Lo efímero
Así va concluyendo la vida, sin miramientos, sin alharaca, con gestos melancólicos, con sonrisas tristes que más parecen muecas de desagrado. ¿Y por qué no resignarse, si desde hace miles de siglos ha sucedido así? ¿Por qué no aceptar lo que es inexorable, aunque sea un tanto despiadado, implacable, irremediable? Además, la Naturaleza ha configurado nuestro final de esta manera, sin piedad para el usuario, sin paños calientes, sin refuerzos morales, sin ningún género de consuelo para las víctimas: «¡Te mueres y te mueres! ¡Ya no te necesito…!», nos dice una voz oculta con tono destemplado. Y a partir de ahí comienza el mal trato. Desde cierta edad, la línea comienza a descender, las facultades se atrofian paulatinamente, los reflejos van entrando en una disfunción insultante, se van entorpeciendo, se vuelven lentos, se anquilosan. Y, hay que reconocerlo, esa es la vida, está hecha así, no le des más vueltas. Todo consiste en que, desde el mismo momento que nacemos, ponen un cebo delante de nosotros, nos meten entre ceja y ceja una fantasía acerca del buen futuro que nos espera, y las delicias que están ahí mismo, a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina: «¡Qué rico es el amor!», nos grita; «Te has dado cuenta de lo placentero que es traer hijos al mundo? ¿Has visto los manjares a los que puedes tener acceso a poco que te esfuerces? ¡Vive, vive, disfruta! ¡Eres eterno! ¡La vida es un puro deleite, es amar, gozar, sentir! Búscate una pareja y trae hijos al mundo, y así estarás absolutamente completo! ¡Progresa y serás cada día más feliz, feliz, feliiiiiizzzzz!». Y tú, con tanta promesa, pones cara de enajenado y te obcecas, y te pierdes en la vorágine. Hasta que llega un momento que te miras en el espejo y te preguntas: ¿Quién soy yo y qué hago aquí? ¿Para qué todo esto? ¿Quién tiene interés en mí, en que yo viva y me multiplique? ¿Hay alguien que se nutre de mi aliento, o del humus que se desprende de mi carroña?
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