miércoles, 6 de noviembre de 2013


Desconcertante etapa…
Con el recuerdo me desplazo a la época cuando soy un niño. No tengo claro quién soy, ni quién puedo ser, ni cuáles son mis inclinaciones. Me limito a vivir y hacer lo posible por resultar simpático y agradar a las personas que me festejan y se ríen conmigo. Pero no hay sitio para la esperanza… Puede que haya un momento cuando advierto que formo parte del mundo, que habito en él, pero en mi concepto se va imponiendo con fuerza que, si bien todo es digno de admiración, también es conveniente mirar las cosas, los hechos y las personas con cierto recelo. 
Observo, eso sí, todo lo que me rodea un tanto fascinado, pero sin abandonar la impresión de que la vida pertenece a otros, no a mí. Aún así, pongo todo mi empeño en aferrarme a ella, en mirarla con sonriente e ingenua ilusión, en infundirme afanes asido a un futuro que solo se me da en migajas y donde no abundan las promesas… Se trata de una ilusión no exenta de reservas, porque son incontables los inconvenientes que me salen al paso, y van anidando en mi subconsciente. 
Los cito tal como van llegando: 
La ruina que representa nuestro traslado de Burgos a Madrid después de liquidar la librería. En aquellos días, solo tengo tres años; el inicio de la guerra civil española con todas sus imposiciones y la deshumanización que conllevan todas las guerras: el hambre permanente, las amenazas, los bombardeos del bando contrario que nos obligan a salir huyendo para el refugio o la estación del metro más próxima; la deserción de mi padre (huyó a México dijo que por razones políticas, pero lo hizo acompañado de su secretaria y nos dejó a mi madre y a mis dos hermanas y a mí empantanados), después de la guerra, las imposiciones de mis tías y mis abuelos maternos (lo que significaría misas, novenas, comuniones, penitencias, pórtate bien que Dios te está mirando, Purgatorios, Infiernos a todo pasto), los días de colegio interno pasados en un caserón de Burgos cuyo recuerdo aún me hiela la sangre, las enfermedades, la soledad que significó el desmembramiento de la familia, la falta de estabilidad impuesta por los cambios constantes, la sensación de ser un hijo poco amado, el continuo estado «sufridor» de mi madre y sus empleos precarios que nos obligan a vivir en una especie de «miseria decorosa»… Es decir, puro maltrato emocional y físico hasta cumplidos los 14 años. ¡Ah! Y, dentro de esta situación, cero escuelas, que es lo mismo que decir cero universidad… A partir de ahí, mi primer trabajo (de mensajero repartidor de cartas y paquetes por todo Madrid conduciendo una bicicleta), y, como colofón, el regreso de mi padre, lo que vino a significar mi hundimiento definitivo. 
Ahora tengo 17 años y, muerto mi padre, emprendo el intento fallido de ser marino mercante, lo que, debido a las imposibilidades «académicas» que existen en mi «educación», decido entrar en la Marina, lo que fue un gran error… Y ahí sigue como colofón de esta etapa, el triste regreso a casa, sin oficio, sin ideas, sin ambiciones, sin amor y pelado al cero (lo cual entonces era un signo vergonzante).
¿Cuándo comienzo a elaborar planes más o menos aptos para ser vividos? ¿Habrá habido en mi vida un instante en el que pretendo ser algo o en el que decido hacer lo posible por destacar en una profesión?
Eso ocurre cuando Angelines se cruza en mi camino… 
Tengo 21 años y es en ese momento cuando comienza la vida para mí.

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