miércoles, 18 de diciembre de 2013



La dicha de la espiritualidad
Es inevitable que en esta etapa de mi vida —la de «la edad tardía», según decir de García Marquez— se vea inclinado uno a mirar el mundo como algo cada vez más ajeno, o más alejado de mí, de mis miramientos clásicos, de mis intereses lúdicos, o de mis criterios tradicionales. Incluso, de lo que creía que eran mis motivaciones más perentorias. Con el paso de los días, uno —o al menos yo— se va volviendo más místico, con tendencia a valorar cosas que antes no se apreciaban apenas, y a quitarle importancia a hechos que antes me parecían de importancia suprema, como el amor físico, las reuniones sociales, las exquisiteces alimentarias, los vestidos y la infinidad de objetivos que me atraían. Ahora las cosas se interiorizan más, se miran o se contemplan desde la fuerza del alma, desde las necesidades del corazón, desde los anhelos del espíritu. Uno se va alejando cada día más de la materia, o la va desfigurando, o la va considerando innecesaria, algo menos por quien luchar. Por ejemplo, ese gran distingo que se hace entre el amor físico y el amor platónico: en la medida que el primero va decayendo y se van perdiendo facultades —entre ellas los impulsos de la pasión—, el segundo aumenta, se siente con más enjundia, se trata como el gran templo de la vida, la única motivación. Si existe un paraíso, uno al morir tendría que ir revestido por ese sentimiento. Es curioso ver cómo la naturaleza influye en nosotros, cómo nos induce, cómo nos maneja. Parece como si para que el mundo crezca, se desarrolle, evolucione o se multiplique, introduce en nosotros esos ímpetus desmedidos, esos deseos, esos afanes que nos llevan a acrecentar nuestro radio de influencia, a mover —con distintos procedimientos— las ruedas dentadas para que esto camine. Pero cuando se llega al estado denominado de «persona mayor», cuando ya «no pinchas ni cortas», entonces se te permite entrar y poseer una especie de conciencia de la verdad, se te iluminan los sentimientos para ver las cosas que hay a tu lado y están exentas de intereses, pero que son las que tienen alma, las que te inducen a sentir el verdadero amor por las personas y las cosas, a advertir las pequeñas cosas que en tu vida merecieron la pena: como los hijos, los sacrificios por los demás, la satisfacción de amar a una persona que se avino a vivir contigo sin ponerte condiciones y, sobre todo, haberse sentido amado por ella. Esos sentimientos son los que permanecen en uno.  

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