Una visita al cementerio
Estás en el cementerio. Mientras caminas hacia el nicho donde están depositados los restos de tu mujer, vas leyendo los epitafios de otras lápidas, los mensajes con los que se intenta retener a los difuntos aquí en la Tierra, tratando desesperadamente de identificarlos en ésta y en la otra vida. «Espérame en el cielo, corazón. Tu chica», dice uno, conmovedor y sonoro, sacado, probablemente, de la letra de una canción. «Sólo pudieron estar separados tres días. Ahora están juntos de nuevo en la otra vida», reza otro que presenta los retratos de un hombre y una mujer, posiblemente matrimonio —junto al escudo del Real Madrid—, entre cuyas fechas de fallecimiento solo hay tres días de diferencia. Y piensas que aquí, detrás de esas breves palabras, puede esconderse una intensa historia de amor.
Alcanzas la puerta principal; cruzas la avenida, entras en la floristería, donde sabes por experiencia que te las tendrás que ver con las dos ajamonadas cincuentonas que atienden el establecimiento, cuyas monsergas ponen a prueba tus propósitos.
—Es admirable el tesón y la fidelidad que siente usted por su mujer, pero tiene que animarse, que todos hemos de morir, como es natural; y usted se ve aún joven y puede rehacer su vida… Y no es por nada, porque a mí, cuantos más clientes, mejor, pero entiendo que la gente debe superar las situaciones…
Y tú, que vives debatiendo entre las exigencias de la carne y las del espíritu, sonríes agradecido, y las miras un tanto azorado mientras te preparan un ramo de doce claveles rojos.
Y las jamonas, dale que dale, con la cantinela:
—…como le digo, debe usted buscarse otra mujer que llene su vida en la medida de lo posible.
Y tú, débilmente, que no deseas otra mujer, que tu corazón está ocupado por la única, óiganlo bien, la única, la verdadera mujer de tu vida.
Y ellas, machaconas, insistiendo:
—Usted todavía debe tener necesidades, y la naturaleza es la naturaleza, y hay que respetarla —y manifiestan sus opiniones entre sonrisas maliciosas y leves e intencionados movimientos de cadera al mismo tiempo que lían el ramo.
Y tú te agitas en la duda de si las floristas se insinúan o es tu imaginación, es decir, la apreciación normal de un hambriento al que todo le parecen solomillos. Sientes un leve agobio cuando piensas en la actitud que mantendrás cuando te salga al paso una proposición aceptable, ya que, si bien hasta ahora has salido airoso de cuanta tentación se te ha cruzado, que, por cierto, no han sido muchas y ninguna revistió trazas importantes, y se podría decir que fue tu timidez natural más que tus conceptos personales lo que ha impedido que gestiones una relación desde tu iniciativa, y te preguntas qué harás el día que tropieces con un asunto asequible y suficientemente atrayente. ¿Estarás preparado para mantener la firmeza de esa postura que pregonas a los cuatro vientos? Debes asumir que lo que alienta tu postura, lo que incita tu posición, proviene de una razón moral: si sientes a Angelines cerca de ti; si notas la presencia de su espíritu junto al tuyo, si ella está en tu corazón y todo tu ser está invadido por ella, y ella es el único estímulo que recibes al caminar por la vida, sin que importe realmente que su presencia sea fruto de tu imaginación u obedezca al misterioso fenómeno de un mecanismo universal, al acceder a una relación, aunque sea exclusivamente carnal —algo que, siendo tú como eres, es difícil entender—, no puedes esconder a Angelines en un armario mientras te revuelcas con otra, mientras estás en los brazos de otra mujer, porque, además de minar tu conciencia, puedes apartarla a ella de ti definitivamente y te verías abocado a nuevos desamparos; incrementarías tus remordimientos, y podrías caer en el abismo del autodesprecio…
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