquella que se aplique a las almas, o a los espíritus de los que mueren y de los que moriremos en el futuro, y dentro de unas reglas inmutables del universo. Ignoro si escucharás estas palabras que yo te digo (aunque te las digo a ti y me las digo a mí mismo); si sonreirás como lo hacías antes; si estarás pendiente de mí en otro lugar y en otra configuración. Fíjate nena: lo más importante de todo esto es lo que influyes en mí, lo que adornas mi vida, lo que la moldeas, lo que la configuras. Es maravilloso que estés presente en todas las cosas que hago pensando que a ti te agradaría, y en las que no hago porque sé que te desagradan; en la forma que te mantengo en mi mente, en mi corazón, en mi recuerdo, en todas las acciones de mi vida; en como trato de imitarte en tu bondad y en tu ternura; y en esa esencia del amor inmenso que siento por ti, que es un sentimiento superlativo que me transfigura espiritualmente, me enaltece y me enorgullece sentirlo dada su dimensión. Ahí, en esas actitudes mías, es donde te traigo a la vida, donde nadie puede disputarme si tengo razón o estoy equivocado, ni venir a decirme que tú no estás viva, que todo es una patraña propia de un individuo pusilánime y supersticioso. ¿Cómo van a destruir tu imagen si estás tan dentro de mi que solo yo puedo darte alcance y ponerme a tu altura? ¡Ahí nadie puede tener acceso, porque solamente yo te siento. Y te veo tan cerca de mí que casi puedo tocarte…!

viernes, 15 de marzo de 2013



Caer en el vacío
Hoy me encuentro vacío, o abrumado por las dudas, o con mis elucubraciones torcidas, o con mi razonamiento seco y desentonado, o con mi inteligencia desconcertada y obtusa, y, por si fuera poco, indomable, sensiblemente fría, sin principios ni postulados. No sé. De repente, al levantarme de la cama hoy y mirar tu fotografía, ha ocupado mi cabeza un pensamiento fugaz pero tenebroso, feroz, cortante, destructivo, y he sentido que mis encantadoras fórmulas para la vida me abandonaban, y se desbarataban mis conformaciones cerebrales, y quedaba reducido a lo más ínfimo, como una molécula inerte, sin valor no solo físico, sino espiritual, solo numérico, o con ese anonimato que te da la pertenencia colectiva. He mirado al horizonte y he pensado: «Ella no está. No me espera. No está en ninguna parte. No puede estar; es absurdo, carece de toda lógica». Ha sido como un flash, un fogonazo, una bofetada en el alma. Ella no está…, me digo apesadumbrado. En realidad, si lo vemos bien, no estamos nadie, ni tú, ni yo, ni los otros. Todos somos como una especie de célula múltiple, un cromosoma, un gene de pertenencia, totalmente ignorados, confusos, infinitamente pasajeros, anónimos, de bulto. Tenemos una ilusión infiltrada para que nos figuremos algo, para que creamos que realizamos proezas mientras fabricamos seres (que es lo que se espera de nosotros). Somos como ese aditivo que se añade a la gasolina para que su fuerza propulsora sea mayor, pero no salimos de ser un corpúsculo polimorfo, desnutrido, infinitamente nulo en cuanto a lo que significa la perpetuidad. Y, además, sin ningún relieve universal.

