viernes, 27 de diciembre de 2013

Ay, Navidad, Navidad…
¿En qué has quedado?
Cuando yo era pequeño la importancia de la Navidad consistía principalmente en el día de Reyes. Los otros días y los consiguientes actos navideños que ocasionaban (el belén, los villancicos, las actitudes complacientes y festivas de los mayores, los adornos, los solemnes actos religiosos), aunque representaban algo grandioso, su papel era más como preámbulo a la jornada más importante del año: el 6 de enero, que era cuando, la noche antes, se ponía el zapato en el balcón y allí mismo recibíamos los juguetes y sus complementos de golosinas. Ese día y sus mitos maravillosos encerraba una magia especial, llena de poesía y encanto: Unos reyes o unos magos, o unos reyes magos, habían salido de «un lugar remoto» en Oriente, con sus camellos cargados de juguetes y atendidos por unos diligentes pajes, y habían venido expresamente hasta nosotros, los niños, a cumplimentar nuestros deseos (expresados en una carta dirigida a ellos unos días antes…). El mundo en aquellos días se llenaba de magia, de argumentos celestiales, de implementos maravillosos, de entendimientos mágicos que lo justificaban a cabalidad, que lo convertían en un lugar lleno de encanto, de risas, de alegrías, de cariño y de modales exquisitos… No importaba que se tratara de uno o varios grandes juguetes, porque lo importante consistía en el hecho en sí, en cómo se avenía el mundo a la mente conveniente y soñadora de un niño, cómo lo pintaba de magia, de prodigio, de buenas comidas, de turrones y mazapanes, de olores apetitosos procedentes de los guisos especiales preparados en la cocina. Porque, además, eran unos días únicos solo con repetición al cabo de un año.
Pero luego, de buenas a primeras, se presentó un tal Santa Claus, con una vestimenta exageradamente roja y una risa estentórea y cavernosa, repetido hasta la saciedad en fotos, en almacenes, malamente disfrazados, tocando una campana en la calle y pidiendo dinero en lugar de darlo… Y los comerciantes vieron que era más útil, más publicitario, con un atractivo visual superior al de los reyes, y que no había que esperar hasta el 6 de enero para vivir la fiesta de los regalos, sino que se cumplía el 25 de diciembre. ¿Para qué querían más si el asunto consistía en hacer dinero lo más pronto posible?
Bueno, así es como se han ido matando los mitos. En el mundo de hoy ya no hay sitio para las fantasías (y, si me apuran, para el amor). Hoy todo resulta más fingido, más artificial, más deslumbrante pero con poca alma. 
Claro, el propósito más sobresaliente es que la gente se gaste sus dineros…
Pero, en fin, no me queda otro remedio que decirle a mis amigos que, a pesar de las «crisis», ¡Feliz Navidad y próspero Año nuevo!

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