miércoles, 30 de octubre de 2013


Así te recuerdo

Nunca me reprochaste nada. Nunca, que yo recuerde, me abordaste con actitudes avinagradas o descompuestas; nunca me echaste algo en cara. Y me pregunto: ¿es que me aceptabas tal como era? ¿Sin fomentar ninguna rebeldía, sin ninguna contrariedad hacia mis desquiciamientos, sin objetar mi personalidad ni mis afanes, sin ponerme pegas? ¿Qué estados de intranquilidad o inconformidad emocional te producía tu convivencia conmigo, con nosotros, con unos hijos no convencionales -y tan sumamente inteligentes- y con un marido como yo, con un pasado plagado de rebeldías, de enconos, de frustraciones; intelectualmente complicado y entregado fervientemente a la evolución del pensamiento? ¿Cuales eran las bases de nuestra unión? ¿Cómo arreglábamos los asuntos donde discordábamos? Cuando yo me enfurecía, recuerdo que me mirabas con esa expresión quieta pero medio felina, de aparente sometimiento, de total mansedumbre, pero también se advertía el afán que se concitaba en tus propósitos y en tu alma, con el mensaje telepático de "Ya nos veremos luego las caras, cuando la fiereza se te haya pasado, cuando vuelvas a ser un personaje civilizado, comprensivo, asequible, mesurado, condescendiente; cuando aprecies mi suavidad y no puedas prescindir de mi ternura, cuando implores mi perdón o te avengas de nuevo a mis modos, cuando no puedas soslayar mi mirada. ¿Piensas que soy sumisa y que con mi condescendencia lo tienes todo ganado, que eres tú el que manda aquí, sin consideración alguna hacia mi persona, mi voluntad y mi pensamiento? ¡Ay, amor, cuán equivocado estás!" 
Y es que tú naciste para entenderte con las personas, para dialogar con ellas, para emplear unos métodos basados en la suavidad, en el comedimiento, en el amor...

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