martes, 12 de marzo de 2013




Hablemos del más allá
Debatiéndome, como estoy, entre la fascinación y la duda, querida mía, permíteme fantasear y suponer que eres un ser consciente, que disfrutas de otra vida en otro lugar. Y, puestos a ello, déjame deducir que si tu ánima, además de haber trascendido, mantiene la memoria de los hechos, es probable, entonces, que estés en posesión de la verdad y que, de paso, te haya sido otorgada la inefable facultad de la clarividencia, virtud con la que estarás en condiciones de comprender el origen y la irrazonable razón de la miseria humana. 
Mi delirio acerca de tu insólita propiedad me lleva a la conclusión de que, tal vez, en tu nueva advocación, te has de sentir predispuesta a disculpar las torpezas en las que pudo haber caído una mente arrebatada como la mía. Antes lo hiciste: con más razón has de hacerlo ahora. 
Y ante tan espléndida e inefable indulgencia vertida sobre mi maltrecha conciencia, al percibirla mi ser, recobraré la paz que necesito. 
Y tu presencia tendrá mayor verosimilitud.
Una vez disculpado de mis transgresiones, si esta presunción mía tiene visos de certeza, en ese lugar donde puedes estar ahora, no dudo de que gozarás de la ductilidad requerida para penetrar en mi alma y conocer la fortaleza, la autenticidad, la consistencia de mis sentimientos. Con lo que, sin salirme de la base expuesta, o sea, manteniendo mi divagación en la inspiración producida por tal fantasía, concluyo mostrando mi sospecha de que ahora, cuando conoces el secreto de la existencia, has de saber si, realmente, en nuestro deambular por la vida, somos asistidos por fuerzas provenientes de esos mundos inescrutables; es decir, si indefinidos entes divinos coexisten con nosotros, y se inmiscuyen y manipulan nuestras andanzas.

domingo, 17 de febrero de 2013














Quiero comentar contigo…
¡Sí, permanece conmigo… Más hoy porque tengo necesidad de conversar, de exponerte mi pensamiento! Hoy en la mañana, muy temprano, comencé a escribirte esta crónica de todos los días; era un poco más de media noche, debido a que, repentinamente me desperté   —sin que sepa por qué—y recordé la fascinación que tú sentías por las acciones fuera del criterio moral al uso; eran cuestiones ajenas a los convencionalismos o a las imposiciones sociales. Recordé cuánto te atraían o cuánto te seducían los actos considerados impuros o de desobediencia social, o de transgresión a las normas establecidas por aquella sociedad gazmoña e hipócrita de nuestro tiempo. En una palabra: te encantaba caer en el pecado, desobedecer las estipulaciones convencionales, las reglas establecidas que eran un tanto inquisitoriales. Y ya metidos en este tema, y generando una filosofía más profunda, de condición psicológica —recordé el tema de la película «Un método peligroso», donde se analiza la fascinación del pecado (más defendida por Jung que por Freud, que hasta se puede decir que fue el asunto que generó la enemistad entre ellos)— no pude por menos de acogerme a esa teoría a la hora enjuiciarme a mí mismo cuando sopesé mi traición hacia ti en el affaire de Astrid. Si yo en aquel caso no tenía la menor duda de que estaba cometiendo una traición hacia ti, y me mantenía nadando afanosamente entre dos aguas porque si bien sabía con certeza que te quería apasionadamente, no podía prescindir del encanto y el atractivo que esta acción pecaminosa suponía para mí, por lo diferente y opuesta a las normas imperantes. Y pensé que, posiblemente, en aquel entonces, cuando me vi envuelto en este lío amoroso, ocurrió porque entré en la «fascinación del pecado», en el goce que se produce cuando se está envuelto en una acción reprobable, cuando te conviertes en centro de atención, recusado por unos y envidiado por otros… Y yo pienso que hay muchos hechos en mi vida —que al pensar en ellos, no parece que me hayan ocurrido a mí— que me incitaban por la fascinación de estar cometiendo un desacato, transgrediendo las normas morales impuestas por mis tías y por mi madre, y por el hecho emocionante de caminar por un filo muy delgado entre el precipicio y la vida convencional. Como verás, son muchos los requisitos buenos y malos que esconde la vida.

