lunes, 30 de agosto de 2010


En casa de tía María (2)


Mi enemistad con el «almirante-portero» comenzó en el mismo instante que mi madre y yo llegamos al edificio. Era de noche, y él, tan pronto como nos puso la vista encima y se fijó en la pinta que traíamos —mojados, sucios, extenuados, con cara de muertos—, sin pensárselo dos veces, nos obligó a entrar por la escalera de servicio, un pasadizo subterráneo, a la izquierda del portal, destinado a mandaderos de fruterías, pescaderías y tiendas de alimentos. Y lo hizo con aviesa intención, porque este tenebroso personaje a mí no me conocía, pero a mi madre sí, ya que llevaba viviendo allí algo más de un año, y no ignoraba el malvado individuo que era sobrina de tía María, la cubana, una inquilina importante.

Y mi madre, que temblaba ante la posibilidad de encontrarse un ratón en aquel oscuro pasadizo, pese a la humillación que suponía el hecho, acató el mandato, aunque por el camino no dejó de murmurar y lanzar imprecaciones contra el malvado individuo. ¡Pero si es sólo un portero! ¿Por qué tienes que hacerle caso? —dije yo, exasperado. ¡Ay, hijo: no vamos a ponernos ahora discutir con él! ¡Se lo diré a tía María o al tío Raúl, para que le llamen la atención!

Pero yo nunca pude disculpar la actitud del cascarrabias aquel, y me juré que, más tarde o más temprano, me vengaría. Por lo pronto, desde aquel mismo momento me propuse mortificarle en cuanta oportunidad se me presentara. Faltarle al respeto y humillarle, como hizo él con nosotros. Esa sería mi meta. Y no me faltaron oportunidades. Cada vez que salía a la calle, al hacerlo por la puerta principal, me miraba con hostilidad. ¡Chico: la próxima vez que salgas, lo haces por la escalera de servicio! ¿Me oyes? Y yo no le hacía caso y seguía mi camino.

Cuando regresaba, me lo encontraba esperándome en la puerta cual sádico vigilante, decidido a hacerme entrar por el paso reservado a los servidores. Parecía una estatua: con el brazo levantado desde mucho antes de que yo llegara a sus inmediaciones, señalando hacia el pasadizo oscuro, mientras cubría con su cuerpo la “entrada de los señores”. ¡Por aquí!, me gritaba. Y yo fingía acatar su orden con toda la humildad del mundo, pero, cuando le veía confiado, repentinamente, daba un violento viraje y salía corriendo para la entrada principal. Y él, que además de gordo y algo viejón, era cojo, intentaba perseguirme, pero su pierna lesionada no le repondía y acababa quedándose parado, jadeante y maldiciéndome con furor.

Y yo, una vez lejos de sus garras, le gritaba con todas mis fuerzas: ¡Cojáimele!, ¡Cascarrabias!, ¡Rascanalgas!, ¡Chupaculos!

Sí, había cierta crueldad en mi comportamiento. Y me daba cuenta de ello. Pero mi odio hacia aquel pelagatos era tan intenso que impedía que afloraran algunas de mis convicciones más puras. A Nicasio —que es como se llamaba el maldito—, lo veía como un ser rastrero, servil, lambiscón y despreciable. Hasta se decía que era confidente de Seguridad, porque, a propósito de la enorme cantidad de cojos y lisiados que ocupaban las porterías madrileñas tras la guerra civil, el secreto a voces era que se trataba de excombatientes del bando nacional, heridos en la batalla, que habían sido gratificados con una portería por el régimen de Franco, como pago por sus «leales» servicios. Pero que, además, a todos ellos se les dio la misión de vigilar a los inquilinos, y comunicar cuanto acto perturbador o sospechoso de rebeldía y sedición se observara en ellos. Y algunos se propasaban en su misión.

Cierto día que me enviaron a comprar una botella de vino, cuando regresé a casa con mi compra, Nicasio, como era su costumbre, me esperaba en la puerta, y cuando pasé junto a él me agarró del hombro y apretó su mano callosa con intención de triturármelo. ¡Te he dicho mil veces que pases por ahí y si no lo haces así, aquí no entras! ¡Coño…!

Esta vez no traté de engañarle. Le metí un empujón y lo aparté de mí y emprendí el camino por la entrada principal. Nicasio intentó asentarme una patada en el trasero para obligarme a retroceder. Dí un salto para esquivar la patada, y su pie se estrelló contra la bolsa donde portaba la botella de vino. Se desprendió de mi mano, se rompió la botella, y el vino tinto se regó por la escalera de mármol y por la mullida alfombra, aquella que estaba destinada exclusivamente a ser pisada por unos cuantos pies privilegiados. Mientras, el «pobrecito» Nicasio dio un traspiés y se cayó hacia atrás, rodando por un corto tramo de la blanca y marmórea escala. Poco faltó para que se desnucara.

Pero, no, no se desnucó. Ahora, eso sí, desde aquel día, su cojera fue algo más pronunciada.

Después del tumulto que se formó con el incidente, debieron echarle un rapapolvo, porque Nicasio nunca más volvió a impedir que entrara y saliera por donde me diera la gana.

Pero no puedo olvidar su mirada de odio, aquella horrible mirada que me lanzaba siempre que pasaba ante él, con sus ojos pequeños y acuosos de marrano. Y no solamente entonces, sino después, durante el resto de mi vida, cuando, no viviendo ya en aquel edificio y siendo bastante más mayor, iba a visitar a mi tía, y lo veía allí, parado, apoyado en su bastón, como un almirante en el puente de mando, con sus ojos empequeñecidos por el odio, siempre farfullando.

—¡Estoy harto de estos cabrones rojos que se multiplican como los conejos… —creí oirle decir.