lunes, 16 de agosto de 2010


Al menos, un cm3 de sensibilidad


No es mi estilo criticar a las personas, pero reconozco que existe gente que tiene menos sensibilidad que la suela de un zapato… Son aquellos que ven la vida como si todo fuera de corcho, o de plástico, o de hojalata (o de oro), sin alma y sin nada que admirar ni nada que resaltar; son los que nunca se enternecen ante la sonrisa de un niño, ni se recrean con la solemnidad de una flor, o con la lectura de un libro, o con la audición de una bella canción o con un Concierto de Beethoven o de Rachmaninov. Son gentes para las que lo único que importa es su gozo material o el estado de su cuenta corriente, o la situación de sus posesiones, o de sus mal llamados «bienes»… Nacer, percatarse de que se está en la vida, ir a la escuela, buscar un trabajo, iniciar una actividad, «echarse» novia o novio, casarse, tener hijos, envejecer… y, después, morir. Y ese milagro de la Naturaleza de habernos dotado de unos sentimientos que nos hacen percibir la vida, o de un cerebro, que nos arrima al alma de las cosas, y poseer una sensibilidad para anonadarnos ante la belleza, o para admirar el arte, o la naturaleza, y que nuestro entendimiento penetre más allá de lo aparente, ¿no es un milagro? ¿Y la realidad de maravillarse, perder el sueño y la concentración ante cualquiera de las múltiples y apasionantes manifestaciones del amor…? ¡Qué poder nos ha sido dado; qué sentido para detectar el bien y el mal, qué conciencia para captar lo que nos rodea! ¿No es una facultad como para que la dejemos pasar sin haber sido capaces de sentirla? Bien es cierto que, a veces, el estado de ánimo, la sensibilidad de la conciencia, dependen de como funcionen las cosas, pues hay momento que todos los sentidos se tornan opacos, que nuestros ojos se niegan a ver, que nuestro corazón casi no palpita, pero a esos momentos podemos sobreponernos porque hemos sido dotados con recursos para ello.

Yo admiro a esos fotógrafos que son capaces de captar la belleza en el desconchado de una pared, o de una escalera que no va a ninguna parte, o de un gesto desabrido, o de una sonrisa malvada, o de un árbol maltratado y con su vitalidad perdida. Ellos tienen la sensibilidad tan a flor de piel que son capaces de descubrir la belleza dentro de la fealdad, y lo maravilloso dentro de lo repugnante. Pero, es necesario tener vida interior, observar las cosas con los ojos del corazón y no solo con los de la mente, o verlo todo desde la superficialidad. Los animales detectan la vida gracias al olfato y, algo, desde la vista, pero, generalmente, sus motivaciones son sexuales, alimenticias o instintivas, impuestas por la Naturaleza; ¡pero nosotros somos humanos! y hemos sido dotados con una serie de funciones que, a veces, se nos mueren por falta de uso, o no las desarrollamos por los prejuicios que nos sacamos de la manga, sin pararnos a reparar en ellos o por falta de una información fidedigna. El otro día leía —ignoro si es un detalle histórico— lo que verdaderamente impulsó a Beethoven a componer su dulcísima sonata Claro de Luna. Ocurrió en un momento donde él pasaba por una crisis: se sentía tan frustrado de la vida (se acababa de morir el único mecenas que tenía) y estaba solo y abandonado —además de completamente sordo— hasta el punto que llegó al extremo de pensar en suicidarse. En eso se le acercó una niña, vecina suya, que era ciega y le pidió que compusiera una música que le permitiera contemplar la luna, «ver» cómo era ésta. «Tú tienes ojos y puedes ver la vida, pero yo no…». Y Beethoven se sintió tan afectado que compuso la serenata y logró que la niña «viera» la luna y se sintiera feliz. Y él, cuando se percató de que había seres cuya situación era peor que la de él, abandonó la idea de suicidarse. Es decir fue esta sonata bendita la que lo salvó a él y perfeccionó la «visión interior» de la niña. Tras esta composición, creó la Novena Sinfonía, con el Himno a la Alegría final, y el día que lo estrenó, la gente lo aclamó con estruendosos aplausos y bravos, y Beethoven definitivamente retornó a la vida…