miércoles, 6 de febrero de 2013





Encantado de saludarle. La presente es para agradecerle el envío de su conferencia «Antorchas de ismos en el Burgos de María Teresa León». Soy Jacinto Eduardo de Ontañón, hijo de Eduardo y nieto de Jacinto, de quienes Ud. habla en su disertación. Ambos son hijos de Burgos, igual que yo. Aunque a mí me sacaron de esa ciudad a la edad de tres años para trasladarnos a Madrid, por lo cual me siento casi más madrileño que burgalés. Eso no quita que en el año de 2006, cuando se celebraron en Burgos unas jornadas en memoria de mi padre, me emocionara delante de las viejas piedras de San Lesmes, donde fui bautizado; o me extasiara ante la Llana de Afuera, donde nació mi abuelo; o me conmoviera al contemplar la Librería del Espolón, que fue propiedad de ambos antecesores míos, o del edifico de la calle Vitoria frente al Teatro Principal, donde viví hasta que nos fuimos a Madrid (y antes de éste, en el edificio de la Plaza Mayor, donde yo nací). Por lo demás, y aunque me honra contarle a Ud. entre mis amigos más connotados, me siento un poco acobardado a la hora de escribirle esta comunicación. He visto en Internet (¿cómo se puede vivir en esta época sin servirse de Internet?) su importantísima mención donde se destacan las innumerables publicaciones, premios, saberes, erudición, categoría profesional que posee, y me digo: ¿Cómo debe expresarse uno cuando intenta comunicarse con una persona de semejante rango intelectual? Comparados con los suyos, mis conocimientos no llegan ni a la altura de su zapato. De lo único que puedo presumir es de ser un aceptable «autodidacta», muy interesado, eso sí, por la cultura, por el cine, por la literatura, por la música, pero la falta de método me ha convertido en un individuo con un conocimiento desperdigado, poco firme, poco cargado de conceptos. Cuando mi padre se amparó en el exilio, yo apenas tenía siete años y, a su regreso, contaba con 16. Y fue una etapa ésta tan esencial y desaprovechada en mi infancia-adolescencia que nunca logré recuperarme del todo. En ese tiempo, el único interés por parte de mi madre y de su familia, fue denostar a mi padre y exigirme que trabajara (claro, motivados por nula ayuda por parte de mi antecesor), y lo hice de botones, mensajero, vendedor a comisión de géneros para fajas de señora, y ayudante en un taller donde se construían diferentes componentes para aparatos de radio. Y, por otra parte, en mi familia materna la cultura era considerada como un complemento innecesario, y más si se pertenecía a esa clase social denominada entonces «pobre», dicha con cierto desprecio y una leve conmiseración dentro de un tono de superioridad religiosa. Y cuando regresó mi padre del exilio ya el mal en mí estaba hecho. Mi sentimiento hacia él había sido envenenado, y nuestra relación peor de lo que fue no pudo ser. Por esa razón me desatendí de cualquier obra que proviniera de él, y en lugar de orgullo lo que sentí fue despecho. Más adelante, cuando cumplí 21 años y comencé a ejercer de periodista (gracias a las enseñanzas epistolares de Mada Carreño –segunda esposa de mi padre–), y después me vi obligado a huir a México, Mada, que vivía allí (murió el año 2000), se empeñó en describírmelo como un hombre de bien, e intentar que lo conociera y lo comprendiera… Misión que logró solo a medias dado que ella a veces se resentía. Por otra parte, durante el «franquismo» y después, el nombre de mi padre se mantuvo oculto en el fondo del baúl. Y al sacarlo a relucir, yo difícilmente creí que el prestigio que comenzó a dársele era más bien una maniobra política o que se hacía con fines de encumbramiento local. Finalmente, he tenido que aceptar que su figura tiene más importancia de la que yo le atribuía (en lo cultural, claro, no en lo social ni en su papel como padre). De cualquier manera, no dejo de creer que hay cierta exageración en la importancia literaria que se le está adjudicando. 
Yo, después de México –5 años–, viví en Caracas –9 años–, regresé a España tras la muerte de Franco, pero cinco años después, la familia –compuesta por mi mujer y 6 hijos–, regresó a México y, posteriormente, a Puerto Rico (aunque hay una etapa intercalada de seis años viviendo en Valencia tras la muerte de mi mujer). Escribí una pequeño libro de relatos basados en mi vida, titulado Nacido en la guerra, y dos novelas, Da la misma tela que los sueños, y Lo demás es silencio, que fueron muy alabadas por aquellos que se las di a leer pero que no han sido publicadas dado que nunca lo intenté. Yo escribo para exigirle a mi mente un ejercicio intelectual, pero nunca con fines comerciales. Comencé no hace mucho a escribir una biografía de mi padre, pero lo abandoné porque no se puede ser juez y parte, y el lado personal se me imponía más de lo que yo deseaba. Ahora estoy escribiendo –y ya casi terminando– otra novela que se titulará Orquitis. Ésta si la publicaré ante la insistencia de mis hijos. Ya le mantendré informado. Gracias por todo. Afectuosamente, Jacinto Eduardo de Ontañón.