domingo, 17 de febrero de 2013














Quiero comentar contigo…
¡Sí, permanece conmigo… Más hoy porque tengo necesidad de conversar, de exponerte mi pensamiento! Hoy en la mañana, muy temprano, comencé a escribirte esta crónica de todos los días; era un poco más de media noche, debido a que, repentinamente me desperté   —sin que sepa por qué—y recordé la fascinación que tú sentías por las acciones fuera del criterio moral al uso; eran cuestiones ajenas a los convencionalismos o a las imposiciones sociales. Recordé cuánto te atraían o cuánto te seducían los actos considerados impuros o de desobediencia social, o de transgresión a las normas establecidas por aquella sociedad gazmoña e hipócrita de nuestro tiempo. En una palabra: te encantaba caer en el pecado, desobedecer las estipulaciones convencionales, las reglas establecidas que eran un tanto inquisitoriales. Y ya metidos en este tema, y generando una filosofía más profunda, de condición psicológica —recordé el tema de la película «Un método peligroso», donde se analiza la fascinación del pecado (más defendida por Jung que por Freud, que hasta se puede decir que fue el asunto que generó la enemistad entre ellos)— no pude por menos de acogerme a esa teoría a la hora enjuiciarme a mí mismo cuando sopesé mi traición hacia ti en el affaire de Astrid. Si yo en aquel caso no tenía la menor duda de que estaba cometiendo una traición hacia ti, y me mantenía nadando afanosamente entre dos aguas porque si bien sabía con certeza que te quería apasionadamente, no podía prescindir del encanto y el atractivo que esta acción pecaminosa suponía para mí, por lo diferente y opuesta a las normas imperantes. Y pensé que, posiblemente, en aquel entonces, cuando me vi envuelto en este lío amoroso, ocurrió porque entré en la «fascinación del pecado», en el goce que se produce cuando se está envuelto en una acción reprobable, cuando te conviertes en centro de atención, recusado por unos y envidiado por otros… Y yo pienso que hay muchos hechos en mi vida —que al pensar en ellos, no parece que me hayan ocurrido a mí— que me incitaban por la fascinación de estar cometiendo un desacato, transgrediendo las normas morales impuestas por mis tías y por mi madre, y por el hecho emocionante de caminar por un filo muy delgado entre el precipicio y la vida convencional. Como verás, son muchos los requisitos buenos y malos que esconde la vida.

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