Hablemos del más allá
Debatiéndome, como estoy, entre la fascinación y la duda, querida mía, permíteme fantasear y suponer que eres un ser consciente, que disfrutas de otra vida en otro lugar. Y, puestos a ello, déjame deducir que si tu ánima, además de haber trascendido, mantiene la memoria de los hechos, es probable, entonces, que estés en posesión de la verdad y que, de paso, te haya sido otorgada la inefable facultad de la clarividencia, virtud con la que estarás en condiciones de comprender el origen y la irrazonable razón de la miseria humana.
Mi delirio acerca de tu insólita propiedad me lleva a la conclusión de que, tal vez, en tu nueva advocación, te has de sentir predispuesta a disculpar las torpezas en las que pudo haber caído una mente arrebatada como la mía. Antes lo hiciste: con más razón has de hacerlo ahora.
Y ante tan espléndida e inefable indulgencia vertida sobre mi maltrecha conciencia, al percibirla mi ser, recobraré la paz que necesito.
Y tu presencia tendrá mayor verosimilitud.
Una vez disculpado de mis transgresiones, si esta presunción mía tiene visos de certeza, en ese lugar donde puedes estar ahora, no dudo de que gozarás de la ductilidad requerida para penetrar en mi alma y conocer la fortaleza, la autenticidad, la consistencia de mis sentimientos. Con lo que, sin salirme de la base expuesta, o sea, manteniendo mi divagación en la inspiración producida por tal fantasía, concluyo mostrando mi sospecha de que ahora, cuando conoces el secreto de la existencia, has de saber si, realmente, en nuestro deambular por la vida, somos asistidos por fuerzas provenientes de esos mundos inescrutables; es decir, si indefinidos entes divinos coexisten con nosotros, y se inmiscuyen y manipulan nuestras andanzas.
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